Durante varias décadas, tanto políticos como politólogos se han aferrado a la idea de que los habitantes de los países libres son felices. Ahora, la ciencia de la felicidad parece echar por tierra esta idea.

 

Viajar a Moldavia es sumergirse en un mar de profunda desesperación. Rostros tristes y demacrados. Todos caminan apáticos, arrastrando los pies como en el baile nacional moldavo. Una nube de abatimiento está en el aire, cada una de sus partículas se asemeja a la niebla tóxica (contaminación atmosférica) de Los Ángeles o al polvo de partículas de dióxido de carbono que flota sobre Linfen (China).

Infelices para siempre: la democracia deja fríos a los moldavos.

Según las estadísticas, Moldavia es uno de los países menos felices del planeta. En una escala de 1 (menos felices) a 10, los moldavos sólo llegan al 4,5. Son menos felices que sus taciturnos vecinos, ucranianos y rumanos, e inexplicablemente también que gran parte del África subsahariana. Pero un hecho que resulta muy misterioso y perturbador para quienes se dedican al nationbuilding (construcción de Estados viables) es que en Moldavia persista la desesperación a pesar de la llegada de la democracia.

En teoría, no debería ocurrir esto. El estado de ánimo de los moldavos –y sin duda de los habitantes de todo el bloque ex soviético– es contrario a una creencia generalmente aceptada en política exterior: las democracias son países felices. En otras palabras, el camino hacia la dicha nacional está pavimentado con democracia. Hasta la fecha, el debate sólo se ha centrado en la mejor forma de transitar por ese camino y a qué coste. “Esta interpretación es tentadora y sugiere que tenemos una solución rápida para la mayoría de los problemas del mundo: adoptar una constitución democrática y vivir felices para siempre”, dice Ronald Inglehart, catedrático de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Michigan (EE UU) y experto en la relación entre democracia y felicidad.

 

LA CIENCIA DE LA SATISFACCIÓN

Sólo hay un problema en este tópico aparentemente convincente y obvio: no es cierto. “Asumir automáticamente que la democracia hace dichosa a la gente es asumir que es el perro el que pasea al amo”,dice Inglehart. En otras palabras, los exportadores de la democracia y aquellos bienintencionados constructores de naciones están atrasados. No es que las democracias traigan la felicidad, sino que las personas felices traen la democracia.

Este sorprendente descubrimiento no es una nueva teoría sacada de la nada, sino que se basa en datos concluyentes que los sociológos más destacados de la emergente ciencia de la felicidad utilizan ahora para medir algunos artefactos culturales como la felicidad o la confianza, al igual que los politólogos han medido los grados de democracia durante décadas comparando indicadores como la libertad de expresión y de prensa y el derecho al voto.

Estos sociólogos utilizan una técnica realmente sencilla: preguntan a la gente “en la actualidad, ¿hasta qué punto eres feliz con tu vida en general?”. Estudios como la exhaustiva Encuesta Mundial de Valores han planteado esta cuestión, con algún que otro matiz, en más de ochenta países, casi un 85% de la población mundial. Así han reunido una gran cantidad de información y, aunque mucha suele ser contradictoria, han encontrado una serie de perfiles claros. Por ejemplo, ahora sabemos que los Estados más satisfechos son aquellos más ricos, con climas templados y democracias estables.

Sin embargo, ¿qué es lo primero?, ¿la felicidad ola democracia? A pesar de lo que se creía en un principio, en la actualidad existen cada vez más pruebas de que una población contenta, una sociedad en la que sus habitantes estén satisfechos con su vida en general, es un requisito esencial para la democracia. En los 80, democracia y felicidad estaban tan relacionadas (una correlación de 0,8) que la teoría de “democracia igual a felicidad” era una idea muy consolidada entre politólogos y políticos. Más tarde, surgió la llamada tercera ola de democratización, una avalancha de democracias jóvenes que surgieron de las cenizas de la Unión Soviética y sus Estados satélite en Europa del Este. Estas naciones no han disfrutado de dividendos de felicidad y, en efecto, como ocurre en Moldavia, muchas lo son menos ahora que en la época soviética. En la actualidad, la correlación entre felicidad y democracia sólo supone un 0,25, menos de un tercio de la de los ochenta. Tras más de doscientos sondeos, la Encuesta Mundial de Valores encontró que 28 de los 30 países menos felices eran Estados ex comunistas. Las otras dos investigaciones se realizaron en Irak. En Rusia, tanto el bienestar subjetivo (felicidad) como la confianza han descendido bruscamente desde que su población consiguió el derecho a voto en unas elecciones relativamente libres. En 1995, la mayoría de los rusos se declaraban insatisfechos e infelices con su vida en términos generales. Lo mismo ocurre en Moldavia y en otras repúblicas ex soviéticas (de todas maneras, la miseria rusa es anterior a la ofensiva contra la libertad de Vladímir Putin).

Comparemos el sentido del humor de los Estados ex comunistas con China. Durante las dos últimas décadas, cuando el boomeconómico del gigante asiático, sus habitantes estaban en consecuencia el doble de satisfechos que los países del bloque soviético. Eso, a pesar de que China sigue siendo un país comunista con sistema de partido único en el que realizar una búsqueda en el indiscreto Google puede acabar con el internauta en la cárcel. Está claro que la democracia sólo es una fuente de felicidad humana, y, en efecto, puede que no sea la más importante. Parece que el crecimiento económico afecta a la felicidad nacional tanto o más que este sistema político. La riqueza fomenta la confianza entre población y Estado, y la confianza es un hecho esencial para la democracia. Éstos son los motivos por los que en algunas naciones como Corea del Sur o Taiwan la aceleración del crecimiento económico ha precedido a las reformas.

Las evidencias sobre la felicidad muestran que las personas dichosas tienden asentirse más satisfechas con el régimen de su país, sin tener en cuenta el tipo de gobierno, que aquellas que no lo son. Lo que no quiere decir que no importe la democracia. Al contrario. En igualdad de circunstancias, ésta es un incentivo para la felicidad, pero no todos los casos son iguales.

Hay cada vez más pruebas de que una población contenta es un requisito esencial para la democracia

Algunos estudios apuntan, por ejemplo, hacia un dividendo de felicidad indudable en las democracias mundiales. En 1999, Bruno Frey y Alois Stutzer, dos economistas suizos, realizaron un famoso estudio sobre los efectos del sistema de democracia directa de su país en los niveles de felicidad. Suiza es un laboratorio perfecto para este tipo de estudio; tiene una cultura común (aunque sus habitantes hablen varios idiomas oficiales) y un desarrollo económico equilibrado. Sin embargo, el grado de democracia varía de un cantóna otro. Frey y Stutzer entrevistaron a casi 6.000 residentes, tanto suizos como extranjeros, y les hicieron la misma pregunta: “Ahora, ¿se siente satisfecho con su vida en términos generales?”,y descubrieron una clara correlación entre la vitalidad de la democracia directa y el bienestar subjetivo ola felicidad de cada cantón. Este ejemplo demuestra que, con un sistema más democrático, un país desarrollado como Suiza es más feliz. Para los suizos, la democracia directa pone la guinda al pastel. Pero para aquellas naciones que no tienen pastel la guinda no sirve de nada.

No es difícil caer en la trampa de creer que la democracia es tan poderosa que aleja cualquier diferencia cultural que se interponga en su camino. Enfrentados con las ventajas obvias del derecho a voto y la autodeterminación, las distintas poblaciones del mundo deberían deshacerse de sus vestigios culturales como mudan de piel las serpientes, ¿o no es así? Es una idea convincente, perfectamente posible, pero equivocada. Inglehart dice que la cultura influye en la democracia más que la democracia en la cultura. Con la primera parte de su frase están de acuerdo los realistas en política exterior, como el ex secretario de Estado de EE UU, Colin Powell.

Todo lo anterior puede resultar un poco deprimente para aquellos que creen que la política exterior debería verse a través del idealismo. Pero, como ha demostrado Irak, el hecho de establecer una constitución no necesariamente transformará a una sociedad desconfiada e infeliz en una confiada y feliz. La ciencia de la felicidad está aún en pañales, y sería una insensatez basar la diplomacia en sus conclusiones provisionales. Puede que los sociólogos sean capaces de medir, con cierta precisión, algunas abstracciones como la felicidad o la confianza, pero no conocen cómo producir este tipo de cualidades en una persona o en una nación. Sin embargo, este estudio nos recuerda que la democracia surge en el momento adecuado, y ni un segundo antes.

 

 

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