(Alexey Druzhinin/AFP/Getty Images)
(Alexey Druzhinin/AFP/Getty Images)

No son dictadores, aunque sus maneras son autoritarias. Con mayor o menos ahínco, a veces con pequeñas trampas, siguen el juego democrático. Son populares y estratégicos, y saben volver una y otra vez al poder. Son líderes sin remilgos que, en última instancia, hacen casi siempre lo que quieren. Éstos son algunos hombres fuertes de la política contemporánea.

Putin: la definición del hombre fuerte

Vladímir Putin es el hombre fuerte del momento, la más pura encarnación de sus taras y cualidades. La prensa occidental ridiculiza su exhibicionismo viril y sus maneras importadas de la KGB; se le critica por contrariar el consenso euro-atlántico, por aplastar a la oposición, reprimir a los homosexuales o practicar el chantaje energético. Pero, como buen hombre fuerte, a Putin no le detienen las críticas y, a la vista de todos, se lava las manos con lo que ocurre en Ucrania, sin que las acusaciones internacionales se traduzcan en nada más grave que las sanciones de rigor. Hay miedo a Putin.

Cuando colapsó la Unión Soviética, y después del trastornador paso al libre mercado de la mano de Boris Yeltsin, los rusos comenzaron a añorar a una figura de liderazgo que encarnase, ya sin las señas del comunismo, el orden y la autoridad que precedieron al “hiato Yeltsin”. En otras palabras: añoraban a un nuevo hombre fuerte. Y ahí apareció Putin, que desde entonces no se ha apartado del poder, entre la jefatura del Estado y la del Gobierno.

A veces se olvida que Putin no se ha arrinconado él solo, que en los primeros años de su mandato parecía tener la intención de trascender la Guerra Fría. Esto lo dice Angus Roxburgh, autor de una reciente biografía del mandatario, quien recuerda cómo la órbita occidental, de la mano de George W. Bush, se apresuró a crear su escudo anti-misiles en Europa y extendió la OTAN hasta las fronteras rusas. Putin vio así, muy pronto, cómo Occidente rehusó ese presunto acercamiento que él ofrecía. El hombre fuerte pudo haber sido más blando en el exterior, pero no tuvo la oportunidad.

Putin también sabe dar lecciones a sus detractores occidentales. Supo ver mejor que nadie los peligros que conllevaba oponerse a Al Assad en la guerra siria, le envió armas ante el desprecio generalizado y, ahora que al mundo le asusta mucho más el Estado Islámico que el déspota, Putin se siente reivindicado.

Museveni: la esperanza que cayó en desgracia

Yoweri Museveni fue un héroe en su día, al contarse entre los líderes que derrocaron al tirano Idi Amin en 1979, granjeándose una popularidad que lo ha mantenido en el poder desde 1986. Durante un tiempo su mandato gozó del beneplácito de los países ricos, que encomiaron su labor estabilizadora y la relativa prosperidad económica que llevó al país. Tras el idilio, Museveni comenzó a caer del pedestal en cuanto brotaron sus maneras de hombre fuerte. Hoy es habitualmente deplorado por mostrarse implacable con sus detractores, por tratar de perpetuarse en el poder mediante la abolición de los límites a las legislaturas presidenciales o, más reciente, por tratar de reflotar una legislación que establece duras penas contras los homosexuales.

La columna vertebral de Museveni es el Ejército. Tomó el poder por la fuerza y, desde entonces, la necesidad de hacer frente a las guerras regionales y a las insurgencias internas han sobredimensionado el rango del Ejército y la cultura del militarismo. Al mismo tiempo, al aparato de seguridad ugandés se le acusa de haber proporcionado apoyo logístico a los rebeldes congoleños del M23, extremo que las autoridades de Kampala han negado rotundamente.

Estos pecados pueden perdonarse mientras resulte útil: las tropas ugandesas lideran la Misión de la Unión Africana en Somalia para combatir a los insurgentes de Al Shabab. Esta contribución ugandesa es trabajo sucio que se ahorran los países ricos, lo que constituye garantía suficiente para mantener un matrimonio de conveniencia entre Museveni y la comunidad internacional. Mientras tanto, el militarismo se refuerza, se entromete en los propósitos más diversos (Museveni pretende incluso enviar unidades militares a cada distrito para combatir la pobreza), y tiende a perpetuar su alianza con el poder (su hijo, un alto mando militar, es un probable candidato a suceder a su padre).

 

Retrato de Paul Kagame. (Chip Somodevilla/Getty Images)
Retrato de Paul Kagame. (Chip Somodevilla/Getty Images)

Kagame: el Maquiavelo africano

El presidente de Ruanda, Paul Kagame, es el hombre fuerte más atípico. Las maneras en las que se viste su autoritarismo son suaves, lejanas a la desbocada testosterona del mando. Pero las características que ha exhibido desde que llegó al poder en el año 2000 le delatan. Se le acusa de silenciar y aplastar a la oposición, así como de apoyar a grupos insurgentes en la República Democrática del Congo (RDC).

Sin embargo, son muchos los que sitúan sus logros por encima de sus flaquezas. Descrito en su día como “el hombre fuerte favorito de la élite global”, Kagame fue, como algunos de sus parientes políticos, un héroe. Fue él quien comandó a las fuerzas rebeldes que pusieron fin al genocidio de Ruanda en 1994. Una vez en el poder, se ha encargado de que quienes perpetraron la masacre (y también otros hutus inocentes) paguen por lo que hicieron. La mayoría de ellos han huido a la vecina RDC, donde las milicias rebeldes tutsis supuestamente esponsorizadas por Ruanda y Uganda se han encargado no sólo de cazar a los genocidas, sino también de ocupar de facto algunas zonas del país e imponer el terror.

La inestabilidad que supuestamente patrocina Kagame en el país vecino tiene poco que ver con las mejoras que ha llevado a Ruanda. Bajo su mandato, este país herido se ha recuperado de forma milagrosa. Kagame ha adoptado un estilo de liderazgo inhabitual, basado en el trabajo abnegado, en la promoción del desarrollo, en el crecimiento económico acelerado y en la convivencia inter-étnica. Un éxito tan descomunal requiere inteligencia y esfuerzos denodados, pero también un escenario libre de detractores.

Erdogan y la nueva Turquía

Después de doce años en el poder,  Recep Tayyip Erdogan ha sido recientemente elegido como presidente de Turquía. Hasta ahora ese cargo era más bien simbólico, pero este peso pesado de la política no va a perder la oportunidad de seguir practicando una de sus grandes aficiones: acumular poder. Ya ha anunciado que esto es el principio de una nueva era, cuyo primer paso será aumentar los poderes presidenciales, convirtiéndose en una figura ejecutiva central, con capacidad para nombrar jueces y ministros y de disolver el Parlamento. Gracias a esos superpoderes, aspira a crear una nueva Turquía en la que, teóricamente, caben tanto sus seguidores como sus detractores. No estará solo, sino más bien en un tándem con el recientemente designado jefe de Gobierno, el pragmático ex ministro de Exteriores, Ahmet Davutoglu.

Juntos, Erdogan y Davotoglu han sido los artífices de una Turquía preponderante, con un creciente peso diplomático y económico y que, a pesar de sus fracturas internas, es vista en Occidente como un embalse de estabilidad a las puertas de un convulso Oriente Medio. Y la estabilidad, así como la aparente capacidad de Erdogan de conciliar los valores occidentales y los islámicos, tiene como premio la vista gorda de Estados Unidos y sus aliados ante este crescendo autoritario.

Si bien el señuelo de la adhesión a la UE se aleja, el único país de mayoría islámica que es miembro de la OTAN sigue ofreciendo garantías sin parangón. Cobijado en ese estatus internacional, y viéndose cada vez más poderoso, Erdogan ha ido incorporando de forma gradual cualidades de hombre fuerte, hasta el punto de que la oposición se ve aplacada y a veces silenciada: a los medios críticos con el poder se les prohibió asistir al congreso en el que fue oficialmente nombrado presidente; los seguidores del archipopular predicador Fethullah Gülen, afincado en EE UU, son tachados de “Estado paralelo”, de haberse infiltrado en los servicios de inteligencia y de ser parte de una supuesta conspiración para destronar a Erdogan y a su movimiento islamista moderado. Según sus críticos, la nueva Turquía es en realidad la transición hacia el partido único.

 

Benjamín Netanyahu en una reunión con soldados en el cuartel general del IDF al sur de Israel cerca a la frontera con la Franja de Gaza. (Kobi Gideon/GPO via Getty Images)
Benjamín Netanyahu en una reunión con soldados en el cuartel general del IDF al sur de Israel cerca a la frontera con la Franja de Gaza. (Kobi Gideon/GPO via Getty Images)

Netanyahu, el umbral mínimo de dureza

La cuestión no es que Benjamín Netanyahu sea un hombre fuerte, sino que tiene que serlo. No puede ser de otra manera en el Israel de la paz imposible, de los colonos que ocupan ilegalmente territorios palestinos, de las erupciones violentas de Hamás y las represalias desproporcionadas. A este héroe de guerra no le puede temblar el pulso al ordenar ataques indiscriminados sobre Gaza como respuesta ante una acción de Hamás. Y si a él le temblase, otros no le permitirían arrugarse. Esos otros son sus electores, la mayoría derechizada de Israel que, apegada al dogma de la seguridad nacional, se encomienda a su todopoderoso Ejército. Esos otros son sus compañeros de coalición, los ultranacionalistas de Yisrael Beitenu, con quienes se presentó el partido de Netanyahu, el Likud, en las pasadas elecciones.

¿Puede Israel tener un líder que no sea un hombre fuerte? No mientras las reivindicaciones de los colonos ilegales tengan más peso que las voces que piden la negociación y la paz. No mientras Hamós siga, con sus ataques, dando motivos a quienes preconizan la seguridad por medios militares como la única garantía de la supervivencia del Estado. Si Netanyahu quiere seguir en el poder, tendrá que continuar por la vía de la fuerza, incluso intensificarla; de lo contrario, su cargo será ocupado por un hombre aún más fuerte.

Los grilletes de esa incesante demanda de un poder cada vez más duro y punitivo con los enemigos de la patria sólo puede romperse con las necesarias negociaciones y concesiones. Pero en un clima de guerra como el actual, en el que la violencia y los abusos se premian, la exigencia de un hombre fuerte por parte de la mayor parte del electorado es aplastante. Netanyahu ocupa, actualmente, el umbral mínimo de dureza que los israelíes exigen a sus gobernantes.

Orbán, la voz más fuerte de la UE

El primer ministro húngaro es quizá el único hombre fuerte de la Unión Europea. Y muchos de los miembros de ese club, en el que prima la corrección política, se lo han reprochado. Hace tres años, su presentación de la presidencia rotatoria húngara de la UE ante el Parlamento Europeo se convirtió en un abucheo sin precedentes derivado de sus credenciales autoritarias y nacionalistas (en la actual Eurocámara, no obstante, habría encontrado bastantes menos recriminaciones). Orbán reaccionó con aplomo, pero mostrándose naturalmente temperamental. Quizás era ése el preciso instante en el que él, un líder educado en Oxford y hasta hacía no mucho popular por ser el fundador de un partido (Fidesz) de corte liberal y anticomunista, caía en desgracia a ojos de la opinión pública internacional.

¿Es suya la culpa de ese cambio de percepción? En parte sí. Orbán se ha distinguido por su estilo autoritario, ha dado tintes xenófobos a sus discursos y ha introducido una ley de control de los medios de comunicación para aplacar a la oposición, entre otras cosas. Pero parte de la culpa es también de un electorado que exige soluciones aún más extremas que las que propone el propio Orbán. De hecho, algunos creen que Fidesz es el necesario elemento neutralizador de grupos políticos ultraderechistas como Jobbik.

Puede que Orbán sirva para contener a esos extremistas, pero arrebatarles los votos requiere radicalizar su discurso y a veces defender las mismas posiciones: la xenofobia y la nostalgia territorial de esa Gran Hungría que, antes de 1920, incluía partes de lo que hoy es Eslovaquia, Serbia o Ucrania. Un juego peligroso, pero que a los húngaros, al contrario que a la UE, no parece molestarles. Orbán disfruta de una amplia mayoría ganada en las urnas, lo que le permite pecar, si no de autoritarianismo, al menos sí de mayoritariarismo.