Un hombre sirio camina alrededor de los restos de una campo de refugiados incendiado durante los enfrentamientos entre yihadistas y el Ejército libanés en la ciudad de Arsal, al este de Líbano, agosto 2014. AFP/Getty Images
Un hombre sirio camina alrededor de los restos de una campo de refugiados incendiado durante los enfrentamientos entre yihadistas y el Ejército libanés en la ciudad de Arsal, al este de Líbano, agosto 2014. AFP/Getty Images

¿Son los refugiados sirios en Líbano responsables de exportar el conflicto?

“La guerra en Líbano va a empezar cuando acabe en Siria”. El pronóstico que Hussein Ghalli, clérigo afiliado a la rama libanesa de los Hermanos Musulmanes, lanzaba en noviembre de 2012 tenía entonces tanto de desolador como de preclaro. Menos de dos años después, Líbano se ha convertido este verano en escenario propio del conflicto tras vivir el peor episodio de violencia en los más de tres años de guerra vecina, después de que milicianos del Frente Al Nusra y el autoproclamado Estado Islámico (EI, antes conocido como ISIS, Estado Islámico de Irak y el Levante, en inglés) entrasen en Arsal para enfrentarse al Ejército libanés. Los cuatro días de combates se han saldado con una veintena de soldados muertos, decenas de civiles abatidos, un número indeterminado de refugiados sirios abrasados en media docena de incendios provocados en los campamentos, así como el secuestro de 29 policías y soldados libaneses, de los cuales dos han sido decapitados.

En un país traumatizado, donde el miedo es un seguro de vida, la maquinaria de la memoria colectiva se ha puesto en marcha para señalar como cabeza de turco al elemento externo. Tras los sucesos de Arsal, el Gobierno libanés ha señalado a los refugiados como culpables y ha emprendido la devolución a una Siria aún en guerra de unas 2.000 personas, la mayoría indocumentadas. La repatriación ha ido acompañada de redadas en asentamientos informales y la detención de varios acusados de tener “vínculos con los extremistas”.

¿Cómo se ha llegado a este punto? Que la afluencia de refugiados sirios constituye un elemento desestabilizador del precario equilibrio sectario libanés no es nuevo. Desde el boom de entrada en 2012 a cuenta de la toma rebelde de Alepo y el endurecimiento del cerco sobre Homs (el número de refugiados se multiplicó por seis en los últimos siete meses, de los 17.267 registrados por ACNUR el 1 de junio de 2012, a los 129.106 el 31 de diciembre), políticos y agentes humanitarios han advertido de los riesgos del laissez-faire en la gestión de la crisis de un Ejecutivo enrocado en sus propios tejemanejes.

Mientras el Gobierno se negaba al establecimiento de campos que permitiesen una coordinación eficaz como en Turquía o Jordania, ha sido evidente la dificultad de desvincular a los exiliados con el conflicto. Siria ha exportado a Líbano el solapamiento entre población civil y rebeldes armados, adscritos primero al secular Ejército Libre Sirio (ELS) y, posteriormente, a nuevas brigadas más o menos islamistas. Esa militarización de la población civil alzada en armas contra el régimen fue la respuesta a la brutal represión de las protestas pacíficas iniciadas en 2011 y convertidas en un derramamiento de sangre con más de 190.000 muertos.

Ni los criterios de registro de las agencias de Naciones Unidas han frenado la entrada de milicianos como refugiados. Las mismas familias cuyos hombres luchaban en Siria, con sus hogares reducidos a escombros, pedían asilo para esquivar la amenaza de represalias políticas por parte del régimen alauí.

A estas alturas, la situación es especialmente sensible en zonas de mayoría suní, donde por afinidad sectaria se ha alojado el grueso de los refugiados, acogidos en edificios en construcción, sin luz ni agua, o instalaciones improvisadas en mezquitas y escuelas que han dado paso a extensiones informales de tiendas de campaña. Entre estas zonas se cuentan algunas de las más depauperadas, como Trípoli, con un conflicto propio radicado en décadas de enfrentamientos entre suníes y alauíes; Wadi Khaled, una península fronteriza, aislada del resto del país y cercada por un perímetro minado; y Arsal, único reducto suní en la Bekaa norte contralada por Hezbolá, que también combate en Siria.

Las tres localidades suman más de 125.000 refugiados registrados, un 11% de los más de 1,1 millones de personas contabilizadas por ACNUR que equivalen al 26% de una población nacional de 4,2 millones (el peso demográfico de los palestinos era, en 1975, de un 12%; Líbano acoge casi un 40% de los tres millones de desplazados en la región). La cifra es, además, una entelequia que evidencia el espejismo ante el que se ha rendido el dispositivo oficial de ayuda humanitaria. Solo en Arsal, hogar de hasta 40.000 libaneses, el Ayuntamiento contabiliza más de 100.000 sirios. El desajuste se amplía a todo el cuadro, con el Gobierno libanés y las ONG sobre el terreno elevando el número de acogidos hasta los dos millones de personas.

Simpatía hacia los ‘yihadistas’

Sin dinero (ACNUR solo ha recibido el 30% de los fondos necesarios) y mal coordinada, el colapso de la asistencia humanitaria ha acompañado un proceso de radicalización similar a lo ocurrido en la propia Siria. El apoyo a los grupos seculares de la revolución se ha ido desplazando hacia las milicias islamistas y de forma notable hacia Jabhat al Nusra, brazo de Al Qaeda en Siria, que goza de gran aceptación. En solo unos meses, refugiados/activistas como Abusaker, en Trípoli, donde participaba en el Comité Sirio de Ayuda a los Refugiados, amalgama de organizaciones y donantes sirios en el exilio, pasaron de apoyar al ELS a proclamar su afinidad por los yihadistas, vistos desde una óptica totalmente distinta a la empleada en los listados de grupos terroristas en Occidente.

“Me gustan”, reconocía Abusaker a principios de 2013, poco después de conocerse el juramento de lealtad a Al Zawahiri, “están luchando por su tierra y por su religión; soy musulmán, estoy con ellos”. Igual que en Siria, el sentimiento de abandono por parte de la comunidad internacional hizo el resto: “No necesitan nada de América ni de nadie, les da igual si les dan armas o no, luchan para ellos mismos, por su gente y por su tierra”.

El apoyo ganado gracias a la potencia militar ha ido acompañado de la reivindicación del hecho religioso como diferenciador. “El endurecimiento político y la polarización sectaria crea nuevas oportunidades para los yihadistas”, explica Aron Lund, experto en grupos radicales y editor de Syria in Crisis, “su retórica parece menos extrema y desconectada de la realidad cuanta más gente empieza a ver la situación actual en términos de lucha existencial religiosa-sectaria; cuanto más caótico, polarizado y difícil se vuelve el clima libanés, mejor para estos grupos”.

A este proceso han contribuido también las organizaciones caritativas islámicas. En mitad del caos humanitario amparado en los vínculos estrechos entre Líbano y Siria (cruce de fronteras, familias mixtas, etcétera), estas asociaciones religiosas han provisto no solo la cobertura de las necesidades básicas, también han levantado hospitales y escuelas, al tiempo que se tejía una red que conectaba ambos países con caminos que servían tanto para evacuar civiles heridos como para introducir armas y otros víveres a los rebeldes.

A la zaga le han ido los partidos políticos, en cuyas sedes han ocurrido entregas de efectivo a rebeldes en suelo libanés para comprar armas. En otros casos, como han reconocido varios activistas sirios refugiados, la ayuda era más inmaterial, como la contribución del Movimiento del Futuro del ex presidente Saad Hariri “a la seguridad” y la “defensa legal” de combatientes arrestados en Líbano “para soltarlos”.

Mención aparte merece la participación de Hezbolá de forma abierta en la guerra a partir de abril de 2013. La declaración del líder Hasan Nasralá en la que reconocía la presencia de sus milicianos a favor de Bachar al Asad fue como lanzar una cerilla a una ristra de pólvora. “Si Hezbolá se lleva a sus combatientes (de Siria), quizá no vendríamos”, comenta en un café de Arsal un miliciano del ELS con base en el macizo fronterizo de Qalamún. Según el combatiente, los grupos luchan codo con codo, hasta el punto de disolverse las diferencias entre Nusra, nutrido de sirios, a diferencia del EI, y el ELS.

En esa coyuntura, el victimismo y el aislamiento de los refugiados hacen el resto provocando que civiles se planteen, ya en suelo libanés, tomar las armas. “Aquí no tienes nada, no eres nada, ni siquiera puedo ir a clase”, reconoce un activista refugiado, “yo le digo a mis amigos: ‘¿Qué hacéis ahí sentados? Ve a luchar”.