Cuando la economía sufre nadie quiere oír hablar de una catástrofe medioambiental inminente.

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¿De verdad han pasado solo seis años desde que un documental sobre el cambio climático —Una verdad incómoda, de Al Gore— podía recaudar 24 millones de dólares en la taquilla estadounidense? Eso era entonces, en la época en la que las palabras "burbuja inmobiliaria" acababan de comenzar a introducirse en el vocabulario del americano medio, en la época anterior a la liquidación de Lehman Brothers, en la época en la que estábamos dispuestos a pagar voluntariamente para sentarnos en una sala oscura a que un antiguo vicepresidente nos contara que nos íbamos a cocer hasta morir.

Durante un breve periodo, en esos momentos existió un cierto optimismo sobre lo que Estados Unidos podía llegar a lograr respecto al cambio climático. El presidente George W. Bush, a punto ya de salir por la puerta en abril de 2008, afirmó que la actividad humana estaba causando el calentamiento global y juró que "el ingenio y la iniciativa del pueblo americano" nos ayudarían a superarlo. Barack Obama llegó a la Casa Blanca posteriormente ese mismo año con la promesa de que los siguientes cuatro años serían recordados como la época "en la que la subida del nivel de los océanos comenzaría a ralentizarse y nuestro planeta comenzaría a sanar" (una promesa que sería objeto de réplica por su oponente republicano en esta siguiente ocasión).

Desde entonces, Estados Unidos no ha logrado llevar a cabo nada significativo en lo que se refiere al cambio climático. El tema ha desaparecido del radar nacional, a pesar incluso de que las evidencias científicas se acumulan. A los líderes políticos les ha dejado de interesar, al margen de alguna obligatoria mención ocasional, en gran parte porque a los votantes tampoco les interesa. A nivel internacional, la situación no es mucho mejor. Pese a todo el bombo formado alrededor de la conferencia sobre cambio climático de la ONU de 2009 en Copenhague, no existe todavía un acuerdo internacional vinculante que establezca límites de emisión tanto para EE UU como para China. Y este pasado mes de junio, una conferencia celebrada en el vigésimo aniversario de la Cumbre de la Tierra de Río —calificada como "una oportunidad que surge una vez en una generación" para presentar una visión para un futuro sostenible— resultó igualmente decepcionante, concluyendo con una endeble declaración política.

La falta de entusiasmo hacia todo lo que tenga que ver con el medio ambiente es bastante fácil de explicar: es la recesión, estúpido. No obstante, a los escépticos del cambio climático —un bando que incluye tanto a los expertos a sueldo de la industria de los combustibles fósiles como a algunos verdaderos no creyentes— les gusta afirmar que están ganando el debate. (¿Recuerda el "climategate" el publicitado escándalo en el que se robaron y editaron e-mails de científicos que luego fueron difundidos por Internet para dar la impresión de que el cambio climático es una gigantesca estafa? ¿O el "snowmageddon", la gran tormenta de 2010 en Washington, D.C., durante la cual la familia del principal negacionista del cambio climático del Senado, James Inhofe, de Oklahoma, construyó un iglú y lo llamó "El nuevo hogar de Al Gore"?).

No hay falta de evidencias científicas sobre el tema; los riesgos asociados a arrojar demasiado carbono a nuestra atmósfera no han hecho más que evidenciarse de forma creciente durante los últimos seis años. Pero los que rechazan el cambio climático se han beneficiado de la pésima situación económica. El interés de los ciudadanos en recortar las emisiones ha disminuido prácticamente al compás al que aumentaba la tasa de desempleo. ¿Quién tiene tiempo para preocuparse por glaciares que se derriten cuando el pago de la hipoteca se retrasa o el supervisor anda preparando finiquitos? Los negacionistas están empujando una puerta abierta.

Gallup ha preguntado a los estadounidenses cuánto "se preocupan personalmente por el calentamiento global" prácticamente cada año desde 1989. En 2000, un máximo de un 72% declaró a Gallup su "preocupación personal por el calentamiento global". La cifra se mantuvo en el 66% en 2008 —y después rápidamente se desplomó de nuevo al 51 % en 2011, hasta elevarse ligeramente al 55 % este año—. Estas cifras van en paralelo, con un leve retraso, al comportamiento del PIB de Estados Unidos: hundiéndose en torno al estallido de la burbuja de las puntocom en 2001, recuperándose después y cayendo de nuevo tras el crash financiero de 2008.

No es que la gente ya no piense que el clima está cambiando. Es que ya no tiene la capacidad de preocuparse tanto por ello. El porcentaje de estadounidenses que reconocen el impacto de los humanos sobre el clima en realidad se ha mantenido bastante estable en cifras que rondan la cincuentena durante el mismo periodo.

En un artículo publicado en mayo en la revista Global Environmental Change, el politólogo de la Universidad de Connecticut Lyle Scruggs presentó el argumento de que es la economía —no el climategate, no Fox News— lo que explica el declive de la preocupación sobre el tema. Más de 30 años de datos de encuestas muestran que los temores de la gente respecto al medioambiente se corresponden más estrechamente con los altibajos de la economía que con ninguna otra tendencia.

Otros países también se han enfriado a la hora de mantener el calentamiento como una preocupación política prioritaria. Japón, Canadá y Rusia han declinado ampliar el Protocolo de Kioto. La eurocrisis incluso ha empujado la cuestión hasta un segundo plano en la Unión Europea, durante mucho tiempo el más entregado defensor de la toma de acciones significativas contra el cambio climático. Scruggs halló una caída similar en la preocupación de los europeos por el clima en medio de sus apuros económicos. Mientras tanto, Australia, que aprobó impuestos al carbono en 2011, abandonó en agosto la exigencia de un nivel mínimo de precios para el carbono ante el temor de que colocaría al país en  una desventaja comparativa respecto a Europa.

Eso no ha impedido que los negacionistas se regodeen en su propio éxito. En mayo, el Heartland Institute, financiado por la industria, reveló una valla publicitaria en Chicago que presentaba a Unabomber, Ted Kaczynski, junto al eslogan: "Yo todavía creo en el calentamiento global. ¿Y tú?". El grupo prometía más carteles que mostrarían a Fidel Castro, Osama bin Laden y Charles Manson pero acabó retirando la valla de Unabomber solo unas horas después de colocarla. Después, la web Climate Depot —un centro polivalente de intercambio de información para negacionistas— lanzó un titular declarando que la ausencia de Gore de la alineación de la Convención Demócrata Nacional "encaja con lo que le ha pasado al propio tema del cambio climático". (Desgraciadamente el modo en que se despachó el cambio climático en la convención no hizo mucho por desmentir esa idea).

De modo que los negacionistas se han beneficiado, aun sin darse cuenta, de la recesión. De momento pueden dejar de inquietarse por que Estados Unidos o algún otro gobierno importante pudieran poner en práctica límites de gran alcance a las emisiones de carbono. Pero irónicamente, la desastrosa economía, unida a los bajos precios del gas natural, es también la responsable de que las emisiones de carbono de Estados Unidos hayan alcanzado su nivel más bajo en 20 años, sin que haya hecho falta ninguna política pactada para rebajarlas. Scruggs predice que la preocupación de los americanos por el medioambiente "con probabilidad se recuperará cuando mejoren las condiciones del mercado de trabajo, pero no antes". Lamentablemente, ese será justo el momento en el que las emisiones remonten de nuevo.

 

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