AFP/Getty Images
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Grabarse a fuego las seis lecciones que Tokio ha tenido que asimilar desde el estallido de la burbuja inmobiliaria y financiera a principios de los 90. Ésta es la obligación de los políticos y líderes españoles que deseen evitar la maldición japonesa y la condena de aún más generaciones al paro y la precariedad.

Primera lección: señorías, sin consenso no hay prosperidad.

Los japoneses han visto cómo una y otra vez sus dirigentes ponían en marcha medidas completamente contradictorias con el único afán de diferenciarse de sus predecesores e imponer recetas económicas maximalistas al calor de los vaivenes de la opinión pública. Era posible así que desde 1991 hasta 2000 los Gobiernos apostasen primero por radicales planes de estímulo sin reformas, después por grandes reformas sin planes de estímulo y, finalmente, por dejar los cambios estructurales a medias y abandonarse al frenesí de la chequera pública hasta que la deuda del Estado rozó el 100% del PIB. Japón había terminado creyéndose la lectura occidental de que su éxito era producto de un milagro y no la justa consecuencia del esfuerzo y la increíble unidad que habían demostrado su pueblo y sus elites durante la Restauración Meiji (1868–1912) y la reconstrucción del país tras la II Guerra Mundial.

Segunda lección: si no quiere un país zombi, evite que sus bancos lo sean.

La llamada cartera pesada de las entidades financieras niponas, es decir, la combinación entre los créditos incobrables y aquellos en los que sus clientes pagaban tarde y mal, lastraron la economía durante años. El motivo es que las sucursales cerraron sus puertas a miles de empresas y hogares responsables y solventes que aspiraban a pedir un préstamo para seguir creando riqueza. La situación se habría rectificado mucho antes si hubieran contado con un mecanismo para recapitalizar y llevar ordenadamente a la quiebra a los bancos que ya no podían ni conceder una hipoteca. Ese instrumento hubiera necesitado una potencia de fuego suficiente para mitigar un gran colapso y la existencia de una autoridad que actuase con independencia sobre todos los bancos, algo imposible si no se rompe primero la relación entre los reguladores locales y las entidades a las que cortejan. La potencia del mecanismo europeo aprobado no es suficiente (con 55.000 millones de euros sólo hubiera sido capaz de estabilizar a España e Irlanda), mientras que Alemania ha excluido a docenas de bancos regionales en toda Europa de la supervisión directa del BCE para mantener a los suyos en la sombra.

Tercera lección: hay que elegir bien y a tiempo las armas contra la deflación.

La mayoría de los economistas consideran que el banco central de Japón (BoJ por sus siglas en inglés) rebajó con demasiada parsimonia los tipos de interés frente a una crisis tan apocalíptica. El hundimiento, rapidísimo y demoledor, del ladrillo y la Bolsa, se llevó por delante una enorme proporción de la riqueza de hogares y empresas que, lógicamente, reaccionaron recortando el consumo y ahorrando a marchas forzadas. Los recursos se volatilizaban ante sus ojos y las deudas aumentaban, mientras el BoJ, de un modo no tan distinto al del BCE hasta hace dos años, se tomaba su tiempo a la hora de abaratar el crédito. La pesadilla de la deflación no sólo se hizo realidad en Japón, sino que llegó un momento en el que el banco central apenas podía hacer nada: los ciudadanos y los negocios, como muchos españoles ahora mismo, aplazaban sistemáticamente sus decisiones de compra e inversión, porque creían que la situación no mejoraría y que los precios seguirían bajando. Sólo quedaba una bala y era ilusionar a la población con un programa revolucionario que cambiase radicalmente su pesimismo deflacionista. Ésa es la guerra que libró Junichiro Koizumi en 2001; la misma que empezó a librar Shinzo Abe en 2012.

Cuarta lección: las enfermedades graves requieren tratamientos dolorosos.

Japón, orgulloso de su cultura y de su fulgurante ascenso como potencia mundial, ni fue ni ha sido capaz hasta ahora de acometer las profundas reformas que su economía necesita. Los principales motivos no son ni la simple testarudez ni las ramificaciones de los intereses de los conglomerados empresariales. Los nipones, por ejemplo, se negaron a renunciar a su visión del trabajo, porque el empleo para toda la vida, el rol de la mujer como educadora y madre y no como profesional remunerada (sólo el 63% trabaja y el 70% deja de hacerlo durante al menos diez años cuando tiene su primer hijo), la firme y protectora relación jerárquica con sus jefes y la lealtad recíproca y prácticamente familiar entre la empresa y la plantilla eran la expresión de profundos valores arraigados en una cultura milenaria. Desgraciadamente para ellos, la salida de la crisis les exige abaratar el despido, acabar con los empleos para siempre, incorporar masivamente a la mujer a fábricas y oficinas apoyándolas con profundas medidas de conciliación y, finalmente, diluir la protección y disciplina a la que muchos profesionales japoneses aspiran en sus empresas. La insuficiente reforma de viejas regulaciones laborales ha provocado, al igual que en España, que una enorme proporción de la población activa, sobre todo jóvenes y mujeres, se vean condenados a contratos temporales, precarios y con ínfimos seguros sociales.

Quinta lección: estimular no es lo mismo que tirar el dinero.

Japón ha lanzado numerosos planes de estímulo y prueba de ello es una deuda pública que ya supera el 200% del PIB y alcanza la mareante suma de 7,6 billones de euros. Todo ese esfuerzo sólo ha conseguido que su economía crezca más de un 2,5% en tres de los últimos 22 años. Hasta los economistas que defienden los estímulos masivos cuestionan su eficacia cuando no se dirigen a mejorar la competitividad y la productividad a largo plazo. Las autoridades de Tokio tomaron un rumbo diferente para evitar enfrentarse con los intereses creados de millones de compatriotas y empresas y, por eso, dirigieron los recursos sobre todo a mantener la estabilidad y los empleos de los sectores tocados (manufacturas) o directamente hundidos (construcción) y no tanto a diseñar grandes incentivos fiscales a la investigación y desarrollo, a las nuevas inversiones productivas y a facilitar la creación de nuevos negocios. España ha seguido, en parte, este camino de la mano de José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy.

Sexta lección: ayudar a las empresas para ayudar a la mayoría.

En Japón, los estímulos no sólo no mejoraron la productividad y competitividad, sino que el estancamiento de éstas junto con la rigidez del mercado laboral provocó que los salarios no se ajustasen lo suficiente y que las pymes, al no aumentar sus márgenes, apenas creasen empleos. Millones de nipones creían de buena fe, al igual que millones de españoles hoy, que la mejor manera de proteger a los trabajadores era frenar los ajustes salariales, impedir en lo posible los despidos y subir antes los impuestos directos y a las empresas que los indirectos y a los consumidores. La experiencia japonesa muestra, sin embargo, que la recuperación de una crisis gravísima exige todos esos sacrificios salariales y laborales para que los negocios dejen de despedir, amplíen sus plantillas y mejoren las condiciones de sus empleados. Se necesita, además, incentivar la inversión de hogares y empresas antes que el consumo de la mayoría, aunque los más vulnerables deban seguir beneficiándose de toda la asistencia pública que, sin duda, merecen.