UNA SOLUCIÓN SIMPLISTA

Estados Unidos resolvió en 2006 completar un gigantesco muro en su frontera sur para reducir el número de indocumentados que ingresan en su territorio. Quizá lo hizo ignorando que, al igual que otras murallas, ésta representa una solución simplista condenada a caer en los vicios alertados por la comunidad internacional.

La violación de los derechos humanos es su efecto más visible. Ante la incapacidad de cualquier muro de frenar el deseo del hombre por buscar una vida mejor, los cruces continúan pero con un riesgo mucho mayor, pues ahora se producen en zonas más inhóspitas y peligrosas del desierto. Los más afortunados logran atravesar la frontera tras varios días de insufribles precariedades, mientras que a otros simplemente no les alcanzan las fuerzas. Aunque resulta imposible tener cifras exactas, el número de fallecimientos se ha multiplicado desde 1994, cuando arrancó la construcción de los primeros tramos del muro. Cálculos conservadores de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México señalan que más de 5.000 personas han muerto desde entonces; una cantidad mucho mayor a la provocada durante 28 años por otro muro, el de Berlín, que con tanto ahínco EE UU luchó por derribar.

 

Pero esto no es todo. El mayor riesgo conlleva la necesidad de mecanismos cada vez más sofisticados y onerosos para realizar las incursiones, lo que se ha traducido en el incremento exponencial de las sumas que quienes buscan el sueño americano deben pagar a los coyotes y la construcción de túneles de toda longitud y diámetro. El precio por cruzar puede superar con facilidad los 3.000 dólares.

Así, la muralla propicia el lucro de una mafia multimillonaria que utiliza su infraestructura subterránea no sólo para el tráfico ilegal de personas, sino también de sustancias prohibidas y armas.

A pesar de que los datos más recientes del Pew Hispanic Center reflejan un descenso en el flujo de irregulares, es difícil atribuir este resultado al muro cuando factores como la crisis económica también sirven como inhibidor. Sin embargo, aun en el supuesto de que el muro esté cumpliendo parcialmente su objetivo, es necesario plantear si aquello merece el sufrimiento y las muertes que está provocando, por no mencionar el crecimiento de organizaciones delictivas capaces de atentar contra la seguridad nacional, bajo cuya justificación –paradójicamente– se motivó la construcción de esta enorme pared.

Este muro no es el antídoto para mitigar la inmigración ilegal. La única solución real es una reforma migratoria integral. Esta política facilitaría a EE UU un mayor control de su frontera. Por supuesto, México debe también hacer su parte, reforzando su vigilancia fronteriza y emprendiendo reformas estructurales fundamentales para generar empleo de calidad en su territorio. Sólo así evitará el coste socioeconómico que genera la fuga de valioso capital humano.

Mauricio Rodas Espinel es director general de la Fundación Ethos de México.

 

 

 

NECESIDAD POLÍTICA

Si las fronteras son cicatrices de la historia, el muro que se está construyendo entre México y Estados Unidos es como un torniquete que se le aplica a una herida abierta, en un desierto donde la historia aún no se ha resuelto.

La frontera norteamericana, por más dramáticos que sean los contrastes entre los dos lados de sus más de 3.000 kilómetros, no representa un frente bélico. No es la línea divisora en Corea ni el muro de Israel ni el de Berlín de otros tiempos. La superpotencia estadounidense ni siquiera tiene que movilizar tropas para protegerla.

Es una cuestión de simbolismo político, no de seguridad. Pero lo más curioso es que en Estados Unidos el muro fronterizo no representa un rechazo a una reforma liberal migratoria. Al contrario: debe considerarse como el precio a pagar por tal reforma. El esfuerzo arrancó en 2006, cuando el fallecido senador Edward Kennedy y el republicano John McCain propusieron al Congreso una ley de amnistía (sin llamarla así) a los millones de indocumentados que se encontraban ya en el país, pero fue derrotada, y el esfuerzo lanzado al mismo tiempo para fortalecer el cumplimiento de las leyes migratorias ha seguido adelante.

Barack Obama entró en la Casa Blanca prometiendo seguir la línea McCain-Kennedy. Sin embargo, el muro sigue construyéndose, y las deportaciones han continuado. No es por inercia. El cálculo político es que el público estadounidense no apoyará reforma alguna hasta que sienta que el Gobierno está fortaleciendo la frontera y el Estado de Derecho.

A mediados de los 80 hubo una amnistía para tres millones de indocumentados (ahora serían 12 millones). La legalización, entonces, de inmigrantes irregulares fue acompañada por el compromiso de hacer respetar la ley y controlar el flujo. La Administración no cumplió su parte y el Congreso no autorizó la suficiente inmigración legal durante las últimas dos décadas, lo que derivó en la importación de más mano de obra indocumentada que antes. Y ahora, el Ejecutivo no tiene credibilidad al decir que se trata de la última regularización.

Con la recesión actual, el número de mexicanos que ha emigrado a Estados Unidos ha caído considerablemente (en torno a un 30% o 40%), al igual que el flujo de las remesas. Cada año regresan a México más de 450.000 personas, pero esta cifra no se ha disparado con la crisis. ¿La razón? Con la construcción del muro y el aumento de los guardias fronterizos, el cruce resulta más costoso y difícil, por lo que muchos mexicanos se lo piensan dos veces antes de volver. Es decir, la circularidad de la migración entre los países se ve interrumpida, atrapando a los mexicanos al norte, no al sur de la frontera.

El muro, después de todo, es una necesidad política, divorciada de la realidad económica o de lo que requiera la seguridad nacional.

Andrés Martínez es director del Programa Bernard L. Schwartz Fellows de la New America Foundation (EE UU).