Un equipo de negociación de la ONU podría evitar el riesgo de guerra civil que se cierne sobre el país centroasiático.

 

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El esfuerzo que se lleva a cabo en la actualidad para negociar con la insurgencia en Afganistán no está dando frutos. La mala racha tampoco va a cambiar mientras Washington siga dominando un proceso en el que, arrastrados a la fuerza, el presidente Hamid Karzai y los talibanes deambulan sin  mínimo entusiasmo.

Las señales son de lo más desalentadoras. Los talibanes han suspendido el diálogo con los oficiales estadounidenses en Qatar. La especulación sobre la posibilidad de una reducción acelerada de las fuerzas de Estados Unidos y de la OTAN es cada vez mayor. Las diferentes partes, desde el Gobierno afgano hasta los líderes talibanes, pasando por los actores clave tanto a nivel regional como internacional, ya están pensando en la intensa competencia política que seguirá, sin duda, a la retirada de la OTAN.

En resumen, a menos que se produzca un cambio drástico en la política, Afganistán camina hacia una nueva guerra civil. La única solución, que representa en sí misma una apuesta arriesgada, sería que el Consejo de Seguridad de la ONU otorgase un mandato al Secretario General Ban Ki-moon. Así él podría designar a un equipo de negociadores que ejerza de apoyo para encontrar la senda hacia un acuerdo político.

Por mucho que Estados Unidos y sus aliados de la OTAN quieran irse de Afganistán, y hacerlo dejando al país con un relativo nivel de seguridad, es improbable que un acuerdo de reparto de poderes orquestado por Washington aguante lo suficiente para asegurar que los logros de la última década no se vayan al traste. Tal y como lo demuestran los espeluznantes asesinatos en Kandahar hace poco, las fuerzas estadounidenses y de la OTAN han pasado, a ojos de muchos, de liberadores a ocupantes. Una vasta mayoría de afganos ven a EE UU, en concreto, como uno de los bandos de una guerra que dura ya décadas.

El orden político actual no sobrevivirá mucho tiempo una vez que las fuerzas de la OTAN se hayan ido

Peor aún, el Gobierno afgano está tan mermado por las divisiones políticas internas y por las presiones externas de actores regionales como Pakistán o Irán, que se encuentra en una pésima posición para alcanzar un acuerdo con los líderes de la insurgencia. De la misma forma, las fuerzas de seguridad afganas no están preparadas para ocuparse del vacío de poder que se producirá tras la salida de las tropas internacionales. En los próximos años, el Gobierno tendrá que afrontar, casi con toda seguridad, grandes desafíos en términos de legitimidad, con rivalidades regionales y globales avanzando en su patio trasero.

El objetivo del presidente Barack Obama de alcanzar un “final responsable” a la guerra en Afganistán requerirá que EE UU deje de lado su tradicional resistencia a la implicación de la ONU y que reconozca que las negociaciones tienen que estar dirigidas por un tercer ente que sea neutral. Un acuerdo de paz duradero precisará de negociaciones mucho más estructuradas, unas directrices fuertes y un compromiso continuo de la ONU.

Naciones Unidas son la única organización capaz de recabar el apoyo político y los recursos necesarios para lo que será, sin duda, un proceso de negociación largo y complejo seguido, si tiene éxito, por una también ardua fase de implementación supervisada. Mientras la OTAN se prepara para reducir sus fuerzas, los aliados tienen que comenzar a incorporar en mayor medida a la ONU en el diálogo global sobre la transición. Se debería designar a un equipo de negociación antes del final de 2013, momento para el cual muchas decisiones sobre el papel y la presencia continuada de la OTAN ya habrán sido tomadas.

Se ha sugerido el nombramiento de un enviado especial, respaldado por la ONU, que supervise el proceso de las negociaciones, pero el conflicto es demasiado complejo para un único enviado. Si se concentra demasiado el poder en manos de un negociador individual, se corre el riesgo de provocar malentendidos dañinos y duraderos entre las partes críticas.

El proceso de facilitación tendría que ser diseñado de manera que se permita a las partes del conflicto hacer uso de la experiencia y de una amplia gama de recursos. El Secretario General de la ONU debería incrementar sus consultas con Kabul y con los actores regionales y supraregionales clave, en especial Estados Unidos, Pakistán e Irán, sobre la designación formal de un equipo de mediadores aceptados por las partes, reconocidos internacionalmente y respetados por sus conocimientos, tanto de las leyes internacionales e islámicas, como de las realidades políticas regionales. El Consejo de Seguridad debería adoptar una resolución para designar a un equipo de negociadores y a un individuo que lo lidere tan pronto como sea posible.

Millones y millones de dólares, miles de vidas y dos elecciones fraudulentas han dejado claro que los costes de una solución política en Afganistán serán muy elevados. El orden político actual, en el que las élites de Kabul dictan las realidades provinciales y los funcionarios corruptos siguen sin asumir responsabilidades frente a sus electores, no sobrevivirá mucho tiempo una vez que las fuerzas de la OTAN se hayan ido.

Lo que surgirá en los años posteriores a 2013 y 2014 estará determinado, en gran medida, por lo que ocurra en estos momentos. En medio de esta pérdida de legitimidad por parte de todos los actores implicados, sólo Naciones Unidas tienen la posibilidad de forjar un acuerdo que evite la amenaza en ciernes de una nueva guerra civil.

 

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