Los grupos extremistas y el futuro del país norteafricano.

 

AFP/Getty Images

 

En la casa de su tercera mujer, en la que “por ahora” reside a la espera de contraer matrimonio con una cuarta que ya ha elegido, Abdelhakim Al Hasadi sirve té y café a los que le visitan. Este ex yihadista que combatió en Afganistán tomó las armas para liderar la milicia de los Mártires de Abu Selim, en Derna, al este de Libia, nada más iniciarse el conflicto. Fue entonces cuando Gadafi le puso bajo los focos al acusarle de pertenecer a Al Qaeda. Una acusación que ya entonces desmintió. Tras el conflicto, decidió dejar la lucha y participar en el proceso político presentándose a las elecciones. “No es el momento de las armas”, apunta dando un sorbo a su taza de café. “Es el momento de construir y no de luchar”.  Sin embargo, hasta su puerta siguen llegando periodistas que le preguntan sobre Al Qaeda, sobre la relación de las milicias que controlan el país con grupos terroristas y sobre las opciones que tienen los jóvenes de no caer en las redes de estas organizaciones.

El 20 de octubre se cumplirá un año de la muerte de Muamar Gadafi. El dominio de las milicias formadas durante el conflicto en lo que a control policial, detenciones, encarcelamiento e incluso protección de instituciones públicas se refiere, es absoluto. Gadafi se encargó de mantener un Ejército débil y un cuerpo policial represor que ha quedado estigmatizado por más de cuarenta años de abusos. Su ausencia en las calles ha generado la aparición de dos cuerpos de seguridad que el Gobierno interino ha tolerado y de los que ha hecho uso hasta el momento: Los Comités Supremos de Seguridad (SSC, en sus siglas en inglés), dependientes del Ministerio del Interior, que cuentan en todo el país con unos 100.000 combatientes; y las Fuerzas “Escudo  Libio”, que reportan al de Defensa. En un año lo que fueron milicias de civiles enfrentados en una guerra civil han devenido en el único cuerpo de seguridad de un país sin Estado. Pero fuera de esos grupos, milicias de corte radical permanecen activas y fuera del control gubernamental. Los que tienen las armas se niegan a entregarlas y el temor de que grupos yihadistas y vinculados a Al Qaeda puedan aprovechar esa ausencia de seguridad para echar raíces va calando.

La muerte del embajador y otros tres diplomáticos estadounidenses en Bengasi, la capital de Cirenaica, durante una protesta por un vídeo que ridiculizaba al profeta Mahoma y el hecho de que este ataque, llevado a cabo el 11 de septiembre (aniversario del mayor ataque terrorista contra EE UU), no fuera espontáneo sino planeado, según han concluido las autoridades del país, ha puesto el foco una vez más sobre una posible proliferación de yihadistas en Libia, y especialmente en esta región oriental. El secretario de Defensa estadounidense, Leon Panetta, confirmaba recientemente, que sus investigaciones dejaban “claro que fueron terroristas los que planearon el ataque”, aunque señaló, que “aún está por determinar qué terroristas estuvieron involucrados”. Un oficial del Ejército estadounidense, sin embargo, declaró a la cadena CNN que apenas 24 horas después del ataque había evidencias que sugerían que se trataba de extremistas que formaban parte de Al Qaeda o inspirados por ellos. Medios como Fox News iban más lejos y señalaban a Sufian Ben Qumu, un antiguo huésped de  Guantánamo Bay ahora residente en Derna, relacionado con la organización terrorista y líder de la milicia Ansar Al Sharia (Defensores de la Ley Islámica), como el responsable.

Esta brigada, con presencia en la Península Arábiga y el Norte de África, y que se cree que está o ha estado vinculada a Al Qaeda, es el centro de todas las miradas en el país norteafricano, y ha sido acusada por las autoridades libias de perpetrar el ataque. La milicia había reconocido su participación en la protesta, pero ha negado su responsabilidad por las muertes. Los ciudadanos libios, sin embargo, no parecen dispuestos a aceptar chantajes extremistas. Por eso, se han echado a la calle para mostrar su rechazo al ataque contra EE UU y exigir el fin de las milicias, obligando al Gobierno a ejercer el poder que el ministerio de Defensa tiene sobre algunas de esas katibas que hasta ahora campaban a sus anchas. Entre los grupos armados obligados a retirarse está Ansar al Sharia. Demasiado tarde para aplacar el miedo a que prolifere el virus yihadista. Y cuando se habla de yihadismo en Libia, se habla de Derna.

 

El refugio de los extremistas

A la entrada de Derna, en un antiguo campamento militar, un hombre con un AK-47 al hombro disuade a los visitantes de acercarse. El acceso está prohibido; tomar imágenes desde el exterior está prohibido. Un par de niños de 16 años llegan como refuerzo. Ambos visten galabía y pantalón cortos (vestimenta tradicional rigorista islámica). Ambos llevan armas al hombro. No les gustan los husmeadores, ni las mujeres. No se dirigen a ellas. No las miran, ni responden a sus preguntas. Es la base de la brigada de los Mártires de Abu Selim y coronando el edificio principal se ve la bandera negra yihadista.

Esta brigada es conocida por sus venganzas contra oficiales gadafistas y su relación con Ansar al Sharia. Hasta 150 de sus miembros, según fuentes de  la milicia han ido a Siria a combatir contra Al Assad y ese éxodo de yihadistas recuerda al que ya vivió Derna hace dos décadas. De aquí partieron el mayor número de muyahidines que lucharon en Afganistán, Bosnia, Chechenia e Irak. Varios cables filtrados por Wikileaks apuntaban a Derna como caldo de cultivo ideal para ideas extremistas por su alto nivel de desempleo y por ser el destino de aquellos yihadistas que, como Abdelhakim al Hasadi y Sufian Ben Qumu, regresaban a Libia.

Qumu, de 53 años, fue detenido en Pakistán después de haber huido de las cárceles de Gadafi, trabajado en Sudán como conductor para una empresa de Bin Laden y haber luchado junto a los talibanes en Afganistán, según detalla su ficha del ministerio de Defensa estadounidense. Tras su regreso a Derna, Qumu lideró una de las milicias más activas, igual que Al Hasadi, pero al terminar la contienda cada uno ha seguido rumbos distintos a la hora de enfrentarse al proceso de cambio. Al Hasadi ha sido candidato electoral, mientras Qumu ha manifestado su intención de no abandonar las armas hasta ver un Estado islámico al estilo talibán instalado en Libia.

Al Hasadi explica que sigue llevándose bien con Qumu a pesar de sus discrepancias. “Somos un Estado islámico y queremos un Gobierno islamista, pero también queremos tener buenas relaciones con Estados Unidos y con España”, argumenta. “Deseamos que los extranjeros puedan venir y hacer negocios, respetando lo que somos”, añade. “No hay miembros de Al Qaeda en la brigada de los Mártires de Abu Selim, sólo jóvenes que han luchado aquí y ahora van a luchar a Siria por la libertad de sus hermanos y hermanas”.

“Es mi obligación ayudar a mis hermanos en Siria. Es la Yihad. No pararemos hasta que el último de los infieles haya caído”. Mahmud  (nombre supuesto), aún no ha cumplido los 20. En su móvil una fotografía del fallecido líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, centellea cuando recibe una llamada, mientras suena el canto de una sura del Corán. No tiene trabajo, como el 60 o 70% de los jóvenes que viven en Derna. Desde que acabó el conflicto, Mahmud conduce el coche de un amigo llevando y trayendo viajeros para conseguir los mil dinares que cuesta ir a Turquía. Desde allí, piensa unirse a la lucha que sus “hermanos” sirios libran contra el régimen de Bachar al Assad. “Hasta el último aliento”, afirma.

Mahmud muestra una foto en su móvil en la que un encapuchado sujeta por el pelo la cabeza cortada de un hombre, que saca de una bolsa amarilla. Sonríe y explica que se trataba de un “gadafista”. Se interesa por lo que piensan los extranjeros sobre Libia y, mientras, sigue buscando en su teléfono hasta encontrar un mensaje de vídeo, que atribuye a rebeldes sirios, en el que leen una carta agradeciendo a los “hermanos libios de Derna” que luchen junto a ellos. “Todo el mundo va a ver a Al Hasadi, pero el hombre fuerte en Derna es Qumu, ¿por qué a él no le entrevistas? Yo podría arreglarlo”, presume, pero Sufian Ben Qumu rechaza sistemáticamente hablar con periodistas. Y esta vez tampoco hay excepción.

No todos piensan como Mahmud. Yehia, un ingeniero de 25 años que fue padre durante la revolución y ahora ve cómo su sueldo y sus expectativas laborales mejoran, se muestra preocupado por este avance del islamismo. Mientras sorbe un té en la plaza de la ciudad antigua se lamenta de que haya quien apoye esas ideas radicales y alaba “la faceta política de hombres respetados como Al Hasadi”.

Saliendo del mercado de la ciudad vieja cerca de la costa, los muros aparecen cubiertos en distintos puntos de grafitis que se hicieron durante la revuelta: “We are freedom fighters, not terrorists”, “Oui pour la Constitution”, “Yes to pluralism”, “No to Qaeda”, dicen en varios idiomas, en un claro mensaje a la comunidad internacional que les miraba con recelo. Hoy en alguno de ellos alguien ha tachado el “NO”, que acompaña el nombre del grupo terrorista. Sin embargo, en otros, como el que se encuentra en la pared de la radio local, se han encargado de repasar con espray cada una de las tres palabras “NO TO QAEDA”. Quizá para que nadie olvide, como dice Al Hasadi, “que estamos ante una nueva Libia”.

 

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