Un año después de la celebración de las primeras manifestaciones prodemocráticas en Marruecos, el rey alauí retiene sus poderes intactos.  La nueva Constitución y la victoria islamista en las urnas, junto al respeto que impone su figura y la falta de contestación popular, apuntalan su poder en la escena marroquí.

ALI LINH/AFP/Getty Images

2012 le ha arrancado dos hojas ya al calendario y los rabatíes disfrutan del sol y el té en los cafés del boulevard Mohamed V, decadente y rectilínea herencia colonial en la capital de Marruecos. El retrato del rey Mohamed VI, con doce años en el trono, es omnipresente; como siempre. Zapaterías, épiceries, kioscos. El monarca bebe té, sonríe, disfruta de su familia como el común de los marroquíes. Esquía en el Atlas, descansa en una piscina, tal vez no como todos en el apacible Magreb. Mohamed VI sigue siendo intocable; su personalidad inescrutable.

Si su padre, Hassan II, encarnaba la locuacidad y el verbo afilado –cigarrillo en mano y un francés exquisito– Mohamed VI, el rey atribulado, es inseguro. Un año después de que la primavera árabe estallara del Magreb al Golfo, con un mismo grito de hartazgo, el rey respira aliviado. Todo vuelve a la normalidad en Rabat. La luz invade la ciudad y sus gentes tratan de seguir un día más con vida. El año comienza con la persecución a dos jóvenes –uno de ellos ya ha sido sentenciado con tres años de prisión– por divulgar en Youtube y Facebook vídeos en los que se insultaba al monarca alauita. Las nuevas redes sociales son ahora motivo de la máxima preocupación en Palacio. El año se inicia, además, con la censura, en dos ocasiones, del diario español El País por difundir una caricatura del rey y reseñar el libro de investigación de los franceses Cathérine Graciet y Éric Laurent, Le Roi prédateur (El rey depredador), que trata de explicar cómo ha construido su fortuna –quintuplicada en diez años–. El poder del monarca tanto en la política como en la economía nacional es omnímodo. El rey sigue siendo el rey.

En las primeras semanas de 2011 un grupo de jóvenes se organiza en torno a las demandas de democracia y justicia que invaden la región de manera imprevista. El nuevo movimiento convoca la primera gran manifestación el 20 de febrero, fecha que les da nombre hasta hoy. Desde entonces el grupo ha exigido la caída del majzén, el establishment situado en torno a Palacio, auténtico rector político y económico. Demanda además una monarquía constitucional, con un rey que pierda su sacralizad, que devuelva la soberanía al pueblo y que se persiga la corrupción de las altas esferas. Pero nadie le pide al rey que se marche, ni se le insulta. Lo cierto es que los activistas sólo lograrán sacar a la calle a unas pocas miles de personas, en su mayoría jóvenes de extracción urbana y universitaria. El Mohamed VI observa desde suelo magrebí, también desde Francia, preocupado, los acontecimientos. Ve caer la dictadura de Ben Alí en Túnez; asiste atónito al hundimiento de Mubarak desde la plaza Tahrir. No sabe hasta dónde puede llegar la protesta en casa: en torno al 15% de la población vive con menos de dos dólares al día, mientras que el 50% es analfabeto. El 9 de marzo del año pasado, sin culminar el invierno y de forma imprevista, el monarca de los pobres –como se lo etiquetó al comenzar su reinado–, anuncia en una intervención televisada una nueva Constitución democrática.

A pesar de que la retórica del régimen insiste desde 1999, año del ascenso al trono de Mohamed VI a los 36 años, en que la democracia es ya un hecho cierto, los acontecimientos fuerzan al rey a anunciar el impulso definitivo hacia el Estado de Derecho. No hay alusiones en su anuncio de marzo a la primavera árabe, pero sí un reconocimiento implícito de que ese grupo exiguo de jóvenes ha planteado la justa necesidad de democratizar un régimen absoluto construido por Hassan II a lo largo de cuatro décadas. Mohamed VI propone una nueva Constitución que sustituirá a la actual, reformada en 1996, para reforzar las atribuciones del primer ministro y ahondar en la separación de poderes del Estado. Un grupo de expertos constitucionalistas prepara aceleradamente un texto que será aprobado de forma casi unánime en referéndum en julio.

Entretanto, el rey recibe en mayo la invitación de las nerviosas monarquías árabes para que se una al Consejo de Cooperación del Golfo, una suerte de santa alianza contrarreformista. Anuncia elecciones generales anticipadas para final de año. Todos celebran, dentro y fuera  –incluidos Washington, París y Madrid–, la revolución democrática del rey alauí.

Las urnas dictaron el 25 de noviembre, con un censo que incluye al 45% de la población en edad adulta –sólo votó uno de cada cuatro marroquíes en edad de hacerlo–, la victoria de los islamistas moderados del Partido Justicia y Desarrollo, una de las formaciones más críticas con la corrupción de las élites del régimen. El monarca confirma a las pocas semanas a Abdelilá Benkirane, que en su juventud militó en el islamismo radical y violento, como primer ministro.  Sobre el papel, la cohabitación reforzará la democratización de la monarquía alauita. El islamismo abandona la chilaba por el traje y la corbata y copa 11 ministerios.

Desde ese momento, el rey comienza a delimitar su territorio y dejar claro al nuevo jefe del Ejecutivo –que expresa su sumisión absoluta Mohamed VI en sus primeras declaraciones– que las estructuras del régimen permanecerán intactas. El monarca seguirá siendo Comandante de los Creyentes, jefe supremo del Ejército, presidente del Consejo Superior del Poder Judicial y de la Corte Constitucional. El semanario crítico TelQuel desgranaba recientemente la última delimitación del poder económico: el monarca seguirá controlando las grandes empresas y establecimientos públicos. Entre ellas, la Oficina Jerifiana de Fosfatos, la Caisse de Dépôt et de Gestion, el Holding inmobiliario Al Omrane, los puertos, aeropuertos o las agencias para el desarrollo energético. La cuota de Benkirane seguirá siendo modesta. El artículo 49 de la nueva Constitución atribuye al Consejo de Ministros la potestad de nombrar a los responsables de los establecimientos públicos, pero aquél está presidido por Mohamed VI.

“El Rey es el primer empresario de Marruecos, también el primer agricultor, propietario de tierras, productor de acero o azúcar… un hombre de negocios importantísimo”, aseguraba recientemente Ahmed Benchemsi, una de las voces más críticas de la prensa local y hoy profesor en la Universidad de Stanford. Como los militantes del movimiento 20 de Febrero, Benchemsi está convencido de que el monarca ha acabado con las esperanzas democráticas de los marroquíes. Por lo pronto, el viento de las protestas –mucho antes de que los planes reformistas de la monarquía hayan podido dar fruto alguno– ha amainado. Existe un descontento innegable y las condiciones objetivas de subdesarrollo no se han alterado un ápice. Sin embargo, los lemas y la pedagogía del incipiente movimiento antirégimen no han sido capaces de movilizar  al común de los ciudadanos. Muchos de ellos, víctimas del analfabetismo, no los han comprendido. Mohamed VI sigue controlando con fuerza las riendas del Estado. Respira. La continuidad del régimen parece garantizada.

 

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