El gigante africano se enfrenta a un año decisivo: las amenazas terroristas y las demandas de una clase media hastiada de la corrupción serán los grandes retos del Gobierno nigeriano.

Nigeria
Manifestación en Lagos en enero de este año tras el anuncio del fin del subsidio al combustible PIUS UTOMI EKPEI/AFP/Getty Images

Nigeria ha comenzado 2012 sacudida por una doble crisis: la creciente amenaza terrorista de Boko Haram y las protestas sociales causadas por el fin del subsidio al combustible. Aunque de carácter opuesto, ambos son grandes retos, cuyo efecto simultáneo abre importantes preguntas sobre el futuro del gigante africano. Con 120 millones de habitantes, la segunda economía del África subsahariana y una posición estratégica como productor de petróleo, el rumbo que tome el país marcará en gran medida el de toda África Occidental.

El primer frente abierto para Nigeria es la amenaza de la secta islamista Boko Haram que mató a 37 personas en una iglesia cristiana el día de Navidad y que el 20 de enero organizó una serie de atentados en Kano que costaron la vida a 185 personas. Desde 2009, Boko Haram ha causado cerca de 1.000 víctimas mortales, 250 de ellas en las primeras semanas de este año. Este aumento responde a un cambio en el modus operandi: el grupo ha pasado de pequeños ataques contra las fuerzas de seguridad a atentados con coche bomba e incluso a utilizar terroristas suicidas. Esto ha llevado a especular con que operativos de Al Qaeda estén proporcionando entrenamiento a los miembros de la organización, algo que aún no se ha demostrado. La amenaza en cualquier caso es clara, y más aún dada la confusión que rodea a esta secta terrorista. De Boko Haram (en idioma hausa, “la educación occidental es pecado”) se sabe que busca instaurar la ley islámica en el norte del país, pero poco más. No existen datos sobre las identidades y la estructura de la secta islamista, lo que dificulta no solo su persecución policial, sino también una posible negociación.

Entre los atentados de diciembre y enero, Nigeria fue testigo de masivas protestas y huelgas motivadas por el fin del subsidio al combustible. El presidente nigeriano, Goodluck Jonathan, tras su elección el pasado mes de abril presentó un ambicioso programa de cambios liderado por Ngozi Okonjo-Iweala, ex-directora del Banco Mundial y actual ministra de Economía. Clave en esta agenda reformista es el sector petrolífero, principal fuente de ingresos, y de corrupción, en el país. Estas reformas han sido aplaudidas por numerosos economistas y organizaciones occidentales, incluyendo el Fondo Monetario Internacional. Su presidenta, Christine Lagarde, en su primera visita a un país africano, estuvo en Nigeria en diciembre y felicitó al Gobierno por sus medidas. El fin del subsidio al combustible se enmarca dentro de estas reformas y si bien es considerado por muchos como una necesidad económica, el momento y la manera elegidos para llevarlo a cabo ha constituido un enorme error político.

El monto total del subsidio ascendió a los 8.000 millones de dólares en 2011 (unos 6.100 millones de euros), casi un 30% de los gastos del Gobierno. En un contexto de disminución de recursos como el actual, esto supone una cantidad de dinero enorme, que podría dedicarse a inversiones productivas. Sin embargo, examinando la partida en detalle, es obvio que los subsidios han aumentado proporcionalmente mucho más que el consumo y los precios del combustible. La razón de esta discrepancia es que un pequeño grupo de empresarios conectados políticamente han inflado las cifras de importaciones, haciendo de esta partida presupuestaria una lucrativa fuente de ingresos. El fin del subsidio, anunciado por sorpresa el pasado 1 de enero, hizo que el precio de la gasolina pasase de 65 naira/litro (0.41 dólares) a 140 (0.86 dólares). Esto desató la ira de los ciudadanos que vieron como eran ellos – las clases medias y trabajadoras, y no los empresarios corruptos – los que iban a correr con los gastos de las reformas.

La reacción no se hizo esperar: ese mismo día se formó el grupo Occupy Nigeria, inspirado en el lema de las protestas de EE UU, igualmente activo en las redes sociales y en los nuevos medios de comunicación. Los ciudadanos salieron a las calles para exigir no sólo la reinstauración del subsidio, sino también verdaderas reformas que acabasen con los abusos de unos pocos. Además de Occupy Nigeria, los sindicatos organizaron una serie de huelgas que paralizaron al país durante ocho días y llegaron a amenazar la producción petrolífera y su exportación. Finalmente, tras dos semanas de pulso, el presidente Jonathan se vio obligado a anunciar la reinstauración parcial del subsidio. Animados por el éxito, los activistas han prometido continuar la lucha para conseguir las reformas necesarias y acabar con la corrupción, no sólo en el sector petrolífero, sino también en otras partidas presupuestarias como el 20% dedicado, de forma casi totalmente opaca, a cuestiones de seguridad nacional.

La imagen de miles de nigerianos, en su mayoría jóvenes, tomando las calles para pedir un mejor Gobierno, ha supuesto un soplo de optimismo para la sociedad del país africano. Incluso en el contexto de tensión religiosa constante generado por Boko Haram, las escenas de musulmanes y cristianos protestando juntos y protegiéndose unos a otros durante las oraciones, como sucedió en Egipto, genera una sensación de esperanza. Sin embargo, los atentados de Kano el 21 de enero, sólo cuatro días después de la victoria de los activistas, dan testimonio de las poderosas fuerzas que tiran de Nigeria en la dirección opuesta.

Tras el  éxito del movimiento Occupy Nigeria, ¿podrá la sociedad civil avanzar hacia una verdadera agenda reformista que libere al país de la corrupción? O, por el contrario, ¿el paso atrás dado por el presidente Jonathan acentúa su falta de liderazgo, que se añade a los problemas de seguridad latentes en el país? Aún no es seguro cuál de estos escenarios acabará por imponerse, aunque lo más probable sea una solución intermedia, como tantas otras veces en Nigeria, que permita al país seguir adelante trastabillado, pero sin llegar a caer del todo.

 

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