¿Se están convirtiendo los progresos cuantitativos en regresiones
cualitativas?

El quinto día de la creación, Dios bendijo a sus criaturas con
la máxima "creced y multiplicaos" (Génesis, 1, 22).
Y, en efecto, la cultura judeocristiana ha cumplido con creces este programa
de crecimiento y desarrollo, intensificando al máximo sus esfuerzos por
expandirse hasta dominar la Tierra. Pero desde hace algún tiempo esa
misión se ha hecho problemática. Cuanto más nos esforzamos
por crecer y desarrollarnos, más se multiplican las promesas
incumplidas y las esperanzas fallidas. Así empieza a plantearse la necesidad
de detener a tiempo tan absurdo mandato de crecimiento maximalista.

El primer problema se planteó con la población, dado su desbocado
crecimiento, iniciado en Occidente con la revolución industrial. Aún
no se ha desactivado la bomba demográfica, cuyos efectos retardados estrangulan
todavía a las poblaciones no europeas. Pero ya controlamos nuestra fecundidad,
tras anteponer la calidad de los hijos educados a su cantidad sin educar. Después
sucedió lo mismo con el Estado. Esta institución se inventó
por razones de seguridad colectiva, y sus efectos pacificadores aconsejaron
desarrollarla hasta construir poderosas burocracias. Pero, sobrepasada su máxima
expansión, ahora sabemos que la hipertrofia del Estado deja de ser una
solución para convertirse en un problema. Por eso, hemos aprendido a
contener su tamaño, pues, aunque siga siendo un bien público necesario,
preferimos un Estado mínimo pero eficiente a otro máximo pero
ineficaz.

Y lo mismo podría pasar ahora con otras instituciones que continúan creciendo
por la rama ascendente de su ciclo vital. Así ocurre con el desarrollo económico,
cuyo crecimiento excesivo amenaza con destruir los recursos no renovables mientras
se acumulan sus residuos sin reciclar. Nuestro consumismo resulta insostenible
porque, si se generalizase al conjunto del planeta, el ecosistema global quedaría
alterado de forma imprevisible. Pese a lo cual el consumo excesivo seguirá creciendo,
y ello tanto por justicia distributiva, pues las demás poblaciones no se dejarán
excluir del festín consumista, como a causa de la competencia de mercado. En
efecto, el incremento en cantidad y variedad de las transacciones mercantiles
está creando un doble efecto perverso. Por una parte, como acaba de verse, la
competencia de mercado genera desequilibrio ecológico y creciente desigualdad
social. Pero, además, la intensificación de la competencia está desnaturalizando
los mercados, que dejan de generar eficiencia productiva para buscar plusvalías
exclusivamente financieras y especuladoras. Así emerge la llamada nueva
economía
, que maximiza la demanda manipulando la opinión pública, lo que
da lugar a ciclos inflacionarios y burbujas especulativas que destruyen las
reservas sociales de ahorro agregado.

Pero lo que ocurre con el mercado, del que siempre se han criticado sus efectos
perversos, sucede también con otras instituciones que consideramos impecables.
Es el caso de la democracia electoral, que, al generalizarse, se degrada cada
vez más. En efecto, la intensificación de la competencia demagógica
entre los miembros de la clase política está degradando la democracia
hacia formas plebiscitarias y populistas de muy baja calidad, con grave deterioro
de los derechos civiles y del imperio de la ley. Es la democracia de audiencia,
televisada en directo como un espectáculo mediático donde cada
vez predomina en mayor medida la corrupción, el abuso de poder y el recurso
al escándalo como principal arma de lucha política. Todo lo cual
ha erosionado la confianza en las instituciones, desacreditando a las autoridades
públicas y reduciendo al mínimo la participación ciudadana.

Empieza a pensarse que cuanta más especulación,
peor; cuanta más democracia electoral, peor

En paralelo a la degeneración de la democracia, también se están
degradando sus otras dos instituciones derivadas: la opinión pública
y la sociedad civil, cuya hipertrofia las está desposeyendo de sus antiguas
virtudes. Conforme se multiplican las informaciones y se intensifica la competencia
entre los comunicadores, también crece la manipulación, el escepticismo
y la desinformación, empezando a pensarse que la opinión pública
está muriendo de un exceso de información. En cuanto a la sociedad
civil, el crecimiento en espesor y densidad del tejido asociativo no está
robusteciendo la participación cívica y la cooperación
pública, sino al contrario, pues se multiplican las barreras excluyentes
que separan a las diversas identidades segregadas mientras sólo crecen
el sectarismo y la conflictividad entre ellas, asistiéndose así
a lo que empieza a llamarse el declive del capital social. Y lo mismo que ocurre
con la democracia, la opinión pública y la sociedad civil pasa
también con las demás instituciones modernas, que hasta hace poco
estaban libres de toda sospecha, como el derecho, el arte, la cultura, la educación
y hasta la misma ciencia. Conforme intensifican sus actividades para invadir
y colonizar el tejido social circundante, estas instituciones se hipertrofian
hasta culminar en un maximalismo que les hace perder sus anteriores virtualidades,
por lo que comienzan a resultar cada vez más contraproducentes y costosas.

Pero lo peor de tanto maximalismo es que, con su deriva institucional, nos estamos
quedando sin soluciones de recambio. Hasta ahora, cuando surgían o se
agravaban los problemas, para tratar de resolverlos siempre se recurría
a más mercado, más democracia, más opinión pública
o más sociedad civil. Pero ahora ya no resulta tan fácil intentarlo,
pues el remedio puede agravar todavía más la enfermedad a combatir.
La experiencia demuestra que estas instituciones sólo son buenas mientras
crezcan hasta cierto punto, pues, sobrepasado un determinado umbral, sus progresos
cuantitativos se convierten en regresiones cualitativas. Por tanto, igual que
sucede con la población o con el Estado, también ahora empieza
a pensarse que cuanto más mercado especulativo, peor; cuanta más
democracia electoral, peor; cuanta más opinión pública,
peor, y cuanta más sociedad civil, peor.

¿Significa esto que debemos invertir la máxima bíblica
antes citada, apostando por un programa abolicionista o al menos reductor de
estas instituciones? No, porque caeríamos en regresiones cíclicas
de las que tendríamos que recuperarnos restaurándolas. Y además,
tampoco tenemos derecho a excluir a las demás poblaciones que todavía
no han podido disfrutar de los beneficios iniciales de estas instituciones.
Pero sí debemos autolimitarnos para poder contenerlas. Pues si el primer
proceso civilizatorio implicó renunciar a la violencia belicista, el
nuevo progreso civilizador del futuro exige aprender a renunciar a este injustificable
maximalismo posesivo, en beneficio de un cada vez más justificado minimalismo
cívico.

¿Se están convirtiendo los progresos cuantitativos en regresiones
cualitativas?
. Enrique Gil Calvo

El quinto día de la creación, Dios bendijo a sus criaturas con
la máxima "creced y multiplicaos" (Génesis, 1, 22).
Y, en efecto, la cultura judeocristiana ha cumplido con creces este programa
de crecimiento y desarrollo, intensificando al máximo sus esfuerzos por
expandirse hasta dominar la Tierra. Pero desde hace algún tiempo esa
misión se ha hecho problemática. Cuanto más nos esforzamos
por crecer y desarrollarnos, más se multiplican las promesas
incumplidas y las esperanzas fallidas. Así empieza a plantearse la necesidad
de detener a tiempo tan absurdo mandato de crecimiento maximalista.

El primer problema se planteó con la población, dado su desbocado
crecimiento, iniciado en Occidente con la revolución industrial. Aún
no se ha desactivado la bomba demográfica, cuyos efectos retardados estrangulan
todavía a las poblaciones no europeas. Pero ya controlamos nuestra fecundidad,
tras anteponer la calidad de los hijos educados a su cantidad sin educar. Después
sucedió lo mismo con el Estado. Esta institución se inventó
por razones de seguridad colectiva, y sus efectos pacificadores aconsejaron
desarrollarla hasta construir poderosas burocracias. Pero, sobrepasada su máxima
expansión, ahora sabemos que la hipertrofia del Estado deja de ser una
solución para convertirse en un problema. Por eso, hemos aprendido a
contener su tamaño, pues, aunque siga siendo un bien público necesario,
preferimos un Estado mínimo pero eficiente a otro máximo pero
ineficaz.

Y lo mismo podría pasar ahora con otras instituciones que continúan creciendo
por la rama ascendente de su ciclo vital. Así ocurre con el desarrollo económico,
cuyo crecimiento excesivo amenaza con destruir los recursos no renovables mientras
se acumulan sus residuos sin reciclar. Nuestro consumismo resulta insostenible
porque, si se generalizase al conjunto del planeta, el ecosistema global quedaría
alterado de forma imprevisible. Pese a lo cual el consumo excesivo seguirá creciendo,
y ello tanto por justicia distributiva, pues las demás poblaciones no se dejarán
excluir del festín consumista, como a causa de la competencia de mercado. En
efecto, el incremento en cantidad y variedad de las transacciones mercantiles
está creando un doble efecto perverso. Por una parte, como acaba de verse, la
competencia de mercado genera desequilibrio ecológico y creciente desigualdad
social. Pero, además, la intensificación de la competencia está desnaturalizando
los mercados, que dejan de generar eficiencia productiva para buscar plusvalías
exclusivamente financieras y especuladoras. Así emerge la llamada nueva
economía
, que maximiza la demanda manipulando la opinión pública, lo que
da lugar a ciclos inflacionarios y burbujas especulativas que destruyen las
reservas sociales de ahorro agregado.

Pero lo que ocurre con el mercado, del que siempre se han criticado sus efectos
perversos, sucede también con otras instituciones que consideramos impecables.
Es el caso de la democracia electoral, que, al generalizarse, se degrada cada
vez más. En efecto, la intensificación de la competencia demagógica
entre los miembros de la clase política está degradando la democracia
hacia formas plebiscitarias y populistas de muy baja calidad, con grave deterioro
de los derechos civiles y del imperio de la ley. Es la democracia de audiencia,
televisada en directo como un espectáculo mediático donde cada
vez predomina en mayor medida la corrupción, el abuso de poder y el recurso
al escándalo como principal arma de lucha política. Todo lo cual
ha erosionado la confianza en las instituciones, desacreditando a las autoridades
públicas y reduciendo al mínimo la participación ciudadana.

Empieza a pensarse que cuanta más especulación,
peor; cuanta más democracia electoral, peor

En paralelo a la degeneración de la democracia, también se están
degradando sus otras dos instituciones derivadas: la opinión pública
y la sociedad civil, cuya hipertrofia las está desposeyendo de sus antiguas
virtudes. Conforme se multiplican las informaciones y se intensifica la competencia
entre los comunicadores, también crece la manipulación, el escepticismo
y la desinformación, empezando a pensarse que la opinión pública
está muriendo de un exceso de información. En cuanto a la sociedad
civil, el crecimiento en espesor y densidad del tejido asociativo no está
robusteciendo la participación cívica y la cooperación
pública, sino al contrario, pues se multiplican las barreras excluyentes
que separan a las diversas identidades segregadas mientras sólo crecen
el sectarismo y la conflictividad entre ellas, asistiéndose así
a lo que empieza a llamarse el declive del capital social. Y lo mismo que ocurre
con la democracia, la opinión pública y la sociedad civil pasa
también con las demás instituciones modernas, que hasta hace poco
estaban libres de toda sospecha, como el derecho, el arte, la cultura, la educación
y hasta la misma ciencia. Conforme intensifican sus actividades para invadir
y colonizar el tejido social circundante, estas instituciones se hipertrofian
hasta culminar en un maximalismo que les hace perder sus anteriores virtualidades,
por lo que comienzan a resultar cada vez más contraproducentes y costosas.

Pero lo peor de tanto maximalismo es que, con su deriva institucional, nos estamos
quedando sin soluciones de recambio. Hasta ahora, cuando surgían o se
agravaban los problemas, para tratar de resolverlos siempre se recurría
a más mercado, más democracia, más opinión pública
o más sociedad civil. Pero ahora ya no resulta tan fácil intentarlo,
pues el remedio puede agravar todavía más la enfermedad a combatir.
La experiencia demuestra que estas instituciones sólo son buenas mientras
crezcan hasta cierto punto, pues, sobrepasado un determinado umbral, sus progresos
cuantitativos se convierten en regresiones cualitativas. Por tanto, igual que
sucede con la población o con el Estado, también ahora empieza
a pensarse que cuanto más mercado especulativo, peor; cuanta más
democracia electoral, peor; cuanta más opinión pública,
peor, y cuanta más sociedad civil, peor.

¿Significa esto que debemos invertir la máxima bíblica
antes citada, apostando por un programa abolicionista o al menos reductor de
estas instituciones? No, porque caeríamos en regresiones cíclicas
de las que tendríamos que recuperarnos restaurándolas. Y además,
tampoco tenemos derecho a excluir a las demás poblaciones que todavía
no han podido disfrutar de los beneficios iniciales de estas instituciones.
Pero sí debemos autolimitarnos para poder contenerlas. Pues si el primer
proceso civilizatorio implicó renunciar a la violencia belicista, el
nuevo progreso civilizador del futuro exige aprender a renunciar a este injustificable
maximalismo posesivo, en beneficio de un cada vez más justificado minimalismo
cívico.

Enrique Gil Calvo es catedrático
de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Su último
libro es El miedo es el mensaje: Riesgo, incertidumbre y medios de comunicación
(Alianza, Madrid, 2003).