A primera vista, las perspectivas del país latinoamericano para 2011 parecen muy buenas. El nuevo presidente, Juan Manuel Santos, ha sorprendido a muchos de quienes le criticaban con sus audaces propuestas de reforma, muchas de ellas dirigidas a abordar las raíces del conflicto civil con los rebeldes de izquierda desde hace 46 años. Ha reparado las relaciones con los vecinos Venezuela y Ecuador, se ha comprometido a proteger a los defensores de los derechos humanos y ha propuesto leyes para ayudar a reasentar a los cuatro millones de desplazados del país.

Sin embargo, no todo es bueno. A pesar de una serie de pérdidas estratégicas en los últimos años -en territorio y en líderes destacados-, las guerrillas izquierdistas, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), siguen teniendo unos 8.000 miembros armados y aproximadamente el doble de partidarios. Los rebeldes mataron a alrededor de 30 policías en las semanas posteriores a la toma de posesión de Santos, evidentemente para dejar clara su postura. Mientras tanto, han aparecido nuevos grupos armados ilegales dispuestos a hacerse con el mercado del narcotráfico y que han llenado sus filas con antiguos combatientes paramilitares. Estas bandas son responsables, en gran parte, del incremento de la violencia urbana; el índice de homicidios ha aumentado más de un 100% en la segunda ciudad del país, Medellín, el año pasado.

Si no se contiene a estos nuevos grupos armados, Colombia puede retroceder en su larga lucha para acabar con el narcotráfico y la militancia que alimenta. En esa situación, las FARC podrían recuperar el terreno perdido y reanudar su campaña de terror en las principales urbes. Como ha pasado tantas veces en la historia reciente del país, la población civil sería la que más sufriría por esa vuelta al conflicto.