La mezcla de delincuencia e islamismo radical representa una auténtica amenaza al futuro del país.

AFP/Getty Images

Túnez está inmerso en crisis políticas constantes cuya relación con los problemas de seguridad es cada vez más evidente. Aunque por el momento son de baja intensidad, los ataques yihadistas están incrementándose a una velocidad alarmante, lo cual alimenta los rumores, debilita al Estado y polariza cada vez más la atmósfera política. La coalición de gobierno -dominada por los islamistas de Ennahda- y la oposición laica intercambian acusaciones y politizan dichos problemas de seguridad nacional en vez de tratar de resolverlos. Mientras tanto, se amplía el abismo entre el Túnez fronterizo, poroso, rebelde, un refugio para la yihad y el contrabando, y el Túnez de la capital y la costa, inquieto por la vulnerabilidad de un interior al que teme más que comprende. Aparte de emprender los esfuerzos necesarios para solucionar la crisis política inmediata, todos los actores nacionales deberían poner en marcha medidas de seguridad y socioeconómicas con el fin de reducir la permeabilidad de las fronteras del país.

El vacío de seguridad que sucedió a la revolución de 2010-2011 contra el régimen de Ben Alí, unido al caos generado por la guerra de Libia, explica en gran parte el inquietante aumento del tráfico ilegal entre un país y otro. Aunque hace mucho tiempo que el contrabando es la única fuente de ingresos de numerosos residentes de las provincias fronterizas, la entrada de mercancías peligrosas y lucrativas lo vuelve más preocupante. Desde Libia entran al país de forma habitual tanto drogas duras como cantidades relativamente pequeñas (por ahora) de armas de fuego y explosivos. Por su parte, la mitad norte de la frontera entre Túnez y Argelia también está convirtiéndose en un área de tráfico creciente de cannabis y armas ligeras. Estas dos tendencias hacen que los yihadistas tengan más capacidad de causar el caos y agravan la corrupción de las autoridades fronterizas.

No hay que exagerar ni politizar estos hechos. En especial, y en contra de lo que se suele pensar, el material militar procedente de Libia no ha inundado el país. Ahora bien, tampoco se puede despreciar la amenaza. No cabe duda de que la guerra de Libia ha tenido consecuencias para la seguridad y que los grupos armados de la frontera han cometido atentados contra miembros de la Guardia Nacional, el Ejército y la policía, un importante problema de seguridad que el regreso de los combatientes tunecinos de Siria ha empeorado. Por la misma razón, la situación creada tras la revolución de Túnez y la guerra de Libia ha obligado a una reorganización de los cárteles contrabandistas (con criterios comerciales en la frontera con Argelia y tribales en la frontera con Libia) que ha debilitado aún más el control del Estado y ha sentado las bases para otros tipos de tráfico ilícito mucho más peligrosos.

A eso hay que añadir que la delincuencia y el islamismo radical están mezclándose cada vez más en las afueras de las grandes ciudades y los pueblos pobres de la periferia. Con el tiempo, la aparición de una especie de gansterismo islámico podría contribuir al ascenso de grupos que aúnen la yihad y el crimen organizado dentro de las redes de contrabando que actúan en las fronteras o, peor aún, a la cooperación activa entre cárteles y yihadistas.

Para abordar los problemas de la frontera es necesario reforzar las medidas de seguridad, desde luego, pero eso solo no basta. Incluso con los mecanismos de control fronterizo más avanzados desde el punto de vista técnico, los residentes de esas zonas -a menudo organizados en redes y procedentes de los sectores más pobres del país- seguirán teniendo la potestad de permitir o impedir el tráfico de bienes y personas. Cuanto más frustrados se sientan económica y socialmente, menos inclinados estarán a proteger la integridad territorial del país a cambio de una relativa tolerancia hacia sus propias actividades de contrabando.

Como consecuencia, las armas y el narcotráfico, así como los movimientos de los yihadistas, están en manos de las negociaciones informales entre los magnates de la economía irregular y los representantes del Estado. Desde la caída del régimen de Ben Alí, esos acuerdos son cada vez más difíciles. El resultado ha sido la pérdida de eficacia de las medidas de seguridad y la imposibilidad de contar con una dotación adecuada de servicios de inteligencia, algo fundamental para luchar contra las amenazas terroristas o yihadistas. En un contexto nacional y regional inseguro, por tanto, restablecer la confianza entre los distintos bandos políticos, el Estado y los residentes de las zonas fronterizas es tan importante como intensificar el control militar en las áreas más porosas.

A largo plazo, un mínimo consenso entre las fuerzas políticas sobre el futuro del país es lo único que puede posibilitar una estrategia verdaderamente eficaz para resolver la cuestión de las fronteras. En el momento de escribir estas líneas, el fin de la crisis política parece lejano: ni las discusiones sobre la formación de un nuevo gobierno ni la tarea de completar una nueva constitución y una nueva ley electoral ni el nombramiento de una nueva comisión electoral están logrando salir adelante. Si no se resuelven estos aspectos, lo normal es que la polarización aumente y la situación de seguridad empeore, y cada bando acusará al otro de aprovechar el terrorismo para sus propios fines. Es decir, superar la crisis de confianza entre la coalición de gobierno y la oposición es crucial para romper este círculo vicioso.

Sin embargo, el impasse político actual no debe impedir ciertos avances inmediatos en materia de seguridad. La colaboración para reforzar los controles en las fronteras y la mejora de las relaciones entre las autoridades centrales y los residentes de las áreas fronterizas y entre los Estados del Magreb son tareas que solo se podrán llevar plenamente a cabo cuando se hayan resuelto los conflictos políticos de fondo, pero que, mientras tanto, los tunecinos no pueden permitirse ignorar ni despreciar.

 

Artículos relacionados