Éstas son algunas de las comunidades musulmanas más perseguidas, desde dentro o desde fuera del islam.

Rohingyas

Refugiados rohingya descansan en un campamento temporal en Indonesia. Ulet Ifansasti/Getty Images
Refugiados rohingya descansan en un campamento temporal en Indonesia. Ulet Ifansasti/Getty Images

A esta etnia musulmana, que en ningún país ve reconocida su ciudadanía, le precede la fama de ser quizás la minoría más perseguida del mundo. La mayor parte de sus miembros se concentra en Myanmar, y es precisamente en ese país donde se enfrentan a mayores peligros y discriminación. Radicados sobre todo en el Estado de Rakhine y rodeados de una mayoría budista, beligerante y en muchos casos antiislámica, cientos de miles rohingyas han intentado huir a Estados como Malasia o Bangladés.

No es de extrañar que huyan: los musulmanes birmanos se han venido enfrentando a la discriminación sistemática y a episodios esporádicos de violencia desde el establecimiento de la dictadura militar en 1962. En 2012 unos enfrentamientos interreligiosos en Rakhine acabaron con la vida de 192 personas, de las cuales 166 eran musulmanes. El año pasado, más de 150.000 rohingyas tuvieron que huir de la violencia en ese mismo Estado; la mayor parte de ellos viven confinados en campamentos precarios bajo control de las autoridades.

La progresiva democratización del país aún no ha dado lugar a soluciones para atender las necesidades de esta minoría. Tampoco el creciente papel político de los monjes budistas ha atenuado la hostilidad. Al contrario: muchos de ellos se han significado en su islamofobia, y los monjes disfrutan ahora de más libertad para predicar doctrinas como la del 969, un movimiento nacionalista antiislámico. Las dificultades de la convivencia interreligiosa e interétnica continúan lastrando la creciente apertura del país, y los musulmanes rohingyas siguen siendo la minoría más vulnerable.

 

Ahmadíes

Miembros de la comunidad ahmadí se preparan para escuchar el rezo. León Neal L/AFP/Getty Images
Miembros de la comunidad ahmadí se preparan para escuchar el rezo. León Neal L/AFP/Getty Images

Nadie parece querer a los ahmadíes. Esta corriente minoritaria del islam, considerada herética por muchos, es ferozmente perseguida en los países de mayoría musulmana. El caso más grave es el de Pakistán, que no sólo alberga a la mayor comunidad ahmadí del mundo, sino que es también el único Estado que, desde 1974, la ha declarado oficialmente como no islámica.

El Código Penal paquistaní prohíbe a los ahmadíes llevar a cabo cualquier actividad que pueda caracterizarlos como musulmanes, como por ejemplo denominar mezquitas a sus edificios de culto, construir minaretes, peregrinar a Arabia Saudí para el hajj o llamar públicamente a la oración, aplicándose penas de hasta tres años de prisión por contravenir esas normativas.

De la represión legal y doctrinaria a la violencia sólo hay un paso: las leyes fomentan la hostilidad popular hacia los ahmadíes, asentando la “obligación religiosa” de asesinarlos y alimentando grupos como Khatm e Nabuwat dedicados a alentar la animosidad hacia este grupo. El episodio violento más notorio lo constituyeron los ataques que sufrieron los ahmadíes en la ciudad paquistaní de Lahore en 2010, cuando más de 90 de sus miembros cayeron muertos en un atentado contra dos mezquitas.

La persecución tiene eco en lugares como Indonesia, donde se han promulgado fatuas declarándolos infieles; se han dado casos de patente hostilidad incluso en Reino Unido, donde dos mezquitas ahmadíes fueron atacadas por otros musulmanes en 2010. Frente a la animadversión a la que se enfrentan en Oriente Medio, Israel es el único país de la región que les da cobijo y en el que pueden practicar abiertamente su fe.

Las fricciones espontáneas y populares derivadas de disputas doctrinarias son difícilmente evitables, pero el principal enemigo de los ahmadíes es la persecución institucionalizada que ampara y justifica los ataques, al tiempo que exonera a quienes los perpetran.

 

Musulmanes de la República Centroafricana

Hombres se reúnen en la mezquita de Bangui, capital de República Centroafricana. Giuseppe Cacace/AFP/Getty Images
Hombres se reúnen en la mezquita de Bangui, capital de República Centroafricana. Giuseppe Cacace/AFP/Getty Images

Desde que los guerreros Seleka, mayoritariamente musulmanes, tomaron la capital del país en marzo de 2013, la República Centroafricana se ha venido desangrando en un conflicto que ha desplazado a más de un millón de personas y adquirido matices religiosos que antes no existían. A los Seleka se oponen coaliciones de militantes cristianos y animistas conocidos como antibalaka; éstas han aprovechado para perpetrar lo que Amnistía Internacional describe como un proceso de limpieza étnica y exterminio de la minoría musulmana.

Como resultado de esta campaña homicida, más de 30.000 musulmanes viven en enclaves precarios vigilados por la ONU, mientras que los que quedan fuera están sometidos a una constante amenaza y tienen que esconder sus prácticas y distintivos religiosos. Muchos de ellos se han visto obligados a convertirse al cristianismo, y centenares de mezquitas han sido destruidas.

El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó en abril de 2014 el despliegue de una fuerza en el país. Sin embargo, el periodo de relativa estabilización que siguió al desembarco internacional se truncó en septiembre del año pasado con un nuevo rebrote de violencia interreligiosa que se llevó por delante la vida de 130 personas y aumentó un 18% el número de refugiados internos.

En un país con un dilatado historial de violencia y que ocupa los puestos más rezagados en desarrollo humano, el elemento religioso no es tanto la raíz de los problemas como una consecuencia adicional que inevitablemente termina en una violencia aún más sistemática y con rasgos genocidas. El pasado diciembre se celebraron elecciones, pero el resultado fue inconcluyente y habrá segunda ronda a mediados de febrero. Si la formación del Gobierno se lleva a cabo de forma pacífica y los líderes están a la altura con su llamamiento a la armonía, el problema religioso podría empezar a remitir. La base de miseria y violencia endémica que lo origina, sin embargo, será mucho más difícil extirparla.

 

Uigures chinos

Una familia uigur en el mercado de Kashgar, en la provincia china de Xinjiang. Greg Baker /AFP/Getty Images
Una familia uigur en el mercado de Kashgar, en la provincia china de Xinjiang. Greg Baker /AFP/Getty Images

Los alrededor de 8 millones de uigures musulmanes, concentrados fundamentalmente en la provincia china de Xinjiang, llevan decenios sosteniendo una dura lucha contra las imposiciones de uniformización cultural propugnadas por el Estado mediante una oposición a Pekín de carácter secesionista y a veces violento. Los peores altercados tuvieron lugar en 2009 en la capital provincial de Xinjiang: murieron alrededor de 200 personas (uigures y también de la etnia mayoritaria han).

Lejos de apaciguar los ánimos con una mayor tolerancia a las sensibilidades culturales y religiosas de los uigures, las autoridades chinas han reaccionado tradicionalmente con la exportación en masa de ciudadanos han con objeto de diluir la identidad local de la provincia (en 1949, los han representaban sólo el 6% de la población de Xinjiang y hoy ya son alrededor del 40%).

También se aplican restricciones a la práctica religiosa: a los funcionarios públicos uigures no se les permite el ayuno durante el Ramadán, mientras que los hosteleros y tenderos se ven forzados a mantener sus negocios abiertos en las horas destinadas al descanso durante el mes sagrado, viéndose incluso obligados a vender alcohol. En Urumqi, la capital de Xinjiang, se prohíbe a las musulmanas vestir el velo islámico en público, mientras que en otras localidades de la provincia se impide usar el autobús a quienes exhiban distintivos islámicos como la barba larga, la media luna o los velos que cubren el rostro.

Las autoridades esgrimen razones aparentemente sustanciales para justificar las prohibiciones, como la necesidad de separar la educación y la religión. Pero ese celo laicista no se aplica a los budistas o a los cristianos. A su vez, otros musulmanes del país, como los Hui de la región de Ningxia, gozan de plenas libertades religiosas, en parte por estar más integrados en la cultura mayoritaria china, hablar el mandarín y no abrigar sentimientos independentistas.

Si bien los uigures han profesado tradicionalmente una forma moderada del islam, la persecución que sufren está empujando a algunos a prácticas más radicales. Muchos uigures han abrazado el extremismo y podrían adscribirse a organizaciones terroristas como el Estado Islámico, cuyo líder ya protestó en su día contra el atropello de los derechos de los musulmanes chinos.

 

Chiíes

Las tapas de un Corán en un coche tras un ataque terrorista en un barrio chií a las afueras de Damasco, Siria. Louai Beshara/AFP/Getty Images
Las tapas de un Corán en un coche tras un ataque terrorista en un barrio chií a las afueras de Damasco, Siria. Louai Beshara/AFP/Getty Images

Las dos ramas mayoritarias del islam atraviesan uno de los peores momentos de su historia. La guerra intraislámica se ha vuelto más sangrienta y explícita con la eclosión del conflicto en Siria, que es, como el de Irak, un enfrentamiento determinado por la hostilidad entre ambas doctrinas.

Dado que el chiísmo es numéricamente inferior, sus miembros sufren la violencia y la represión a manos de la mayoría suní en un grado más elevado. La lista de ataques recientes es muy larga: el 31 de enero decenas de personas eran masacradas por terroristas suicidas en un distrito chií de Damasco –los seguidores de esta rama son unas de las víctimas predilectas del Estado Islámico–. En noviembre de 2015, 26 chiíes fueron asesinados en distintos ataques en Bagdad, y en mayo 43 seguidores de esta rama del islam fueron masacrados en un autobús en Pakistán. La persecución, frecuente en los países anteriormente mencionados, ha dado lugar a episodios prácticamente inéditos en otros lugares, como Kuwait, donde el pasado junio murieron 27 chiíes en un ataque a una mezquita.

Éstas y otras agresiones tienen lugar sobre el trasfondo del pulso geopolítico entre Arabia Saudí e Irán. Éste se siente no sólo en Siria e Irak, sino también en Yemen, donde Riad está liderando una operación militar para erradicar a los rebeldes hutíes (chiíes) en la que se le acusa de bombardear a seguidores civiles de esa doctrina islámica y de agravar así la crisis humanitaria. Arabia Saudí también respalda la represión de los chiíes en el reino de Bahréin, donde éstos constituyen la mayoría numérica pero carecen de representación política sustancial.

La persecución contra los chiíes está muy extendida, pero el factor clave es quizá la cuestión siria, pues ningún otro escenario está influyendo tanto actualmente en el recrudecimiento de la violencia entre ambas ramas mayoritarias del islam.

 

Musulmanes en India

Activistas indios protestan y piden una investigación por la muerte de un hombre musulmán a manos de una turba en Nueva Delhi. Sajjad Hussain/AFP/Getty images
Activistas indios protestan y piden una investigación por la muerte de un hombre musulmán a manos de una turba en Nueva Delhi. Sajjad Hussain/AFP/Getty images

La violencia entre hindúes y musulmanes está en el mismísimo núcleo de lo que hoy entendemos por India. Desde la sangrienta Partición de 1947, en la que las luchas entre miembros de ambos credos alcanzaron cotas inéditas hasta el asentamiento mayoritario de unos y otros en dos Estados diferentes, la hostilidad no ha cesado.

En tanto que minoría, los musulmanes tienden a ser más vulnerables a los ataques de los hindúes. Ningún episodio de enfrentamiento interreligioso conserva aún tanto peso como las masacres en el Estado de Gujarat en 2002. Las cifras oscilan, pero se calcula que entre 790 y 2.000 musulmanes murieron en los altercados (junto a un número muy inferior pero también considerable de hindúes) bajo la mirada supuestamente pasiva del que entonces era el gobernador del Estado, el actual primer ministro Narendra Modi.

Las masacres de Gujarat son una losa sobre el expediente político y moral del mandatario indio, al que algunos acusan no sólo de permisividad con las matanzas, sino incluso de espolearlas y de indultar a quienes las perpetraron. Su partido nacionalista hindú, el Bharatiya Janata Party (BJP), tiene entre sus militantes y su electorado a muchos radicales hindúes a los que se corteja con medidas antiislámicas.

A pesar de su dudoso pasado, Modi ocupó el Gobierno tendiendo una aparente rama de olivo a los musulmanes y ha tratado ostensiblemente de calmar la animosidad interreligiosa, al menos en sus discursos públicos. El pasado 28 de septiembre una turba de extremistas hindúes asesinó a un musulmán por haber comido carne de vacuno; el Primer Ministro hizo un simple llamamiento a la calma, pero a Modi se le critica no sólo por su falta de contundencia en la condena a las agresiones a musulmanes, sino también por haber inflamado él mismo la siempre incendiaria cuestión del sacrificio de vacas, al proponer en mayo de 2014 una prohibición total del mismo.

El resentimiento de los hindúes contra el islam –que, aun siendo una minoría, cuenta con unos 180 millones de fieles en India–, va más allá de los usos y costumbres. La geopolítica tiene probablemente un peso mayor, sobre todo las malas relaciones con Pakistán, cuyas autoridades son frecuentemente acusadas de fomentar y financiar el terrorismo en suelo indio y de amenazar permanentemente la seguridad nacional y territorial india impulsando la actividad violenta independentista en Cachemira.