El momento de la multipolaridad ha llegado y no se parece en nada a lo que los estadounidenses habían imaginado.

 

Estados Unidos tiene todavía el Ejército más poderoso del planeta, desde luego, pero su utilidad disminuye a medida que se extiende a los demás países la capacidad para disuadir y resistir. Fijémonos sencillamente en Irak y Afganistán. La potencia militar y la influencia ya no van necesariamente unidas, demasiado de lo primero puede incluso socavar lo segundo. Y lo que resulta incluso más fundamental, el mundo se ha convertido con mucha rapidez en multipolar. La Unión Europea ha pasado a ser un agente económico más decisivo que EE UU, mientras que China asciende rápidamente a través tanto del poder duro como del blando. Obama no podría pronunciar hoy el discurso del Nuevo orden mundial; primero tendría que negociarlo con sus colegas de Bruselas y Pekín. En cuanto a la democracia: presentamos el capitalismo de Estado autoritario, una nueva entrada en nuestro léxico que subraya las opciones no occidentales que todo país puede seguir hoy. Ya nadie habla del Consenso de Washington, en su lugar el Consenso de Pekín, el Consenso de Bombay e incluso algo llamado —en broma, pero sólo a medias— el Consenso canadiense, están compitiendo por los corazones y mentes de las élites globales.

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Más que un mundo de alianzas, es un mundo de alineamientos múltiples. Globalización significa no tener nunca que elegir un bando. Fijémonos en los Estados del Golfo Pérsico. Hacen tratos de armamento de abultadas facturas con Washington, comprando armas para reciclar sus petrodólares y disuadir a Irán; firman colosales acuerdos comerciales con China, a donde fluye cada vez más su crudo; y negocian acuerdos con la UE sobre sus respectivas política de divisas. Si existe alguna duda sobre la ausencia general de previsión que preside hoy las relaciones internacionales, consideremos simplemente cómo Estados Unidos ha detenido cierta producción conjunta de armas con Israel como castigo porque este país haya vendido tecnología sensible a Pekín, que a su vez vende tecnología de misiles a Teherán, cuya cúpula dirigente desea borrar a Israel del mapa. Todo el mundo se aprovecha de todos los demás en lo que parece como una infinita repetición del juego del dilema del prisionero.

George H. Bush tenía buenas razones cuando decidió dar ese discurso ante Naciones Unidas: EE UU era la potencia preeminente, pero él era un multilateralista. Paralizada durante la guerra fría, la ONU tenía ahora una oportunidad para jugar el papel crucial de árbitro de la gobernanza global para el que fue imaginada. Pero más que personificar el multilateralismo en sí, la ONU está demostrando ser, como mucho, sólo una de sus manifestaciones. Las agencias autónomas que funcionan en la práctica, como la Organización Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional —que se ha hecho incluso más importante como consecuencia de la crisis financiera— son nuestros únicos organismos globales efectivos y son de naturaleza exclusivamente económica. No se puede decir que el G-20 haya estado a la altura de su presentación como el nuev comité directivo del mundo. Antes de la más reciente cumbre de Seúl, los líderes mundiales describieron las propuestas estadounidenses para armonizar los superávits y déficits de la balanza por cuenta corriente como “desorientadas”. El Consejo de Seguridad hace mucho que ha dejado de ser legítimo o efectivo y hay pocas perspectivas de reforma a la vista. Como hemos aprendido de una manera tan dolorosa este año, la ONU no pueden forjar un acuerdo global sobre el clima y no logran hacer que el mundo cumpla con los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Para cada tema hay ahora varias agencias especializadas, como el Programa Mundial de Alimentos y la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, que principalmente se aseguran sus propias contribuciones de financiación y están evolucionando a su propio ritmo.

Lo más cercano que tenemos a una gobernanza multilateral se da a escala regional y es mucho más prometedor, ya sea la fuertemente afianzada y supranacional UE, la rejuvenecida Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN) o la incipiente Unión Africana. Cada una está construyendo un orden regional a la medida de las prioridades y el nivel de desarrollo de sus miembros. Respecto a Sudán y Somalia, es Uganda quien lidera el nuevo impulso diplomático y de mantenimiento de la paz. Para Palestina, la Liga Árabe está considerando una fuerza de conservación de la paz. Y en lo que concierne a Irán, el liderazgo lo lleva ahora Turquía.

Del mundo de los 90 se esperaba que siguiera siendo fundamentalmente internacional. Sin embargo, lo que ha cambiado es su propia estructura a medida que la globalización ha dado poder a multitud de actores transnacionales y no estatales, desde corporaciones a ONG o grupos religiosos. Como consecuencia, el mundo de hoy presenta reivindicaciones de autoridad y legitimidad que se solapan y compiten entre ellas. La Fundación Gates entrega más dinero cada año que cualquier país europeo. Los aldeanos de Nigeria esperan que sea la compañía petrolera, Shell,  quien cumpla con sus expectativas, no su Gobierno. Asimismo, Intermon Oxfam modela las prioridades de la agencia británica de desarrollo más que al contrario.

La Unión Europea ha pasado a ser un agente económico más decisivo que EE UU

Ni Estados Unidos ni Naciones Unidas pueden devolver el genio al interior de la botella. Con cada año que pasa, el cierre de acuerdos en Davos y la Clinton Global Initiative se vuelven más importantes que los glaciales acercamientos de declaraciones vacías de las cumbres internacionales. Estos y otros escenarios son los lugares en los que el nuevo nuevo orden mundial está construyéndose. Y ello está sucediendo de abajo hacia arriba, más que de arriba hacia abajo.

¿Busca una señal de cuándo el momento multipolar de repente pareció real? No parece una mala opción marcar al día en que Brasil y Turquía —dos de las potencias emergentes con más ansias internacionalistas— se unieron el pasado mayo para anunciar que habían intervenido para negociar un acuerdo de intercambio de combustible nuclear con Irán que potencialmente —aunque por desgracia no en la realidad—  preparaba el camino hacia una solución pacífica a este punto muerto. Ankara y Brasilia no son superpotencias, ni tampoco son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. Pero de igual modo que el presidente estadounidense, Barack Obama, llego al poder predicando un renovado interés por el multilateralismo, las potencias en ascenso nos están recordando que el respeto por la jerarquía ya no está en la agenda de nadie.

Qué diferencia suponen un par de décadas. Hace poco más de veinte años, el entonces presidente de Estados Unidos H. W. Bush —que acababa de ser testigo de la caída del Muro de Berlín y presenciado la desintegración de la Unión Soviética con sus propios ojos—  se irguió en el podio de granito de la Asamblea General de la ONU y proclamó un nuevo orden mundial, un sistema internacional dominado por EE UU “en el que el imperio de la ley sustituya a la ley de la selva”. Dos décadas después, el nuevo nuevo orden mundial en el que en realidad vivimos no se parece en casi nada a lo que Bush —y la mayoría de los estadounidenses— imaginaban.

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