Poner freno a los oligarcas ha sido una de las principales tareas que se ha impuesto Vladímir Putin. Pero las autoritarias medidas del líder del Kremlin traban el desarrollo de Rusia. Por mucho resentimiento que albergue Putin hacia esta élite acaudalada, el país la necesita para sobrevivir.

 

 

Espoleado por la exigencia popular de combatir la corrupción, el presidente ruso, Vladímir Putin, ha sido en los últimos años un hombre con una misión en mente. Emprendió acciones contra Vladímir Gusinski por presunto desfalco. Intenta extraditar al magnate Borís Berezovski, exiliado en Londres, bajo la acusación de fraude. Pero la cruzada más notoria del presidente ruso ha sido contra la compañía petrolera Yukos, gestionada por el multimillonario Mijaíl Jodorkovski. A finales de 2004, el Gobierno confiscó los activos de la empresa. Su antiguo consejero delegado fue condenado por fraude y evasión de impuestos en un juicio irregular y arbitrario, y en la actualidad cumple una sentencia de ocho años en un campo de trabajo en Siberia.

Jodorkovski es el miembro más prominente de los nuevos oligarcas, la clase de empresarios rusos que amasaron grandes fortunas y acumularon un enorme poder después del colapso de la Unión Soviética. A mediados de los 90, el Gobierno subastó activos estatales clave entre una serie de empresarios con buenos contactos. Estos jóvenes capitalistas asumieron el reto de transformar un puñado de chimeneas soviéticas casi moribundas en industrias modelo. Las empresas crecieron aprovechándose de un sistema legal débil que no defendía el derecho a la propiedad ni obligaba a cumplir los contratos. En breve, los nuevos magnates cosecharon un éxito que superó todas las expectativas, amasando auténticas fortunas. Y puesto que tenían escasa fe en la capacidad del sistema legal ruso para proteger sus propiedades, suscribieron su propia versión de pólizas de seguros: untaron a políticos, jueces y otras autoridades. El ascenso de estos empresarios coloca a Rusia ante un dilema. El Gobierno necesita salvaguardar a los generadores del impulso económico sin precedentes que vive el país. El PIB ruso ha crecido una media del 7% anual desde 1999, y las compañías petroleras propiedad de los oligarcas han incrementado su producción a un ritmo aún mayor. Al mismo tiempo, las operaciones opacas en el mundo de las grandes empresas nunca son deseables, ya que pueden enmascarar una corrupción rampante y vulnerabilidades económicas. Pero parece que para Putin no existe dilema alguno. Ha elegido llevar a cabo una cruzada contra los oligarcas bajo un estandarte moral que promete arrancar de raíz la corrupción entre los ricos.

 

Fuentes de riqueza: millonarios rusos como el magnate de la prensa Borís Berezovski (arriba, izquierda) o el del

Fuentes de riqueza: millonarios
rusos como el magnate de la prensa Borís Berezovski (arriba, izquierda)
o el del petróleo Román Abramovich (abajo, izquierda) disfrutan
de una vida lujosa, que incluye castillos, guardaespaldas limusinas,
yates y obras de arte.

 

 

Ésta es la forma equivocada de abordar el problema y no tiene en cuenta los intereses prioritarios de Rusia. La celosa persecución de Putin está motivada por un cálculo político: el disgusto populista que provocan los ricos, junto con el deseo de empresarios emergentes y algunas autoridades de apoderarse de los activos de los caídos en desgracia. Asimismo, el líder ruso quiere mantener el fuerte control sobre la política del país. En su día, Jodorkovski abrigó grandes ambiciones políticas, y Gusinski y Berezovski eran dueños de medios de comunicación que criticaban abiertamente al líder del Kremlin. Aquellos que no han sido víctimas de la campaña de Putin es porque han sido lo bastante astutos como para alcanzar un acuerdo. Por ejemplo, el multimillonario ruso y magnate petrolero Román Abramovich habría firmado con el presidente un pacto propio de Fausto, al vender su compañía petrolera Sibneft a la empresa estatal Gazprom en otoño de 2005 por 13.000 millones de dólares, unos 11.000 millones de euros (además, prometió financiar un nuevo estadio de fútbol nacional, entregó al Kremlin sus acciones en una compañía de televisión y se deshizo de grandes participaciones en Aeroflot y en la empresa de aluminio Rusal). Un mes después, Putin le confirmó como gobernador de Chukotka, la región más nororiental de Rusia, pese a que Abramovich vive en Londres. Por supuesto, la corrupción debe combatirse. Pero los oligarcas no son tan malvados como Putin quiere que crean sus compatriotas. Su aparición es una consecuencia natural de las condiciones económicas, legales y políticas de la Rusia actual. Las industrias petrolera y metalúrgica crecen a un ritmo sin precedentes gracias a los empresarios locales, a quienes se ofreció la oportunidad de reflotarlas. Es natural que unos pocos se hayan hecho ricos, algunos de ellos inmensamente ricos. Es difícil pensar cómo podría introducirse la economía de mercado en estas condiciones sin generar una clase de supermillonarios. ¿Aceptamos a los muy ricos o no? En última instancia, es una cuestión de ideología. La historia muestra que el capitalismo maduro les acepta, algo que no ocurre con otros sistemas.

 

Frente al enemigo: Putin (arriba) escruta con rayo láser las actividades de los oligarcas. Berezovski, con una máscara con la cara de Putin, a la salida de un juzgado de Londres (arriba, a la derecha), donde más tarde

Frente al enemigo: Putin (arriba)
escruta con rayo láser
las actividades de los oligarcas. Berezovski, con una máscara
con la cara de Putin, a la salida de un juzgado de Londres (arriba, a
la derecha), donde más tarde
organizó una manifestación (abajo, a la derecha) en apoyo
de su amigo Mijaíl Jodorkovski.

 

 

LOS ‘BARONES LADRONES’

Los oligarcas no son privativos de Rusia, pero quizá la comparación más ilustrativa con su proliferación puede encontrarse en el pasado de Estados Unidos. Los hombres ricos que construyeron los grandes imperios industriales y de transporte americanos a finales del siglo XIX podrían ser los equivalentes de los multimillonarios rusos de hoy. De hecho, las condiciones económicas que permitieron el ascenso de los barones ladrones de América, como se les llamaba, son similares a la situación de Rusia en los 90. El Gobierno alentó la propiedad privada de grandes empresas. En ciertas industrias, sobre todo en la metalurgia, el petróleo y el ferrocarril, brotaron grandes economías de escala. Tal concentración de riqueza sólo puede surgir en países con grandes mercados, como EE UU y Rusia.

La mayoría de los barones ladrones americanos hicieron su fortuna en el ferrocarril. Otros se centraron en los recursos naturales. La ascendiente clase empresarial rusa ha tenido también una fuerte participación en los mercados del crudo y de los metales de su país. De los 26 multimillonarios rusos que Forbes identificó en 2005, 12 hicieron su fortuna en los metales, 9 en el petróleo y 2 en el carbón (en la actualidad, Rusia ocupa el tercer lugar, después de EE UU y Alemania, en la clasificación de países con más multimillonarios). Los créditos baratos y la libre distribución de activos estatales, tales como terrenos alrededor del tendido del ferrocarril, ayudaron a los barones ladrones a lanzar sus empresas y a llenarse los bolsillos. De igual manera, la venta a bajo precio de los activos de la era soviética, bien mediante la privatización directa o en el mercado secundario, hizo a hombres como Jodorkovski fabulosamente ricos en tan sólo unos pocos años.

EL ‘BLUES’ DEL MULTIMILLONARIO

Al igual que los capitanes de la industria americana de antaño, los oligarcas rusos generan una gran controversia. Por supuesto, la queja más popular es su excesiva riqueza o, para ser más precisos, la percepción pública de que ganan mucho dinero en un momento en que crece la brecha entre ricos y pobres en Rusia. Es un error. Según el Banco Mundial, la desigualdad en Rusia es similar a la de EE UU y muy inferior a la media de Latinoamérica. La pobreza disminuye gracias al fuerte crecimiento del país, que se obtiene, en parte, a través de las empresas de los oligarcas. En los círculos políticos, las críticas contra estos magnates se basan en que su riqueza procede de ganancias ilícitas. Se han escrito muchas páginas sobre la privatización de préstamos por acciones de 1995, cuando los oligarcas prestaron dinero al Gobierno ruso a cambio de acciones en las compañías más valiosas del país. La creencia generalizada es que estos empresarios hicieron su fortuna con estas privatizaciones. En realidad, ya eran ricos. La mayoría de estas empresas, sobre todo Yukos y Sibneft, fueron muy bien, lo que condujo al resurgimiento de la industria petrolera rusa. En 2000, Yukos estaba pagando una factura anual de 5.000 millones de dólares en impuestos, una cantidad que equivalía a lo que cualquiera habría pagado por ella en 1995. En términos económicos, la privatización de préstamos por acciones fue un éxito absoluto para Moscú y para el pueblo.

 

La celosa persecución
de Putin está motivada por el disgusto populista que provocan
los ricos y su deseo por mantener un fuerte control sobre el país

 

Otra acusación es que los oligarcas son parásitos. En realidad, están entre la espada y la pared: cuanto más productivos son, más impopulares parecen hacerse. La opinión pública se tornó más negativa en 2000, tras la crisis financiera y después de que varios magnates decidieran pasar a una esfera totalmente legal y legítima, pagar impuestos y destinar cantidades sustanciales a obras caritativas. Paradójicamente, el auténtico problema parece ser la transparencia. La gente no clama contra los ricos cuando miles de millones de dólares desaparecen como por arte de magia de las arcas del Estado porque esto no sucede ante sus ojos. Detestan más las privatizaciones que el robo. Estos empresarios son blanco de las críticas en mucha mayor medida, incluso pese a que ya no roban sino que producen, porque el público ve sus fábricas, trenes y camiones, y extrae sus conclusiones sobre su riqueza personal. Cuanto más oscuras son sus maquinaciones para hacer dinero, más a salvo se encuentran de la condena pública. Cuantos más impuestos pagan, más expuestos están.

Nadie dice que tengan las manos limpias. Los primeros años de la Rusia poscomunista fueron un mundo hobbesiano para las empresas: un entorno hostil y salvaje donde la fuerza bruta jugó un papel tan importante en la toma de decisiones como el dinero. En este clima, estos magnates sobornaban a representantes del Gobierno, robaban propiedades y cometían toda clase de delitos. Y, cuando podían, utilizaban sus conexiones políticas para extraer más recursos estatales y minar los derechos de propiedad de otros. Pero el problema subyacente en la sociedad poscomunista era su anarquía, no la gente que se aprovechó del repliegue del Gobierno. Es más, encarcelar a quienes han hecho operaciones opacas no es el proceso estándar para encarrilar un país cuando la corrupción es tan omnipresente como en Rusia. De hecho, la Administración pública es tan corrupta que los puestos ministeriales y los cargos de gobernador se compran por múltiplos de 10 millones de dólares. Se necesitan unas normas claras, ciertas y fiables para regular el comportamiento empresarial. Y, en este sentido, la
principal exigencia de los oligarcas -que se defiendan sus derechos sobre las propiedades recién adquiridas- es respetable.

Hoy día, el principal enemigo del liberalismo ruso ya no es el socialismo, sino el populismo mal informado. Ningún orden capitalista sólido puede desarrollarse sin respeto a la propiedad privada. Cuando Putin encarceló a Jodorkovski y castigó a Yukos con impuestos y multas arbitrarias, recibió el aplauso popular. Pero, como resultado, se han puesto en peligro importantes reformas fiscales y judiciales, y la credibilidad de derechos a la propiedad se ha minado aún más. Incluso si Jodorkovski hubiera sido culpable (que no lo era), los métodos y medios extrajudiciales que empleó Putin pusieron al país en peligro. Ciertamente, los orígenes de la propiedad privada en Occidente no son limpios. Pero el capitalismo ha triunfado
allí y casi en ningún otro lugar, porque sólo Occidente garantiza la propiedad privada.

Entonces, ¿qué debe hacer Moscú? Predicar el capitalismo. Si el Estado quiere cambiar el estatus de los oligarcas, puede presentarles exigencias razonables o alterar el entorno económico, legal y político en el que operan. Pero primero Rusia tiene que establecer un fuerte compromiso político con los principios de la libertad económica. Esto significa el derecho a la propiedad privada para todos, incluidos los multimillonarios. Desde un punto de vista práctico, Putin tiene que encontrar una manera de subir a los oligarcas a bordo. El Gobierno podría incentivarles para que hicieran un pago fiscal sustancial de una sola tacada a las arcas del Estado. A cambio, deberían garantizarse sus derechos de propiedad. Además, Moscú podría ofrecerles una amnistía por pasadas infracciones en el proceso de privatización. En una reunión con empresarios rusos a comienzos de 2005, Putin apuntó la posibilidad de un estatuto de limitaciones de tres años por demandas relacionadas con las privatizaciones, así que es probable que aún quiera avenirse a la idea. Un acuerdo de esa naturaleza permitiría al Estado recaudar fuertes ingresos que darían al líder del Kremlin sólidos argumentos frente al público. Lo peor que podría hacer Putin sería mantener su campaña contra los oligarcas. El caso Yukos costó casi 10.000 millones de dólares en producción petrolífera perdida tan sólo en 2005, algo que no puede permitirse de nuevo.

El ascenso de los oligarcas es una fase natural de un avance capitalista decisivo en un país de gran tamaño con grandes fábricas y un sistema legal débil. La saludable aparición de muchos de ellos en Rusia sugiere que está en la ruta hacia un capitalismo sólido. Pero es probable que echar leña al fuego populista sofoque tanto la economía de libre mercado como la democracia. Al final, ninguna política será firme si no se apoya en un amplio y fuerte compromiso ideológico con una economía libre. Por mucho resentimiento que Putin y los rusos alberguen hacia los oligarcas, son los precursores de un futuro mejor.

 

¿Algo más?
Chrystia Freeland, ex jefa de la corresponsalía
de Financial Times en Moscú, detalla el ascenso
de una nueva clase de empresarios rusos desde el final de la guerra
fría hasta la crisis financiera de 1998 en Sale of
the Century: Russia’s Wild Ride from Communism
to Capitalism
(Crown Business, Nueva York, 2000).
David Hoffman ofrece una crónica de las historias
anecdóticas de seis oligarcas, incluidos Vladímir
Gusinski, Boris Berezovski y Mijaíl Jodorkovski en The
Oligarchs: Wealth and Power in the New Russia
(Perseus
Books, Nueva York, 2002).

Una serie de convincentes argumentos sobre cómo Estados Unidos y Reino Unido son los únicos países cuyas economías no están dominadas por empresas familiares se detalla en ‘Corporate Governance, Economic Entrenchment and Growth’ (Journal of Economic Literature, septiembre de 2005), por Randall Morck, Daniel Wolfenzon y Bernard Yeung. Para más información sobre el ascenso de los barones ladrones durante la era dorada en EE UU, véase el libro de John Steele Gordon An Empire of Wealth: The Epic History of American Economic Power (HarperCollins, Nueva York, 2004).