La construcción de un Estado funcional en Libia parece haberse detenido dos años después de la caída de Gadafi. El país africano afronta una fase decisiva sumido en el desgobierno y el hastío de su población.

Defensores y miembros del grupo islamista radical Ansar al Sharia manifestándose en Bengasi. AFP/Getty Images

El espejismo libio se ha desvanecido poco más dos años después de la caída del caudillo Muammar Gadafi. Tras un año turbulento marcado por el estancamiento de su reconstrucción democrática, el país se ha descubierto incapaz de hacer frente a una creciente inestabilidad promovida por la persistencia de milicias herederas de la revolución que puso fin a 42 años de dictadura. La transición ha encallado y la enésima muestra de la deriva han sido las idas y venidas sobre una posible moción de censura contra el primer ministro, Alí Zeidan, con que se ha estrenado un 2014 preñado de cambios decisivos.

La cancelación de la votación contra el Primer Ministro, prevista para la primera semana del año, ha generado protestas. Varios manifestantes llegaron a bloquear el acceso al Parlamento para obligar a los diputados a votar, lo que pone en evidencia la pérdida de confianza del actual Gobierno moderado y proocidental de Zeidan. No es ninguna sorpresa. Azuzado por una crisis de seguridad (reflejada tanto en los graves enfrentamientos entre civiles y milicianos en las ciudades de Trípoli y Bengasi como en el secuestro surrealista del propio Primer Ministro en octubre), el Ejecutivo ha intentado hacer frente a un panorama tan anárquico como el país mismo, donde las milicias locales imponen su ley en ciudades que rodean la capital como Misrata, Zintán o Zawiya.

La unidad de la Libia gadafista resultaba poco más que una ensoñación sustentada en un férreo centralismo que desvela ahora sus consecuencias. El levantamiento contra el dictador proporcionó una causa común, como reconocen desde parlamentarios hasta milicianos. Tras la victoria, el reparto de poder se ha convertido en un caramelo lo suficientemente jugoso como para boicotear un consenso que hace aguas y que ha encontrado en las milicias armadas un peligroso elemento desestabilizador.

El mismo Mahmoud Yibril, líder de la Alianza de Fuerzas Nacionales (ANF, la formación política proocidental que se hizo con la victoria electoral en julio de 2012) y personalidad destacada durante el período transicional, desistió este mismo verano. El resultado fue la paralización de la actividad institucional del partido y su desaparición teórica como fuerza política dentro del Congreso General de la Nación (CGN) como forma de protesta contra la actitud del Parlamento y la demora en votaciones clave como la aprobación del presupuesto o la convocatoria de elecciones para la comisión constitucional, según sus propios portavoces. Los 39 diputados que habían ganado su escaño bajo esas siglas han pasado a engrosar la lista de independientes, que ya suponían 120 de los 200 asientos del CGN. El movimiento ha beneficiado a los Hermanos Musulmanes y su marca libia, el partido Justicia y Desarrollo, que pese a mantener solo 17 escaños, está más cerca que los liberales de otras fuerzas islamistas y se ha granjeado además el apoyo de buena parte de los independientes.

Mientras el personalismo político gana terreno, los intereses particulares han salido a flote, convirtiendo cualquier decisión institucional en un imposible. Nadie obedece al Estado, en parte, porque carece de mecanismos para imponerse, tanto económicos como coercitivos. Sin Ejército ni Policía eficientes, el control real del Gobierno apenas se limita a Trípoli. Ciudades occidentales como Misrata, Zintán o Sueida, son auténticas repúblicas independientes gobernadas por sus milicias; la región desértica del Fezzan, al sur, permanece históricamente en manos de sus propias tribus, y en la Cirenaica, al este, se han impuesto milicianos federalistas e islamistas radicales.

La última declaración conjunta del CGN que consagraba la sharia como base legal da buena cuenta del secuestro institucional. El pasado diciembre, el Parlamento aprobó un comunicado en el que se explicitaba que “la ley islámica es la fuente de la legislación en Libia”. Con la redacción de la Constitución a las puertas, la declaración era un guiño a los islamistas destinado a aplacar los ánimos de los radicales que han acorralado a las fuerzas de seguridad en la región oriental, como reconoció el propio Alí Zeidan en una entrevista reciente. “Solo fue un momento, para calmar la tensión”, confirmaba. El propósito de la declaración resulta inquietante desde la perspectiva de hacer concesiones ante un grupo islamista radical, Ansar as Sharia, formado por milicianos integrantes de antiguas brigadas revolucionarias y que no reconoce las instituciones democráticas.

Casi un centenar de oficiales militares y de Inteligencia han muerto en los últimos meses solo en Bengasi (la capital de Cirenaica, Barqa en árabe), en atentados con coche bomba o ejecutados por pistoleros. La ineficiencia del Gobierno para señalar a los culpables hace mella en la población, que acusa sin ambages a los islamistas Ansar al Sharia. Según un ex portavoz de la secular ANF, que aún ocupa su sitio en el CGN, la situación ha llegado a un límite “preocupante”. Taufic al Shahibi reconoce que para resolver el descontrol de los radicales islamistas solo contemplan una salida: negociar, bien a través del gran muftí Sadiq al Gueryani, máxima autoridad religiosa, bien a través de los líderes tribales en el este. Ambos contactos están estancados en una muestra de que la violencia puede usarse como baza política.

El bloqueo impuesto en el este del país sobre la producción y distribución de hidrocarburos, cuyos beneficios suponen el 90% de los ingresos del Estado, es la quintaesencia de ese fracaso institucional. Los responsables son los miembros del autodenominado Ejército de Barqa, una fuerza paralela de unos 16.000 hombres comandados por el líder guerrillero Ibrahim Yadran, que saltó a la fama por su papel en la defensa de Bengasi durante la revolución y que se ha convertido ahora en el abanderado del movimiento federalista. Sin necesidad de ningún ataque armado, los hombres de Yadran han tomado las instalaciones petrolíferas, los pozos y los puertos desde donde se exporta el crudo en la Cirenaica (de donde procede el 65% de la producción). En poco más de cinco meses, Libia ha perdido más de 10.000 millones de dólares (más de 7.300 millones de euros), según el Ministerio del Economía, y se ha visto obligada a tirar de reservas para hacer frente al desabastecimiento de combustible en buena parte de la región nororiental de Tripolitania.

Esta misma milicia, que supera a las fuerzas nacionales, podría enfrentarse en el este del país a los radicales de Ansar al Sharia, según reconocen sus propios oficiales. El apoyo al Gobierno para poner fin a la violencia y al bloqueo está sujeto, sin embargo, al cumplimiento de sus propias reivindicaciones políticas, que van desde la implantación de un sistema federal que recupere los tres estados históricos de Libia (Tripolitania, en el noroeste, Cirenaica, al este, y Fezzan, al sur) y fije un reparto de los beneficios derivados del crudo de acuerdo a la Constitución de 1951 (15% a la región, 15% a la administración federal y 70% al presupuesto nacional) hasta el establecimiento de una comisión de investigación encargada de rastrear la corrupción en un país que ocupa el puesto 172 de los 177 indexados por Transparencia Internacional.

En esta tesitura encara Libia los retos para el nuevo año. No son ni pocos ni sencillos. La crisis de Gobierno precede a la votación, fijada para febrero, de un Comité Constitucional para la que el censo electoral ya se ha recortado un 35% frente a los comicios de 2012. La comisión resultante tiene por delante redactar un borrador sujeto al cumplimiento del código islámico bajo la atenta mirada de los islamistas moderados y la espada de los radicales. Entre medias, el Ejecutivo debe dar fe del cumplimiento de un decreto aprobado este verano que obliga a los guerrilleros a sumarse a las fuerzas de seguridad nacionales de forma individual a partir del 1 de enero. También debe desbloquear el suministro de crudo para restablecer las exportaciones y licencias de explotación con las potencias extranjeras, de las que aún depende en buena parte la futura estabilidad libia (la OTAN forma a un Ejército libio aún insignificante, así como la UE monitoriza y entrena guardias en unas fronteras inmensas y descontroladas) y a las que se les acaba la paciencia para retomar los contratos con el país que guarda las mayores reservas de crudo de África.

 

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