Por qué 2011 está siendo un año muy malo para los dictadores.

 

 

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Las cosas empezaron a desmoronarse para los autócratas, parecía, con la caída de la Unión Soviética. La democracia se convirtió en la única forma respetable de gobierno. Era el fin de la historia. Durante la década siguiente, las perspectivas fueron empeorando, a medida que se implantaron nuevas democracias en Asia, Europa del este y Latinoamérica. Sin embargo, poco a poco, la autocracia se recuperó. Los dictadores y hombres fuertes aprendieron a celebrar elecciones de pura fórmula sin perder el poder.

Las técnicas no eran muy complicadas una vez que uno las aprendía. Si tenía suficiente dinero, podría sobornar al número necesario de votantes indecisos: por ejemplo, en las elecciones de 2007 en Nigeria. A falta de eso, el ejército podía intimidar a los partidarios del rival par que se quedaran en casa (Zimbabue, 2008). Y, en cualquier caso, uno siempre podía contar mal los votos, como en Kenia en 2007.

Aunque estas técnicas bastaban para impedir el “fin de la historia”, no lo refutaban desde el punto de vista intelectual. Eso lo hizo el ascenso de China: daba la impresión de que la autocracia obtenía mejores resultados que la democracia en materia de desarrollo económico y paz social. Algunos Estados fallidos como Ruanda lograron resultados espectaculares al imitar el modelo chino: un gran crecimiento dirigido por el Estado, pero muy poca libertad. Ciudades-estado autoritarias como Singapur y Dubai adquirieron importancia mundial. En África, los autócratas vieron que no sólo podían recurrir a tejemanejes para ganar las elecciones; podían mantener la cabeza alta mientras lo hacían.

Al llegar a 2010, el despotismo parecía tan recuperado que Laurent Gbagbo, el dictador de Costa de Marfil, se atrevió a dar el paso definitivo en la degradación de la democracia.  Gbagbo sucumbió al talón de Aquiles de los autócratas: la adulación. Cualquier observador informado habría podido decirle que no tenía ninguna posibilidad de vencer en unas elecciones limpias. Pero su entorno no osó decirle las verdades. Se dejó engañar de tal modo por sus acólitos que incluso invitó a Naciones Unidas a observar los comicios y pronunciarse sobre el resultado. La ONU anunció que Gbagbo había perdido. Lo que siguió fue la culminación lógica de una década en la que la democracia se había debilitado por los trucos sucios de quienes se presentaban a reelecciones y el gran crecimiento de China. Gbagbo hizo algo que podría haber supuesto el tiro de gracia para la democracia en África: se declaró vencedor a pesar de los votos.

Y entonces llegó el desastre de 2011, que, en sus primeros meses, ya ha sido un año negro en los anales de la autocracia. De pronto, esas dos fuerzas tan útiles que eran las trampas y China se encontraron con dos fuerzas nuevas y totalmente distintas: una que llegó desde arriba y otra desde abajo.

La fuerza que llegó desde arriba fue la comunidad internacional. Y eso fue una sorpresa. Aunque, tras el genocidio en Ruanda, Naciones Unidas había tenido que aprobar, por vergüenza, la doctrina de la “responsabilidad de proteger” -la idea de que los países pierden su soberanía cuando matan a su propio pueblo-, nunca la había llevado a la práctica. En parte como reacción a la guerra de Irak, casi todos los gobiernos se han vuelto hiperalérgicos a la intervención internacional en las salvajadas internas de otros países. Los dictadores se confiaron y empezaron a pensar que la comunidad internacional era de gelatina. Pero llega un momento en el que hasta la gelatina se solidifica.

El asombroso crecimiento de China seguramente puede sostener su autocracia, pero incluso eso tiene riesgos

En 2011, la comunidad internacional ha tenido que acabar afrontando unas acciones que consideraba intolerables. En Costa de Marfil, sus intervenciones, sin ser ni mucho menos heroicas, fueron suficientemente decididas como para debilitar a Gbagbo y permitir que la modesta fuerza militar a disposición del candidato vencedor, Alassane Ouattara, bastase para asignarle la victoria. Podrían ponerse objeciones al ritmo de intervención, pero lo asombroso es que se tomaron medidas suficientes para desencadenar la caída del régimen. El mundo ha trazado un límite nuevo. Y justo a tiempo: en los próximos meses, van a celebrarse 19 elecciones en África. Los gobernantes actuales se cuidarán más de ignorar los resultados arrojados por las urnas.

Y ése no es el único cambio: la fuerza procedente de abajo de la tecnología de la información, que ha alterado el equilibrio de poder entre los gobiernos y los ciudadanos, está haciendo que a los gobernantes les sea mucho más difícil guardar secretos y está rebajando de forma increíble el coste de la coordinación ciudadana. Ésa es la extraordinaria conclusión de las revoluciones en el norte de África: los jóvenes pueden reunir grandes masas a través de cauces que el Estado es incapaz de controlar. Los autócratas temen hoy a la calle tanto como antes temían al FMI. La organización de los movimientos callejeros puede ser rudimentaria, pero su mensaje a los gobiernos está muy claro: empleo y justicia. Para las autocracias, salvo unas pocas excepciones, ésa es una demanda aterradora. No tienen la capacidad técnica de crear empleo, y ofrecer justicia iría en contra de su misma razón de existir, que es la conservación de sus privilegios.

Todos estos elementos, unidos, están asfixiando de manera agónica a los tiranos de todo el mundo, incluso a los que más seguros parecían en sus cargos: por ejemplo, Omar Hassan al Bashir en Sudán, Robert Mugabe en Yemen y Alí Abdullah Saleh en Yemen, cuyos respectivos historiales de gobierno son de los peores de los últimos decenios, como muestra el Índice de Estados Fallidos con desolador detalle. Si ya no pueden fiarse de la represión, los únicos modelos que les quedan a los autócratas son la generosidad y la eficacia. Las dádivas del gobierno seguramente aún pueden comprar a los ciudadanos, pero lo más probable es que las cantidades que se necesitan hagan que sólo sea viable en países con auténtica riqueza de recursos. Y la eficacia es tan difícil de lograr que está fuera del alcance de la mayoría de los autócratas. El asombroso crecimiento de China seguramente puede sostener su autocracia, pero incluso eso tiene riesgos. Es posible que el aumento de las rentas acarree presiones que acaben desestabilizando el régimen: mientras que, en las democracias, la violencia política parece disminuir a medida que suben las rentas, en las autocracias da la impresión de que aumenta.

Los Estados fallidos como Zimbabue no son un mero producto de la mala suerte; son siempre resultado de terribles decisiones tomadas por hombres terribles. Lo que hemos visto en 2011 no es el fin de los autócratas. Pero tal vez la historia llegue pronto a su fin, después de todo.

 

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