El espionaje a periodistas de la agencia AP por parte del Gobierno estadounidense desata duras críticas contra el Presidente.

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“La gente me pregunta a menudo: ¿Cuál de los gobiernos que has cubierto fue el más secretista y manipulador?”, arrancaba un reciente editorial del veterano periodista de la CBS Bob Schieffer, para continuar “La Administración Nixon se lleva la palma, por supuesto, pero aparte de esa mi respuesta siempre es: la que sea que esté en el poder en ese momento […] Me alegra que el presidente le haya pedido al Fiscal General que estudie si sus investigaciones sobre las filtraciones están teniendo un efecto amedrentador en la prensa”. Schieffer, toda una institución periodística en Estados Unidos, hablaba del último de los escándalos que rodean a la Casa Blanca de Barack Obama: el del espionaje a decenas de periodistas de la agencia de noticias Associated Press (AP).

Fue el propio departamento de Justicia el que destapó la información en una carta a la agencia estadounidense. Habían obtenido los registros de entradas y salidas de llamadas de al menos 20 líneas telefónicas de la agencia, e incluso de móviles privados de sus reporteros. Es decir, los datos sobre todas las llamadas realizadas por esos periodistas entre mayo y junio de 2012. El Gobierno trataba de encontrar quién dentro de la Administración les había facilitado los detalles sobre un atentado de origen yemení contra un avión, abortado por la CIA. El caso incluía información sobre un doble agente, y su filtración ponía en peligro la seguridad nacional, según el fiscal general Eric Holder.

La tormenta política quedó algo mitigada por los otros escándalos paralelos de la Administración Obama: el ensañamiento de Hacienda con algunos grupos conservadores o el presunto intento de ocultar información sobre los responsables de la muerte del embajador estadounidense en Libia. Pero, mientras que en los otros escándalos al Presidente los golpes le llegaban desde la derecha, en el del espionaje de la prensa los medios de izquierda también se sumaron a las críticas, olvidándose por un momento del idilio que mantienen con la Casa Blanca. Rachel Maddow o Chris Mathews, de la cadena MSNBC, o grandes medios como el diario The New York Times, editorializaron contra Obama. Este último periódico afirmaba: “La Administración Obama, que  trata con fervor de amedrentar a la prensa y perseguir a los que filtran información, no ha dado una explicación creíble por haber peinado los listados de llamadas de periodistas y editores de la Associated Press en lo que parecen expediciones de pesca de fuentes y un esfuerzo de atemorizar a los informantes […] Estas tácticas no nos amedrentarán, ni a la AP, pero podrían revelar fuentes de otras historias y asustar a contactos confidenciales vitales para la cobertura del Gobierno”. En la misma línea, Rachel Maddow, tótem de la izquierda, arrancaba su programa recordando a los fontaneros de la administración Nixon, los encargados de reparar las filtraciones en la Casa Blanca, y remataba asegurando que los gobiernos tocan a su fin, pero la prensa siempre gana la batalla.

Ante este diluvio de críticas, Obama agachó la cabeza. En su discurso sobre seguridad nacional aseguró estar “preocupado por la posibilidad de que las investigaciones sobre las filtraciones puedan amedrentar el periodismo de investigación que mantiene al gobierno responsable de sus actos; los periodistas no deberían estar en riesgo legal por hacer su trabajo”. Y terminó pasándole la pelota a los legisladores: “He pedido al Congreso que apruebe una ley-escudo para los periodistas”, aseguró. Ordenó, además, que el fiscal general revise las directrices sobre las investigaciones que involucren a reporteros.

El Congreso, por su parte, pidió que se esclareciera por qué se espía a los periodistas, como si ignorara la principal razón por la que se hace: en primer lugar, porque es legal. El mismo Congreso aprobó la Patriot Act o el Acta de Espionaje que lo permite.

Es cierto que hay margen para la interpretación. El espionaje tiene que ser limitado en su alcance y siempre como última posibilidad y tras pedir la información por las buenas a los medios de comunicación, según las especificaciones de la obtención de registros telefónicos de 1979. Estas restricciones probablemente se incumplieron en este caso, según AP.

Pero es que, además, llueve sobre mojado. Obama ha lanzado una auténtica guerra contra los whistleblowers, los soplones o informantes, gente como el famoso garganta profunda que desveló el Watergate que acabó con la presidencia de Richard Nixon. Hay seis funcionarios ya imputados, de esta y de anteriores administraciones. Para ello, Obama ha desempolvado la Ley de Espionaje, que sólo se ha utilizado tres veces más desde que se aprobó en 1917.

Uno de los casos que más ha llamado la atención, aparte del de AP, ha sido el del departamento de Justicia contra el periodista David Sanger. Éste descubrió que detrás del sabotaje de las instalaciones nucleares iraníes estaban israelíes y estadounidenses, entre otras cosas para enviar un software informático que destruyó las enriquecedoras de uranio persas.

También recientemente se ha sabido, a través del diario Washington Post, que se habían obtenido e-mails del anterior jefe del buró de Fox en Washington, James Rosen. Para conseguir el permiso legal para acceder a ellos se había calificado al periodista de “auxiliador, cómplice y co-conspirador” de su fuente en la “muestra no autorizada de información de defensa nacional”. El delito de Rosen sería el de haber solicitado y obtenido información clasificada de un contratista del Gobierno sobre el programa nuclear norcoreano. Todo para una pieza que no llamó demasiado la atención en su día y que aseguraba que el reino ermitaño estaba a punto de realizar otra prueba nuclear. En este caso, el FBI puede haber traspasado la línea roja de lo permitido por la ley, primero por obtener el contenido y no sólo la información general de los e-mails personales, y además por tratar de convertir al periodista de delinquir. La institución se defiende asegurando que el delito está en publicar que el departamento de Defensa había obtenido la información de una fuente en Corea del Norte, con lo que revelaba su existencia y le dejaba en manos de la dictadura.

En el trasfondo de estos y otros casos subsiste una crítica de fondo hacia el Presidente: llegó al poder aupado por una prensa y unos votantes ansiosos de regeneración, pero cuatro años después Guantánamo continúa abierto, los ataques con aviones no tripulados se multiplican y, en general, Obama continúa haciendo la guerra contra el terror con las mismas armas que echaba en cara a su antecesor George W. Bush.

La tensión es de tal calibre que los principales medios de comunicación, como CNN, el New York Times, AP o Fox, han rechazado la oferta de reunión que les había hecho la Casa Blanca para hablar sobre el espionaje a periodistas. Estos y otros no aceptaban que lo negociado con el fiscal general fuera secreto, porque el público tiene derecho a saber, dicen, cuál es la postura de la Administración con respecto a los medios de comunicación.

La defensa de la primera enmienda, que prohíbe entre otras cosas las leyes que atenten contra la libertad de expresión y de prensa, ha llevado desde hace décadas a enfrentamientos muy duros entre los medios y el gobierno de turno. Uno de los casos más llamativos fue el de los llamados Papeles del Pentágono. El documento secreto contenía detalles de la implicación de Estados Unidos en Vietnam entre 1945 y 1967 y que demostraban “entre otras cosas, que la Administración Johnson había mentido sistemáticamente, no sólo al público sino también al Congreso, sobre un tema de interés nacional”. El Gobierno, a través del fiscal general, consiguió una orden judicial que prohibía su publicación. Comenzó una batalla legal que terminó en el Tribunal Supremo con la victoria de la prensa. Para algunos analistas, el espionaje de Obama a la agencia AP no es sino otra cara de aquella misma moneda.

 

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