Durante mucho tiempo la música rap ha sido considerada una forma de resistencia contra la autoridad. Con el apoyo de la industria discográfica, este mensaje ha demostrado su atractivo para los jóvenes de todo el mundo. De Shanghai a São Paulo, pasando por Nairobi, el hip hop está convirtiendóse en un arte global de comunicación.

Tras los ardientes muros de un club nocturno en el centro de una de las ciudades más dinámicas del mundo, se puede escuchar el sonido del futuro. Cientos de personas vibran al son de los nuevos ritmos que pincha un dj. En el escenario, dos raperos se enfrentan, micrófono en mano, intercambiando rimas improvisadas. Tienen el aspecto de los típicos artistas de hip hop, vestidos con pantalones anchos y gorras de béisbol. Pero al escuchar con más atención te das cuenta de algo inusual: cantan en chino. Uno escupe versos con claro acento de Pekín, y reprende al otro por no hablar correcto mandarín. Su contrincante de Hong Kong le devuelve el ataque en un torrente trilingüe de cantonés, inglés y mandarín, increpándole por no representar al pueblo. La muchedumbre se exalta, profiriendo gritos de disfrute o de disgusto.

Esta batalla anual de rap, llamada Iron Mic, no se celebra en Nueva York o Los Ángeles, sino en Shanghai, donde su fundador, Dana Burton, de 32 años, ha encontrado el éxito de forma inesperada. Este hombre de Detroit (EE UU) llegó a China en 1999 para trabajar como profesor de inglés. Durante su primera semana en la ciudad acudió a un club donde se anunciaba hip hop, pero lo más parecido que encontró fue un imitador de Michael Jackson. Así que Burton se embarcó en la aventura de traer el auténtico rap al Imperio del Centro. “Pensé, ¿qué podría ofrecerle a China?”, explica, “y era el hip hop”. Empezó a cantar como segundo empleo y le salieron seguidores. No sólo actuaba él, sino que ayudaba a otros –tanto chinos como extranjeros– a que realizaran actuaciones acogiendo fiestas de rap como el Iron Mic. Sus admiradores le llamaron “el padrino del hip hop chino”.

 

Arte asiático: el grafitti es uno de los elementos originales del hip hop estadounidense que la juventud urbana china ha tomado como propios.

 

Burton pronto empezó a organizar giras en China para raperos famosos de Estados Unidos. Hoy, multinacionales como Intel, Coca-Cola y Adidas acuden a él cuando buscan ayuda para comercializar sus artículos en el floreciente mercado juvenil del gigante asiático. Y entonces éste bucea en su cartera de más de 300 raperos, djs, bailarines y grafiteros chinos.

En una reciente campaña para el vodka Wyborowa, Burton se lanzó a la carretera con su equipo, realizando 150 actuaciones en 40 ciudades del país. Sus artistas representaron una minihistoria del hip hop, desde sus orígenes urbanos en América hasta su apoteosis china. Era el cóctel perfecto: un promotor afroamericano promocionando un vodka polaco propiedad de una empresa francesa utilizando artistas chinos que practican un arte con influencia afrolatina originario de las ciudades del interior de EE UU.

 

UN NEGOCIO SERIO

Para los no iniciados, el hip hop no suena ni tiene el aspecto de un estilo artístico audaz e innovador. Es un martillo sonoro, un adefesio visual y una molestia conceptual. Los críticos a menudo lo tachan de materialista, misógino, homófobo, racista, grosero y violento. Es desagradable, el estruendo del caos total.

Hay algo de verdad en ello. Pero esta música es sólo una parte de este movimiento y, si uno mira más allá de los estereotipos, resulta claro que el rap se ha convertido en una de las corrientes artísticas de mayor alcance de las últimas tres décadas. Sus mejores exponentes comparten el deseo de borrar la división entre arte bajo y elevado para crear obras inmediatas que cuenten verdades sobre las historias, vidas, amores,  esperanzas y miedos de su generación. Tiene que ver con la rebelión, pero también con la transformación.

El hip hop gira en torno a una idea denominada cipher, el círculo de participantes y observadores que rodean a los raperos o bailarines mientras entablan batalla intercambiando improvisaciones. Si tienes agallas para meterte en el cipher a contar tu historia y, sobre todo, demostrar tu singularidad, puede que seas aceptado en la comunidad. Ahí es donde uno forja y arriesga su reputación y donde se fomenta la innovación estilística. Este enaltecimiento comunitario del mérito –ya lo denominen estilo, intensidad, o cualquiera que sea el último término en la jerga– puede trascender la geografía, la cultura e incluso el color de la piel. Ésa sigue siendo la principal promesa del rap.

En la actualidad, el mensaje de esta música está incluso cruzando fronteras. Del xi ha (como se denomina al hip hop en China) a la hip life (vida hip) en Ghana, este movimiento se está convirtiendo en la lengua franca que conecta a los jóvenes de todo el mundo, a la vez que permite que cada uno lo personalice con el sabor propio de su país. Es la base para las competiciones internacionales de baile, el terreno de encuentro para los activistas progresistas locales, e incluso materia de estudio en Harvard y en la London School of Economics.

Pero hay una cosa en este tipo de música que ha permanecido inalterable en todas las culturas: un plan progresista básico que desafía el statu quo. Miles de organizadores sociales, desde Ciudad de El Cabo a París, utilizan el hip hop en sus comunidades para tratar temas como la justicia medioambiental y mediática, la seguridad y las prisiones y la educación. En la ciudad sueca de Gotemburgo hay ONG que usan el graffiti y el baile para conseguir la participación de inmigrantes hostiles y de chicos de clase trabajadora. Jóvenes de lugares tan dispares como Chile, Indonesia, Nueva Zelanda y Noruega utilizan el rap para lograr que las opiniones de su generación sean tenidas en cuenta en el debate en sus países.

Sin límites: bailarín de breakdance surcoreano en plena acrobacia en Seúl.

El hip hop también es un negocio serio. El año pasado se vendieron más de 59 millones de discos de rap en Estados Unidos. Pero esa cifra apenas representa una pequeña parte de la influencia de esta música. Se estima que cada año se venden artículos de consumo y de lujo que marcan la moda dentro de este movimiento por valor de 10.000 millones de dólares. No se trata sólo de películas, calzado y ropa, sino de todo tipo de cosas, desde barritas de snack y refrescos hasta coches y ordenadores. Se prevé que el mercado de este “estilo de vida urbano con aspiraciones” siga creciendo de modo exponencial. Según un informe realizado por la empresa de estudios de negocio Packaged Facts, el potencial poder adquisitivo disponible para este mercado es de 780 millones de dólares sólo en EE UU. El rapero estadounidense 50 Cent es uno de los muchos empresarios avispados del mundo del hip hop que han comprendido a la perfección este filón. En 2004 firmó un acuerdo para promocionar la bebida VitaminWater a cambio de una pequeña participación en Glaceau, la empresa fabricante. En junio, Coca-Cola compró esta compañía por más de 4.000 millones de dólares, haciendo que 50 Cent ganase de la noche a la mañana 100 millones de dólares, según los rumores.

De entre todos los raperos, el magnate y hombre del renacimiento Shawn Carter, más conocido como Jay-Z, es el ejemplo más exitoso de la creciente fuerza del hip hop. Cuando se puso al timón de la sección Def Jam de la discográfica Universal Records en 2004, estaba haciéndose cargo de un negocio valorado en miles de millones de dólares. Algunas fuentes de la industria de la música creen que en la actualidad el negocio de Def Jam en el extranjero supera al nacional. Los discos del propio Jay-Z han vendido más de 33 millones de copias en todo el mundo, y su último álbum vendió 680.000 copias durante la primera semana sólo en EE UU. Además, regenta varios locales nocturnos en Nueva York y Atlantic City, y planea abrir más en Las Vegas, Tokio y Macao el próximo año. Se estima que la fortuna de este antiguo vendedor de droga que creció en medio de la pobreza en pisos de acogida en el barrio neoyorquino de Brooklyn asciende ahora a 500 millones de dólares.

A la vista de sus humildes orígenes, nadie podría haber previsto el fenómeno global en que se convertiría el hip hop. Hace 30 años, Nueva York se parecía poco a la metrópolis resplandeciente de hoy, sobre todo las maltratadas calles del Bronx. Los disturbios raciales, las reformas urbanas, la piromanía y el abandono de las autoridades hicieron fracasar los programas de asistencia social y educativa, acabaron con la disponibilidad de alojamiento, aceleraron la huida de la población blanca y la pérdida de empleos, y crearon un símbolo internacional de la desesperación urbana.

Mientras tanto, la  juventud pobre del Bronx encontró cómo pasar el rato: rapeando en un estilo que adaptaron a partir del reggae jamaicano con la jerga del barrio sobre ritmos de influencia afrolatina, bailando como locos fragmentos rítmicos reproducidos en bucle, escribiendo sus apodos con sprays en las paredes, los autobuses y los vagones de metro. Ésos eran los “cuatro elementos” originales del hip hop: el MCing (rapear), el DJing (pinchar), el b-boying (breakdance) y el graffiti. La cultura de la calle se alimentó de las excentricidades del vecindario de este barrio marginado y de los niños que aún vivían en él. Y las formas de ocio que los adolescentes eligieron inocentemente, tomadas en conjunto, constituyeron las primeras creaciones de una vanguardia artística.

En 1973, un par de chavales inmigrantes de origen jamaicano decidieron montar una fiesta de inicio de curso. Cindy Campbell y su hermano Clive, más conocido en el barrio como DJ Kool Herc, organizaron el baile en la sala de ocio del edificio de pisos de protección oficial donde vivían, en el hoy famoso 1520 de la avenida Sedgwick. No podrían haberlo hecho en mejor momento. Tras años de violencia entre bandas, los adolescentes de la zona empezaban a estar hartos y buscaban una nueva vía para expresarse. “Cuando fui a la fiesta fue como entrar en otro universo. Había vibraciones intensísimas en el ambiente”, dice Tony Tone, un pandillero que luego formó parte de los Cold Crush Brothers, un grupo de rap pionero. Las fiestas de los hermanos Campbell en el Bronx tuvieron tanto éxito que pronto se trasladaron a un parque cercano y se hicieron al aire libre. Acudían multitudes. En vez de andar por las calles metiéndose en líos, ahora los jóvenes tenían un lugar donde liberar su energía reprimida. “El hip hop salvó muchas vidas”, recuerda Tone.

Uno de esos salvadores de vidas fue el líder pandillero Afrika Bambaataa que, inspirado por DJ Kool Herc, también empezó a montar fiestas de este tipo. Tras un viaje a África que le conmocionó, Bambaataa utilizó el rap para alejar de las bandas a chicos pobres llenos de ira, y creó la organización callejera Nación Zulú Universal para ayudar a difundir su mensaje. Los periodistas de los barrios bajos de Nueva York no tardaron mucho en escribir que Bambaataa estaba “parando balas con un par de platos” de tocadiscos. Con este mensaje de fuerza, esta música actualizó las tradiciones poéticas afroamericanas, y se convirtió en testimonio de las alegres, conmovedoras y a veces furiosas historias de la América olvidada.

 

PLANETA ‘HIP HOP’

Menos de una década después de la famosa fiesta de los hermanos Campbell, el hip hop empezó a enraizar fuera de EE UU. En 1982 Afrika Bambaataa y su grupo Soulsonic Force lanzaron un single titulado Planet Rock, que tomaba prestados ingredientes musicales del electropop alemán, el rock británico y el discorap afroamericano. Fundieron estos elementos ofreciendo el rap como nuevo enfoque para la armonía universal. El tema arrasó en las listas de todo el mundo. Ese mismo año, Bambaataa llevó a los principales raperos, bailarines, artistas y djs de Nueva York en la primera gira de hip hop fuera de Estados Unidos. Esos viajes eran clave para expandir Nación Zulú Universal y abrazar los que consideraba valores básicos del hip hop: paz, unidad, amor y diversión. Allá donde fue, en Europa, África y Asia, plantó las semillas del movimiento.

Francia cayó presa de este virus. En los 90, MC Solaar se convirtió en la primera superestrella de rap no americana. Nacida en Senegal, de padres chadianos, descubrió Nación Zulú y la música de Afrika Bam­baataa siendo adolescente en París. Sus orígenes multiculturales cautivaron a jóvenes de todo el mundo francófono, que pronto se convirtió en el mayor mercado de hip hop de habla no inglesa.

A finales de los 80, la creciente popularidad de la televisión por cable y por satélite dispersó más aún las semillas del rap. En 1988 la MTV estrenó en EE UU un programa piloto titulado Yo! MTV Raps, que emitía vídeos de hip hop a horas intempestivas un día a la semana. En seguida tuvo tanto éxito que empezaron a ponerlo seis días a la semana. De pronto el estilo urbano afroamericano y latino resultó accesible para millones de jóvenes, y no sólo en Estados Unidos. Se convirtió en uno de los primeros espacios que la cadena emitió a escala mundial, primero en MTV Europe, luego en MTV Asia y unos pocos años después en MTV Latino.

Uno de los grupos que más sonó fue Public Enemy, un colectivo de jóvenes activistas, la mayoría con estudios universitarios, que tenían ambiciones audaces y un talento difícil de igualar. Surgiendo desde los suburbios negros de Long Island, en Nueva York, las letras del grupo denunciaban la brutalidad policial, los estereotipos raciales, la violencia de las bandas y la indiferencia política. Su éxito convenció a muchos escépticos de que el hip hop podía ser un estilo artístico duradero, lucrativo e incluso relevante desde el punto de vista social. Siguiendo el ejemplo de Bambaataa, Public Enemy emprendió largas giras mundiales. Su influencia fue poderosa. Cuando a finales de los 80 el grupo desembarcó en Brasil, el hip hop explotó en América Latina. “Su canción Don’t Believe the Hype (No me creo esta película) fue muy importante”, dice el legendario rapero brasileño Eliefi acerca del exitoso single que exaltaba el poder negro. “Nunca antes habíamos visto a gente negra adoptar una actitud combativa”.Aunque en la actualidad el hip hop se ha convertido en una corriente predominante en muchas zonas del mundo, aún se le sigue considerando una voz para los oprimidos y una provocación a los que están en el poder. De hecho, las guerras culturales generadas por el rap a mediados de los 90 en EE UU, con sesiones del congreso y campañas de destrucción de CD, se han reproducido en Gran Bretaña, donde el debate nacional en torno a este movimiento ha sustituido a las discusiones sobre la raza y la inmigración. En 2003, el ministro de Cultura británico, Kim Howells, aprovechó su cargo para colocar en la picota las “letras cargadas de odio con las que nos salen esos raperos idiotas que se las dan de machos”. El hip hop se ha topado con las mismas resistencias en Francia. Hace dos años, el rap rabioso cantado por hijos de inmigrantes africanos y árabes, algunos sin derecho a voto, se convirtió en la banda sonora de la revuelta en las banlieues, y también de los disturbios que siguieron a las elecciones de la pasada primavera. Doscientos parlamentarios franceses suscribieron una petición para que se pusiese freno a esta música. La iniciativa no prosperó, pero el episodio fue un nuevo recordatorio de cómo el hip hop puede chocar con los poderes establecidos.
‘HIP HOP’ LOCAL A medida que el rap se hace más popular, empieza a quedarse aprisionado en el incómodo espacio que hay entre la globalización económica y la globalización de las raíces culturales, que no conoce fronteras. El hip hop comercial de EE UU, con su filosofía de “hazte rico o muere en el intento”, está desplazando a los raperos y músicos locales en las radios y televisiones de África, Asia, el Caribe y Latinoamérica, y actuando como banda sonora para estrategias agresivas de venta de bienes de consumo para los jóvenes.Este comercialismo rampante choca con el espíritu marginal, de gente excluida socialmente, que inspira al hip hop. En Kenia, por ejemplo, dos concepciones de este movimiento –una como cultura de resistencia que busca la justicia social, otra como cultura popular orientada hacia el capitalismo de consumo– quizá estén destinadas a enfrentarse. Para algunos kenianos, esta música ha permitido que una nueva generación poscolonial de africanos tenga voz. Las letras que cantan los jóvenes raperos locales –en sheng, una lengua resultado de la fusión del inglés, el suahili y el kikuyu– abordan temas como el desempleo, la pobreza y los fracasos de la anterior generación. Estos jóvenes artistas incluso están creando comunidades que apoyan el desarrollo de políticas culturales únicas en el continente. La ONG keniana Words and Pictures ha viajado a Ghana, Senegal, Suráfrica y Tanzania para impulsar una red de trabajo entre los pioneros del hip hop de cada país. La reciente llegada de MTV Base Africa puede acelerar esta dinámica. Cuando el canal empezó a operar en Suráfrica a principios de 2005, un tercio de la música emitida era africana. Desde entonces la proporción de artistas del continente ha crecido, y la cadena dice que en 2008 espera alcanzar un 50% de programación africana.Pero en la radio se impone el hip hop extranjero. Emisoras como Britain’s Capital FM y Kiss FM, de propiedad local, venden espacios publicitarios a multinacionales como Motorola y Nokia. Prefieren poner música de estadounidenses como 50 Cent porque ayuda a que las empresas vendan sus productos. Pero los raperos del país, cuyas canciones critican al Gobierno y la pobreza, califican al rap de EE UU, irónicamente, de “música opresora para chicos blancos”, aunque sus intérpretes sean en su mayoría negros.Michael Wanguhu, natural de Nairobi y autor del documental Hip-hop Colony, dice que esta homogeneización cultural y este patrocinio comercial están convirtiéndose en preocupaciones serias. “Están crean­do oportunidades donde no las había”, dice, “pero no hay hueco para la música inteligente que da poder a la gente”. Aún así, ve la expansión del rap con optimismo. “En África el hip hop es como el nuevo pan-africanismo. Está haciendo desaparecer nuestras fronteras, creando nuevas organizaciones y expandiendo todo ese mercado”.Cada mes de octubre 8.500 aficionados al hip hop de todas las procedencias acuden a Braunschweig (Alemania) para ver la mayor competición de baile de este tipo de música del mundo: la Batalla del Año. La organizó por primera vez hace 16 años el bailarín de breakdance de este país Thomas Hergenröther, con la intención de que sirviese de pequeño escaparate para que un puñado de grupos alemanes y húngaros mostrasen sus habilidades. Pero el evento ha crecido hasta convertirse en nada menos que el campeonato del mundo de este baile. La fase de clasificación se celebra en 20 países, entre los que están Albania, China, Estonia, Malaisia, Nueva Zelanda, Serbia y Suráfrica. La fase final enfrenta a 20 equipos, con unos 200 bailarines en total, que representan a sus respectivos países sobre el escenario central del Volkswagen Halle en Braunschweig.El director de cine Benson Lee filmó el campeonato de 2005 para su documental Planet B-Boy. Usando como hilo conductor la historia de un año de competición, Lee muestra la diversidad de los integrantes del movimiento hip hop en todo el mundo: emigrantes que rechazan la desesperanza de los suburbios de París, jóvenes que intentan escapar del universo homogéneo del pequeño comercio urbano de Tokio, incluso reclutas del Ejército de Corea del Sur. “Estos chicos no son matones. Son artistas”, dice Lee. “La principal esencia del hip hop es la comunidad”.Eventos de rap como la Batalla del Año crean espacios para una globalización desde abajo, hacen que la gente cruce barreras geográficas, lingüísticas y raciales para reunirse. La película de Lee pone de manifiesto la existencia de tensiones entre el equipo de EE UU y el francés, ambos actúan con actitud agresiva y atrevida. Todos temen a los recién llegados surcoreanos, un equipo de segunda fila pero con una sincronización perfecta, y cuyos integrantes lucen ropa deportiva con los colores nacionales. “Lo que Alemania o Francia hicieron en 15 años”, dice Hergenröther sobrecogido, “ellos lo han logrado en cinco”.En una de sus coreografías, el equipo alemán –integrado sobre todo por inmigrantes africanos y árabes– parodia la alfombra mágica de Aladino, lanzando una crítica mordaz contra el conflicto migratorio en su país. “Tanta gente diferente se ha reunido bajo el nombre del hip hop, que ha cambiado la música y el arte completamente”, dice un bailarín de breakdance alemán que se hace llamar Tormenta.Pero la esencia del rap es el cipher, surgido en el Bronx, donde competición y comunidad se potencian mutuamente. En la ronda final de la Batalla del Año los equipos se alinean en formación y se atacan verbalmente, ya sea de forma individual o al estilo comando, todos a la vez. Esa última noche siempre se convierte en una explosión descontrolada de cuerpos. El clímax del combate constituye la forma más profunda de comunicación. “Es un intercambio”, dice Tormenta. “Él me da algo con lo que yo puedo identificarme y tengo que responderle con algo con lo que él pueda identificarse para continuar la batalla”. Es el tipo de intercambio que ocurre cada día entre millones de personas en todos los rincones del planeta.


Los felices 80 del ‘hip hop’ español
Todos los comienzos son difíciles. El ‘hip hop’ llegó, penetró en España por la madrileña base de Torrejón en forma de ‘breakdance’ y luego llegaron sus otros dos compañeros de viaje: el ‘graffiti’ y el ‘rap’. Pasen y bailen… Francisco Reyes
Todo empezó en 1984, cuando un pequeño grupo de jóvenes comenzamos a contorsionarnos en la calle, en el suelo, al ritmo de una música que llamábamos break, música de break, decíamos. Sí, era el breakdance, el primer aviso de lo que años mas tarde sería la movida hip hop. En todos los barrios se veía a chavales bailando popping y suelo. No fuimos conscientes de lo que teníamos en nuestras manos, tampoco sabíamos cómo había entrado en España aquel baile que venía del otro lado del Atlántico, probablemente, por Madrid y por la base de Torrejón. Los soldados americanos solían moverse por la discoteca Stone’s, y seguramente fue allí donde desembarcaron el break, el rap, el electro, el graffiti y todo lo necesario para que se fuese gestando el movimiento hip hop en España.

Ajeno a él, un mensaje se hacía repetitivo en los muros y mobiliario urbano de la capital desde 1980: Muelle, un joven de la periferia, músico y mensajero, que fue el primero en estampar su firma por toda la ciudad. Pronto surgieron imitadores, escritores de pintadas o firmas (por aquel entonces no se conocía el graffiti tal y como hoy se entiende). Algunos de ellos llegaron a ser tan conocidos como él: Bleck la rata, Tifón, Glub… El prestigio de Muelle le viene dado no sólo por haber sido el primero, sino por ser el creador del estilo flechero, desconocido en el resto de Europa e imitado hasta la saciedad en los primeros años del bombardeo en España.

Durante 1984 y 1985 el breakdance llegó a los medios de comunicación y se popularizó entre la juventud. Salieron los South City Breakers en televisión en el Un, dos, tres, los Power Breakers en Dabadabadá. Y películas como Beat Street, Breakdance, Wild Style, Electric Bogaloo, y sobre todo, el documental Guerra de estilos, emitido en La 2, nos hicieron ver que había algo más, que el breakdance no era algo aislado, que formaba parte de un movimiento que además de la música rap y el electro, tenía el componente artístico añadido de la ilegalidad del graffiti y las firmas. En aquellas cintas podíamos ir adivinando una serie de gestos, de posturas, de formas de andar características del hip hop que iríamos copiando. Aquello marcó nuestra infancia y adolescencia, e hizo que muchos de nosotros, destinados a compartir la calle con la droga y la delincuencia, nos apartáramos de ellas para dedicarnos al hip hop en cuerpo y alma… Un estilo de vida que consiste en dejarse ver. La exaltación del ego. En eso se ha convertido el hip hop hoy en día. Tipos rimando, autoproclamándose los amos, un breakdance cada vez más acrobático y más alejado del baile original y un graffiti vandálico y en ocasiones violento que hace flaco favor a los grafiteros que sí son artistas y siguen el legado de Muelle: “Una firma decorativa que no genere un gasto”.

 

Francisco Reyes es profesor de Publicidad en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense (Madrid), donde imparte además una asignatura de hip hop en los cursos de doctorado.

Lucha de poder: jóvenes palestinos dan voz a las frustraciones políticas de su generación.

¿Algo más?
Jeff Chang explora la influencia sociocultural del hip hop en Can’t Stop, Won’t Stop: A History of the Hip-Hop Generation (St. Martin’s Press, Nueva York, 2005). También ha editado una antología de este movimiento, Total Chaos: The Art and Aesthetics of Hip-Hop (Basic Civitas Books, Nueva York, 2007). Tricia Rose fue una de las pioneras en los estudios sobre esta música con su ameno Black Noise: Rap Music and Black Culture in Contemporary America (University Press of New England, Hanover, Alemania,1994). Raquel Cepeda presenta una tonificante selección de los mejores escritores sobre rap en And It Don’t Stop: The Best American Hip-Hop Journalism of the Last 25 Years (Faber & Faber, Nueva York, 2004).

Tha Global Cipha: Hip-Hop Culture and Consciousness, de James Spady, Samy Alim y Samir Meghelli (Black History Museum Press, Filadelfia, EE UU, 2006), captura la energía del fenómeno global del hip hop en las voces de los propios artistas. Para ver cómo el rap se ha apoderado de Kenia, vea la película de Michael Wanguhu Hip-Hop Colony. El documental Planet B-Boy relata la historia de un año en una competición internacional de breakdance. Para leer un ensayo lujosamente ilustrado con fotografías sobre las manifestaciones de este movimiento alrededor del mundo, vea ‘Hip-Hop Planet’ de James McBride (National Geographic, abril, 2007).