Sin una planificación a largo plazo y un alejamiento radical del sectarismo y el favoritismo, Líbano no sanará.

 El artículo original ha sido publicado en Al Jazeera.
Un graffiti dirigido a los líderes políticos reza en árabe "Nos molestáis" en Beirut (Joseph Eid/AFP/Getty Images)
Un graffiti dirigido a los líderes políticos reza en árabe "Nos molestáis" en Beirut (Joseph Eid/AFP/Getty Images)

Otra vez han estallado manifestaciones políticas en el mundo árabe. En esta ocasión es en Líbano, donde un verano de calles llena de basura ha desencadenado unos disturbios que recuerdan a la Plaza Tahrir de El Cairo. Nadie sabe qué presagia todo esto, algunos esperan y sueñan con un Líbano “entero”, mientras que otros quitan importancia a los sucesos o atisban una conspiración.

Las manifestaciones de Líbano se producen sobre el fondo de un país sin presidente y con un gabinete de transición que a duras penas lo mantiene en pie. Las decisiones de Gobierno no pueden tomarse debido a disputas internas por los procedimientos y las prioridades, incluidos los nombramientos favorables a uno u otro bando. Todo está entrelazado en una red de intereses, y el ansia de poder y la codicia pueden más que la honradez y unas calles limpias. Bienvenidos al futuro.

Antes del problema de las basuras, había (y hay) escasez de electricidad, y en las autopistas se conduce a una velocidad descontrolada, en unos misiles de la muerte disfrazados de coches. La más básica de las funciones del Estado es víctima del favoritismo, el clientelismo o los caprichos de los matones locales.

En Líbano, el Estado no existe apenas; está vaciado de contenido, debilitado por programas limitados, actores no estatales y una propensión de los libaneses a ponerse del lado de cualquier grupo local o regional que favorece sus intereses inmediatos… o les paga.

Verdadero cambio político

La reacción a este desastre han sido las manifestaciones callejeras. ¿Qué otra cosa puede hacer el ciudadano en semejante ciénaga? Muchos de los que las organizan y los que asisten son personas serias y decentes que quieren un verdadero cambio político. Sin embargo, tras cinco años de sucesos de este tipo en el mundo árabe y en otros lugares, existen dudas sobre la eficacia de ”la calle” como método.

En Grecia, las manifestaciones alcanzaron un volumen increíble, hasta que el Ejecutivo se plegó a toda velocidad ante las realidades fiscales y el abismo económico. En Egipto, lograron un cambio de Gobierno y el regreso de los militares, el supremo poder establecido.

En Siria, las manifestaciones pacíficas acabaron aplastadas por el despiadado Bashar al Assad y aprovechadas por los yihadistas. Existe un auténtico peligro de secuestro, de que otros poderes se aprovechen para llenar el vacío temporal de protestas que sacuden el sistema.

Túnez es el único país que ha vivido cierta evolución política y un proceso relativamente coherente. ¿Podrá hacer lo mismo Líbano, tan precario? Quienes organizan hoy las protestas quizá cuenten con los ingredientes necesarios, pero se enfrentan a una élite arraigada y corrupta con muchos partidarios. Estos últimos, son un problema que no se tiene suficientemente en cuenta: son ciudadanos normales y corrientes con unos reflejos que mantienen el statu quo.

En realidad, es posible que las manifestaciones callejeras sean más un reflejo de la enfermedad que de la cura. La gente se harta y dice en voz alta que algo marcha mal. Pero existe una gran diferencia entre la manifestación y la reforma del sistema político. El sistema puede necesitar una sacudida, pero lo importante de verdad es la reforma sostenida y sostenible.

Exigir que los grupos de intereses creen un espacio que es necesario está muy bien, pero votar para que se vayan puede ser más eficaz.

Como dice Maya Baydoun, una periodista libanesa: “El día en que los jóvenes libaneses dejen de adorar a sus dirigentes y sus caudillos, y empiecen a elegir a sus representantes por sus méritos y no por su religión, entonces, y solo entonces, Líbano se convertirá en un país desarrollado. ¡Mientras tanto, lo que está sucediendo son protestas superficiales, desde luego no una revolución!”.

Hábitos políticos

El problema de fondo lo constituyen los hábitos políticos, entre las clases dirigentes y en la base. La cultura se propaga en todos los sentidos, hacia abajo y hacia arriba. Un ciudadano no acostumbrado a tomar decisiones prudentes puede hacer cosas muy raras (por ejemplo, Donald Trump). Ahí está la verdadera batalla para los manifestantes respetables: en el cambio a largo plazo y en cambiar los hábitos que han creado el problema.

En Líbano, el contexto genera desconfianza y una mentalidad corta de miras. Recuerdo a una mujer libanesa que gritaba contra sus líderes corruptos. No había pasado ni un minuto cuando me dijo que estaba dispuesta a aceptar dinero a cambio de votar por x, y o z. “Por qué no aprovechar cuando están”, era su lógica. Su mente tenía dos compartimentos separados: cómo debían comportarse los demás y cómo debía comportarse ella. La corrupción se extiende en todas direcciones, arriba, abajo, adentro, afuera; la mujer no es un caso aislado.

En 2005, el antropólogo Jared Diamond escribió un libro llamado Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen. En él explicaba cómo se hundieron sociedades como los jemeres y los mayas. También contaba cómo Islandia y la isla de Tikopia, en el suroeste del Pacífico, consiguieron superar los obstáculos. En su opinión, unos factores clave para lograrlo eran “la planificación a largo plazo y la voluntad de reconsiderar los valores fundamentales”. Ninguna de las dos cosas está presente en Líbano.

Quizá estamos siendo testigos hoy de la descomposición de los Estados árabes bajo el peso combinado de la economía globalizada, el cambio climático, el agotamiento de los recursos y la corrupción. Existe una enorme discrepancia entre la capacidad del Gobierno y los retos que deben vencer. Los problemas actuales pueden quedar empequeñecidos al lado de lo que se avecina.

Este verano, durante mi estancia en Líbano, un incidente de tráfico derivó en una persecución en coche y un asesinato a la vista de todo el mundo, en el centro de Beirut. En otro caso, un oficial del Ejército murió de un disparo a quemarropa sin ningún motivo más que los egos descontrolados de unos jóvenes. La basura se acumula en las calles mientras los jóvenes más modernos hacen fiestas en las azoteas. Es posible que las escenas de Blade Runner ya no estén tan lejos como parecía.

Hay que acabar con los favoritismos y los privilegios

Puede que Líbano resuelva la crisis de las basuras en un futuro próximo. Tal vez incluso cree un diálogo nacional para mitigar algunos de sus problemas. Pero el deseo de consumir y sobrevivir, de olvidar, parece fuerte, y el impulso de obtener ventajas inmediatas puede enterrar el futuro.

¿Hay alguna salida? La duda es si la gente está dispuesta a pagar el precio que cuesta y renunciar a alguna cosa hoy a cambio de las ganancias futuras. En Grecia, a pesar del ruido callejero, dejar el euro era impensable. Hasta ahora, la gente prefiere pagar el precio de quedarse, con esposas y todo.

En Líbano, el precio consiste en acabar con los favoritismos y los privilegios, dejar atrás el sectarismo y las luchas de poder regional. Es una decisión de respetar la ley, incluso cuando otros no lo hacen. Es difícil, pero es el precio de evitar el colapso, es la “voluntad de reconsiderar los valores fundamentales”.

Tienen la opción de cambiar la cultura política y tratar de implantar un sistema sensato en el que se satisfagan las necesidades materiales y emocionales de la gente. Sin embargo, da la impresión de que los dirigentes no se lo permiten a los libaneses o los libaneses no se lo permiten a sí mismos.

Los viejos hábitos son difíciles de eliminar, pero para recorrer mil kilómetros hay que empezar dando un paso (quizá un paso más que una manifestación callejera). Si Islandia y Tikopia pueden hacerlo, no hay duda de que Líbano también.

 

 

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia