Entre continuismo conyugal y mano dura.

 

AFP/Gettyimages

A veces en las elecciones, los votantes tienen que elegir el menor de los males.  La democracia es imperfecta y también lo son los candidatos. Pero los dos favoritos en las elecciones presidenciales del próximo septiembre en Guatemala son peores que candidatos imperfectos; reflejan dos peligros democráticos -continuismo conyugal y mano dura.

Recientemente, ha salido a la luz que una de las candidatas, la actual primera dama Sandra Torres de Colom, ha iniciado gestiones para divorciarse del presidente, Álvaro Colom, para poder lanzar su campaña legalmente. Se trata de un truco para burlarse de las reglas contra el nepotismo que existe en su país. Pero el problema es más serio que una mera burla de las leyes. La solicitud refleja dos tendencias latinoamericanas nada sanas para la democracia. La primera es la propensión por parte de los mandatarios en ejercicio de querer extender su permanencia en el poder. La otra es la inclinación del electorado a dejarse seducir por el linaje político.  Ambas preferencias atentan contra la renovación de liderazgo que tan fundamental es para las democracias.

En Guatemala, existe una restricción contra la reelección presidencial. Eso ha llevado al dirigente actual a buscar un truco para extenderse en el poder. Desde los 90, numerosos presidentes latinoamericanos han intentando reducir o eliminar semejantes límites de los períodos presidenciales, valiéndose de varias estrategias. La maniobra elegida por Colom consiste en impulsar a su esposa (o, pronto, su ex esposa) como candidata.

Desde que su marido asumió la presidencia, la primera dama se ha hecho cargo de los programas de desarrollo humano del Gobierno. El que haya parejas matrimoniales populares y comprometidas con programas sociales, indiscutiblemente, beneficia a los votantes. Pero el promoverla es un método burdo de utilizar la ventaja del titular actual para delimitar un período. Y divorciarse para poder evitar fronteras legales no cambia la realidad del asunto: Guatemala se enfrenta al continuismo conyugal y a la no renovación.

La ventaja del titular existe en todas las democracias, pero es especialmente serio en América Latina. Desde los 80, sólo dos presidentes en ejercicio habilitados para buscar la reelección han sido derrotados. Incluso los ex mandatarios cuentan con una superioridad enorme: uno de cada dos sufragios en los países que permiten postulaciones de antiguos dirigentes, ha tenido al menos a uno de ellos como candidato, y en mucho casos, logran ganar. (De hecho, el que fuera presidente de Guatemala, Álvaro Arzú, también ha anunciado su intención de presentarse, aunque su candidatura es inconstitucional y hasta ahora cuenta con pocos seguidores).

Han sido pues los límites constitucionales de períodos presidenciales, más que los votantes mismos, lo que más ha conseguido contener las ventajas de los titulares y de los ex presidentes. Esta tradición muy latinoamericana de imponer fronteras constitucionales a los períodos y reglas contra el nepotismo político existe por una buena razón histórica. Los latinoamericanos sufrieron por generaciones bajo el poder de caudillos omnipotentes que favorecían a sus amigos y parientes. Marcar tiempos ha ayudado a inyectar algo de rotación en la cúpula del establecimiento político.

Sin embargo, muchos titulares y sus seguidores detestan estas restricciones. Por ello lucubran maniobras para quedarse en el poder, tales como referendos, coaptaciones a los poderes judiciales y la compra de popularidad a través de gastos sociales.  El continuismo conyugal que el presidente Colom está intentado, es el truco de última moda.

Éste es una exportación argentina. Hace unos años, el entonces presidente de Argentina, Néstor Kirchner eligió a su esposa, Cristina Fernández de Kirchner, como su sucesora.  Fue un movimiento astuto. Mientras que los kirchneristas argumentaban que la Sra. Kirchner ofrecía renovación política, en realidad lo que estaban garantizando era mantener el poder, no sólo en la misma familia, sino el mismo dormitorio. Pero en vez de renovación, éste trae repetición. Como pasó en Argentina, de ser electa la primera dama, lo más probable es que el nuevo primer esposo/amante se quede como presidente de facto—o que así lo perciba la población.

Cualquiera de estos dos escenarios -un presidente fantasma de facto o la percepción de ello- es un mal augurio para la democracia. Con el continuismo conyugal, el poder se mantiene tras bastidores y la credibilidad de las autoridades oficiales queda en duda.  Esa oscuridad en la cúpula socava la meta democrática de aumentar la transparencia.

La candidatura de Torres enfrentará obstáculos, primero en ratificar el divorcio y luego verificar que la solicitud de una reciente primera dama sea legal. Pero, pase lo que pase, este truco al estilo Kirchner, con una innovación telenovelística guatemalteca, es nocivo para la democracia. Si los votantes desean cambiar las reglas sobre la reelección, para ello deberían tener un debate abierto y público, y los partidos principales tendrían que negociar concesiones. Pero cuando el titular intenta cambiar las reglas del juego utilizando a su esposa para quedarse en el poder, la credibilidad del proceso de renovación de liderazgo termina deshecha.

El otro problema de esta candidatura -o si se quiere, la astucia subyacente de la misma- es que procura recoger el apego de los votantes por un linaje político. Cuando resulta imposible reelegir a un presidente actual o anterior por razones constitucionales, o a un ex dirigente por simple fallecimiento, la otra opción que ha surgido en América Latina es la de votar a aspirantes con los mismos apellidos de antiguos mandatarios -viudo/as, hijo/as, sobrino/as. Se trata de postulantes que se vuelven apetecibles en principio porque ostentan el apellido de algún poder anterior. Esta tendencia existe en toda democracia, pero en esta región, parece ser también una pretensión muy poderosa.  Desde los 80, 15 solicitantes han competido con el apellido de figuras anteriores, de los cuales, 8 lograron la presidencia. Con Sandra Torres, son hoy 5 los aspirantes con denominaciones de ex dirigentes que aspiran: Marlinde Manigat en Haití, Keiko Fujimori en Perú, Ricardo Alfonsín en Argentina y Rodrigo Arias en Costa Rica. Hasta en Cuba se habla de la hija de Raúl Castro, Mariela, como posible sucesora.

Que en una dictadura como Cuba se piense en la descendiente del presidente como posible heredera no es de extrañar. Pero que en una democracia haya tantos votantes que prefieran las dinastías políticas, es toda una desgracia para un sistema diseñado para asegurar renovación de liderazgo.

La catástrofe del menú electoral de Guatemala va más allá de este continuismo conyugal.  El otro agravante es que el candidato que hasta ahora parece tener la posibilidad de competir con la primera dama no muestra ser tampoco tan buena opción. Se trata de Otto Pérez Molina, un general jubilado que tuvo un papel central en el conflicto armado en el que el Ejército mató a alrededor de 200.000 guatemaltecos. Dirigió la funesta unidad de inteligencia militar y le han implicado -aunque nunca acusado- por conspirar en el asesinato del obispo Juan Gerardi. De hecho, la semana pasada la viuda del guerrillero Efraín Bámaca presentó una denuncia en la que apuntaba a Pérez como uno de los culpables de la desaparición de su esposo.

Tal vez lo más preocupante del drama de Torres es que ha disminuido la atención del público al peligro de la candidatura de Pérez. La amenaza consiste en que, a cambio de una mayor seguridad, exista un electorado que se sienta cómodo con la posibilidad de unas fuerzas armadas con mayores poderes. El ascenso éste se basa en la promesa de resucitar los medios coercitivos del pasado para responder a la ola de delincuencia del presente.

Durante la última campaña presidencial, Pérez utilizó su imagen como hombre fuerte para lanzar una plataforma de mano dura para combatir la delincuencia.  El símbolo de la campaña fue un puño cerrado.  Hoy en día, en América Latina -no sólo en Guatemala- hay cierta demanda para dar respuestas duras a la delincuencia, lo cual es indudablemente unos de los problemas urbanos más serios en la región.  Pero cuando esta petición florece en un país donde los militares siguen siendo difíciles de controlar, el resultado podría ser un grave deterioro del concepto democrático de primacía civil sobre el Ejército.

La candidatura de Pérez representa más que una llamada para acabar con la delincuencia, pues crea la inquietante posibilidad de una mayor impunidad y el retorno político de las fuerzas armadas. La imperturbable postura pro militar de éste hará aún más difícil llevar ante la justicia a los líderes militares que cometieron crímenes contra la humanidad durante el conflicto armado.

Agobiados por pandillas y redes criminales, es de esperar que los votantes guatemaltecos deseen una respuesta fuerte. Pero la política de mano dura podría expandir la participación de las fuerzas armadas en tareas policiales, lo cual probablemente produzca excesos del poder militar en nombre de la seguridad. La posibilidad de que Pérez gane también engendra preocupaciones serias sobre el resurgimiento político del Ejército.

A primera vista, el continuismo conyugal o, inclusive, las dinastías políticas, pueden parecer menos peligrosos que el posible resurgimiento político de unas fuerzas armadas con un pasado funesto y un presente poco vistoso. Pero la mano dura y el mantenimiento de la primera dama, en este caso, realmente reflejan un mismo círculo vicioso: instituciones precarias producen una política poco saludable, que termina estropeando todavía más a los organismos. La candidatura de Pérez muestra como la debilidad institucional para contener la delincuencia engendra una demanda popular por un aparato político más coercitivo, lo cual puede llevar a un debilitamiento del control cívico-institucional de los militares. La propuesta de Torres enseña cómo las administraciones con pocos contrapesos políticos terminan concediendo atribuciones al Ejecutivo, lo cual hiere aún más dichos controles, hace que el partido en el poder se vuelva más servil, y torna las relaciones entre el Gobierno y la oposición más polarizadas.

El partido gobernante describe la propuesta de Torres como un divorcio “por amor”. Tienen razón: amor por el nepotismo, el continuismo y el dinastismo. Mientras tanto, Pérez representa una candidatura de mano dura. El problema es que se trata de mano dura en vez de una nueva. La democracia requiere renovación de liderazgo, para no anquilosarse. En Guatemala, donde parece que un ex general y una primera dama van a dominar las elecciones venideras, tal renovación se ha convertido en un sueño improbable.

 

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