Un coste político y social que cada vez está más aceptado.

(Antonio Scorza/AFP/GettyImages)
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Una de las sorpresas más relevantes de esta crisis ha sido el hecho de que no ha llevado a un cambio, ni siquiera un cuestionamiento significativo, del modelo económico dominante. Si se observan las dos grandes crisis económicas del pasado siglo, éstas vinieron acompañadas por el abandono del paradigma dominante en los años de anteriores a la crisis; la Gran Depresión llevó al rechazo de los postulados clásicos de economía que defendían el libre mercado, y a la adopción del arquetipo keynesiano que apoyaba la intervención del Estado en la gestión macroeconómica. Sin embargo, en los 70, se produjo un cuestionamiento del Keynesianismo y la adopción generalizada de políticas monetaristas. Es de resaltar, sin embargo, que en esta crisis, pese a las críticas a los excesos del libre mercado y la desregularización, no hemos sido capaces, ni en el ámbito político ni en el académico, de articular un modelo alternativo. Las tesis y las políticas que nos llevaron al desastre siguen dominado.

Además, pese a que muchos pensamos que el exceso de austeridad ha sido contraproducente, la mayoría de los Gobiernos europeos se vanaglorian del éxito de estas políticas (¿?). Una de las pocas sorpresas que se vislumbran es el auge de la preocupación, para los ciudadanos pero también para los políticos y los académicos, por las crecientes desigualdades. En EE UU el libro de Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, se ha convertido en un fenómeno editorial y está contribuyendo a un debate que ya saltó a las primeras páginas con el surgir de la protestas en Wall Street en torno al lema “nosotros somos el 1%”.

Pese a que en EE UU (y en todo el mundo) hemos avanzado notablemente en calidad de vida en las últimas décadas, es muy importante resaltar que los ingresos de una familia media en EE UU prácticamente no han crecido desde los 70 y que la proporción de los ingresos nacionales controlados por el 1% más rico de la población ¡es incluso más alta que al principio del siglo XX! (la época conocida como de los “barones ladrones”). Fueron precisamente esas desigualdades las que llevaron a las décadas denominadas como la Era Progresista, durante la que se establecieron (entre otras medidas) un impuesto progresivo sobre la renta a través de una reforma constitucional. La gran paradoja es que décadas más tarde el progreso en atajar las desigualdades ha sido muy limitado.

El coste social, político y económico de las desigualdades es cada vez más aceptado. Ello me hace pensar que va a ser uno de los temas que va a prevalecer tras la Gran Recesión. La gran pregunta en el candelero en EE UU es si el sistema democrático puede prevenir el aumento de las desigualdades en un país en el que el papel del Estado está fuertemente cuestionado y en donde la posibilidad de aumentar impuestos es extraordinariamente impopular. De la respuesta a este interrogante va a depender en gran parte no sólo el futuro de este país, sino también su liderazgo económico y político. Mucho está en juego.