Sospechosos de pertenecer a la secta mungiki son detenidos por las autoridades. (Tony Karumba/AFP/Getty Images)
Sospechosos de pertenecer a la secta mungiki son detenidos por las autoridades. (Tony Karumba/AFP/Getty Images)

Una inquietante y opaca naturaleza espiritual se une a actividades delictivas.

El actual panorama religioso de África sugiere una profunda convulsión espiritual. Las religiones tradicionales (cristianismo e islam, principalmente), compiten con innumerables ramas rebeldes y credos animistas que, en muchos casos, se organizan a modo de secta. Inocuas o agresivas; recientes o con su origen en el siglo XIX o incluso anterior; con millones de adeptos o conformadas por la comunidad de un solo barrio. El abanico es, desde luego, inmensamente amplio.

De entre todas ellas destacan los mungiki de Kenia, cuya inquietante y opaca naturaleza espiritual, así como sus actividades delictivas, más propias de la mafia y el crimen organizado que de un culto, plantean un intenso debate sobre si deben ser considerados miembros de una secta o mera banda pendenciera. Y es que, de hecho, este grupo ha sido protagonista durante las últimas tres décadas de la actualidad social y política del país, uno de los Estados más estables del continente y paradigma del desarrollo africano. Así, asumiendo esta variedad de perfiles de los mungiki, ¿en qué medida se les puede considerar una secta de la misma manera que a los kitawalistas o los kimbanguistas?

Su actividad comenzó a mediados de los 80 en el valle del Rift y se entroncan directamente con la herencia dejada por los mau mau, un movimiento anticolonial de los 50 cuyo objetivo era acabar con la influencia británica y todo su poso cultural. Los primeros mungiki, miembros de la tribu kikuyu (mungiki significa ‘multitud’ en su lengua), sufrían unas precarias condiciones sociales y las políticas gubernamentales sobre la distribución de las tierras, que entonces beneficiaron a los masai, supuso una aceleración en la organización y actividad delictiva de los mungiki.

Un año clave fue 1992. La tensión entre las tribus en Kenia se complicó enormemente hasta que se volvió insostenible. Manifestaciones, peleas, asesinatos… Muchos mungiki, sin nada que perder y un porvenir incierto, se trasladaron entonces a los barrios marginales de Nairobi. El propio Gobierno facilitó el traslado de muchos jóvenes kikuyus a asentamientos chabolistas. La gran centralización de Kenia, capitalizada hasta el extremo por la importancia de la capital del país, explica este movimiento demográfico.

Poco a poco, los mungiki se organizaron con mayor eficacia y brutalidad, hasta ir haciéndose con algunos negocios. El más sonado, la gestión de los autobuses de Nairobi (los famosos matatus). Muchos conductores fueron apaleados, extorsionados e incluso asesinados de formas terriblemente violentas. Se hicieron también con los servicios de recogida de basuras, entraron en los sectores de la construcción y la energía eléctrica e, incluso, en la venta irregular de varios artículos, entre ellos el alcohol (el fortísimo changaa).

Los mungiki, además, han jugado un importante papel en las elecciones de las últimas dos décadas, ejerciendo violencia y presión sobre muchos votantes a favor del político que los contratase. Así, muchos ciudadanos se vieron extorsionados por bandas armadas con machetes (pangas) y armas de fuego. La misma Corte Penal Internacional investigó y exculpó al ahora presidente Uhuru Kenyatta (hijo del también presidente Jumo Kenyatta, entre el 64 y 78), entonces líder de la oposición al frente del partido KANU. Muchos mungiki, supuestos testigos de las relaciones con el KANU, han desaparecido en extrañas circunstancias.

Las elecciones de 2007 fueron especialmente cruentas. Mwai Kibaki, a la sazón presidente, resultó vencedor y fue investido en una ceremonia sospechosamente secreta en mitad de la noche. Su rival, Raila Odinga, aseguró que las Cortes estaban bajo control de Kibaki, por lo que él debía ser considerado el nuevo gobernante. La violencia se desató con los mungiki como actores principales y la respuesta gubernamental fue la operación Ondoa Kwekew (‘Quitar las malas hierbas’), una campaña brutal perpetrada por escuadrones de la muerte que acabaron con miles de mungiki y civiles inocentes. En total se cuentan unas 8.000 muertes, y los abogados responsables del informe, asesinados.

Paralelamente, las actividades delictivas de los mungiki tuvieron su réplica en la aparición de bandas violentas como los talibán (que, aun compartiendo nombre, nada tienen que ver con los ultrareligiosos afganos) y otros grupos similares. Los talibán pertenecen a la tribu luo, enfrentada a la kikuyu. Aunque se definen como garantes de la paz y el orden, lo cierto es que este grupo ha llevado a cabo las mismas fechorías que los mungiki, aunque a una escala de organización menor. Es en el barrio de Kasaran, en el que conviven kikuyus y luos, donde los enfrentamientos han sido más extremos.

¿Secta u organización criminal?

La actividad de los mungiki no sólo llama la atención por su presencia en un país como Kenia. Además de ser considerados por algunos analistas como los yakuza o la camorra keniana, lo cierto es que un halo de misterio aún más profundo envuelve a este grupo. Aunque está clara su vis de banda criminal, existen datos que le confieren un carácter de secta.

En este sentido cobra especial importancia la figura de Maina Njenga, líder espiritual de los mungiki y una pieza fundamental en sus inicios. Estudiante modelo en la escuela, asegura que una experiencia mística le enseñó el camino de la verdad. A pesar de un origen firmemente basado en dogmas animistas, Njenga ha ido derivando su discurso religioso hasta la predicación de una suerte de sincretismo cristiano. Hoy por hoy, y a pesar de su pretérita importancia en el origen de los mungiki, Njenga parece haber sido devorado por su propio personaje y su influencia ha decaído notablemente.

Pero los mungiki no sólo han tenido un líder o profeta (requisito capital en cualquier secta) como los kimbanguistas o los sokoto. Aunque sin testimonios claros, lo cierto es que todo miembro debe pasar un rito de iniciación que consiste, entre otras acciones, en el sacrificio de una cabra y la posterior ingesta de su sangre mezclada con hierbas silvestres. Algunos miembros aseguran que intercambian su sangre con la de otros compañeros antes de emprender cualquier actividad sospechosa. El pelo a lo rasta es otro distintivo de los mungiki (aunque dada su actual persecución muchos optan por otro peinado).

Por otra parte, el credo mungiki bebe directamente del animismo tradicional, pero aliñado con componentes políticos que han desembocado en un movimiento conocido como thaaismo. Así, los mungiki en sus comienzos abogaban por una vuelta a los orígenes culturales kenianos, rechazando todo lo que tenga que ver con la influencia colonial (el cristianismo, desde luego, lo es; y además se considera causa principal de disputas y enfrentamientos en el país). Igualmente practican tanto la circuncisión como la ablación femenina. A diferencia de otras credos, ellos juran nos alardear de su pertenencia a la secta so pena de muerte.

¿Dónde están ahora?

En cualquier caso, resulta evidente que la naturaleza de los mungiki ha sufrido una evolución más que notable durante sus tres décadas de existencia. Desde el punto de vista religioso, la exclusividad animista ha ido perdiendo fuerza dentro del grupo y existen mungiki musulmanes y cristianos. Por otra parte, sus días de gloria delictiva parecen apagarse y en la actualidad se organizan más como soldados de fortuna al servicio del mejor postor que como una mafia bien organizada. Las últimas elecciones de 2013, aunque precedidas por una calma tensa, confirmaron que la tensión provocada por sus actividades se ha reducido sensiblemente.