La guerra contra la pobreza está amenazada desde sus propias
filas. Enjambres de activistas occidentales, que utilizan con habilidad los
medios de comunicación, invaden los organismos de ayuda para organizar
protestas y bloquear proyectos que, según ellos, explotan a los países
en vías de desarrollo. Las protestas sirven para que las causas favoritas
de los agitadores profesionales estén siempre en los titulares. Pero
no siempre sirven a los más pobres
.

 

Un futuro incierto: un grupo de refugiados nómadas tibetanos en la provincia china de Qinghai, escenario de un controvertido proyecto del Banco Mundial.
Un futuro incierto: un
grupo de refugiados nómadas tibetanos en
la provincia china de Qinghai, escenario de un controvertido proyecto
del Banco Mundial.

 

El año pasado visité Uganda. Quería comprender cómo
uno de los ejemplos de la desesperación africana había dado un
vuelco y había reducido el número de personas que vivían
bajo el umbral de pobreza casi en un 40% a lo largo de los 90. Pero además
quería investigar a fondo otro aspecto. El Banco Mundial patrocinaba
una presa cerca de las fuentes del Nilo, en un área muy hermosa llamada
Bujagali. Las ONGs de Occidente estaban en plena rebelión: la Red Internacional
de Ríos, con sede en Berkeley (California), afirmaba que el movimiento
ecologista ugandés estaba indignado por el daño que iban a sufrir
las cataratas de la zona y porque los pobres que vivían allí tendrían
que dejar sus tierras en beneficio de una electricidad que no podían
pagar. Era un enfrentamiento en la base de la lucha a propósito de la
globalización. ¿Estaban actuando las ONGs como instrumento civilizado
para controlar la industrialización, en defensa de millones de pobres
a los que el Banco Mundial ignoraba? ¿O estaban retrasando el combate
contra la pobreza al negar una electricidad capaz de alimentar el crecimiento
económico y, en definitiva, beneficiar a los pobres?

Llamé a los activistas de Berkeley y les pedí consejo. ¿Quién
dirigía ese movimiento ecologista ugandés que, según ellos,
estaba tan indignado? ¿Dónde estaban los aldeanos que iban a
verse cruelmente desplazados por el proyecto de la presa? A las ONGs como la
Red Internacional de Ríos les suele gustar mucho ayudar a los periodistas
occidentales, y éstos, como acostumbran a estar muy lejos del escenario
en disputa, a veces se limitan a contar lo que les dicen. Pero ahora que yo
estaba en Uganda, a unas cuantas horas de coche de la futura presa, obtuve
una respuesta más precavida. Lori Pottinger, la activista de Ríos
Internacionales encargada de la campaña de Bujagali, explicó que
sus colegas ugandeses estaban muy ocupados y que, si me dedicaba a curiosear
por las aldeas cercanas al lugar propuesto para la presa, acabaría metido
en líos con las autoridades.

Como no quería darme por vencido sin más, localicé a
los colegas de Pottinger en Uganda por otros medios y llamé por teléfono
a su oficina. Una voz amigable me invitó a ir inmediatamente. Al llegar,
el joven director del grupo me dijo que me sentara y me llenó de folletos
e informes que expresaban agradecimiento al patrocinio de un grupo llamado
Sociedad Sueca para la Conservación de la Naturaleza. Tras media hora
de charla, les hice la pregunta que me interesaba: ¿Qué tipo
de organización era aquella?

Las ONGs exigen responsabilidades
al Banco Mundial, pero este organismo ya responde ante los gobiernos
que constituyen su accionariado. Es la responsabilidad de las ONGs la
que está en cuestión

"Es una organización con socios", me dijeron."¿Cuántos
miembros?", pregunté. Mi anfitrión
se levantó y regresó con un cuaderno azul.

"Aquí está la lista", dijo con voz triunfante. La
Asociación Nacional de Ecologistas Profesionales de Uganda tenía
nada menos que 25 socios.

Mi siguiente paso fue ir a Bujagali. Me entrevisté con una socióloga
ugandesa que conocía bien la región y prometió servirme
de traductora. Se detuvo en un grupo de edificios al borde de la presa para
saludar al representante local del Gobierno, que no sólo no llamó a
la policía, sino que nos recibió con gran jovialidad. Entrevistamos
a un aldeano tras otro, y todos nos dijeron lo mismo: "La gente de la
presa" había ido y les había prometido unas condiciones
económicas generosas, así que los aldeanos estaban muy dispuestos
a aceptarlas e irse a otro sitio. Mi acompañante, la socióloga,
dijo que quizá la muestra podía estar distorsionada porque sólo
estábamos hablando con hombres y éstos valoraban más el
dinero que la tierra, de la que se ocupaban las mujeres. De modo que entrevistamos
también a varias mujeres, que mostraron asimismo una actitud favorable.
Los únicos que rechazaban la presa eran los que vivían justo
fuera de su perímetro. Estaban furiosos porque el proyecto no les iba
a afectar, por lo que nadie les iba a pagar ninguna cantidad generosa.

Esta historia es una tragedia para Uganda. Hay clínicas y fábricas
sin electricidad por culpa de unos californianos cuya idea de lo que es una
crisis de energía consiste en unos cuantos apagones veraniegos. Pero
es también una tragedia para la lucha contra la pobreza en todo el mundo,
porque hay proyectos en docenas de países que sufren los mismos retrasos
por miedo a la resistencia de los activistas. Una y otra vez, surgen grupos
batalladores que, con la ayuda de Internet, difunden afirmaciones aterradoras
sobre la iniquidad de los proyectos de desarrollo. Una y otra vez, las opiniones
públicas occidentales, acostumbradas a las historias sobre elefantes
blancos
[proyectos superfluos o que no salen adelante y quedan abandonados]
del Banco Mundial, les creen. Los legisladores europeos y el Congreso estadounidense
aceptan los argumentos de las ONGs sin plantearse dudas, y los representantes
de los países en la junta de gobernadores del Banco Mundial reaccionan
bloqueando los fondos para proyectos que merecen la pena.

Campo agotado: un tibetano mira los cultivos en bancales de Qinghai, donde la erosión del suelo ha dejado algunas zonas arruinadas para la agricultura.
Campoagotado: un
tibetano mira los cultivos en bancales de Qinghai, donde la erosión
del suelo ha dejado algunas zonas arruinadas para la agricultura.
 

Las consecuencias pueden ser ridículamente irónicas. Las ONGs
aseguran que trabajan para ayudar a los pobres, pero muchas de sus campañas
les perjudican. Aseguran que protegen el medio ambiente, pero, al obligar al
Banco Mundial a retirarse de proyectos delicados, hacen que los planes sigan
adelante sin las salvaguardas ambientales que el banco les habría obligado
a respetar. Asimismo, las ONGs pretenden exigir responsabilidades al Banco
Mundial, pero el banco ya responde ante los gobiernos que constituyen su accionariado;
es la responsabilidad de las ONGs la que está en cuestión. Además,
las ofensivas emprendidas por los grupos activistas, a veces, no tienen ninguna
base real. Si esto parece una exageración, no hay más que ver
lo ocurrido con un proyecto contra la pobreza en la provincia china occidental
de Qinghai.

FUERA LA PRESA
En abril de 1999, sin que pareciera haber nada polémico, el Banco Mundial
completó las negociaciones sobre un proyecto que iba a llevarse a cabo
en Qinghai. En aquel momento, China era el cliente estrella del banco, después
de haber sacado a unos doscientos millones de personas de la pobreza durante
los 10 años anteriores. El proyecto de Qinghai tenía previsto
trasladar a unos 58.000 campesinos de unas colinas resecas a otra zona de la
provincia regada por una pequeña presa. Los ingresos de los campesinos
subirían, de unos veinte céntimos al día, a una cifra
que les permitiría subsistir. El día en el que se cerraron las
negociaciones para el préstamo, el director de proyecto del banco, Petros
Aklilu, recibió una llamada de la Red de Información sobre Tíbet,
en Londres. Qinghai limita con la división administrativa china conocida
como Región Autónoma de Tíbet. Como la zona abarca parte
del Tíbet histórico y, de los cinco millones de habitantes de
Qinghai, un millón son tibetanos, el interés de los grupos de
observación de Tíbet no era extraño. Aklilu explicó que
el programa beneficiaría a los 3.500 tibetanos que iban a trasladarse
a las nuevas tierras de regadío y que los que decidieran quedarse sufrirían
menos presión demográfica. En resumen, aunque la política
de China respecto a Tíbet era abominable, el proyecto del banco iba
a ayudar a los tibetanos. Aklilu colgó el teléfono y se olvidó de
la conversación.

Pronto no tuvo más remedio que recordarla. Unos días después,
la Red de Información sobre Tíbet publicó una información,
en su boletín, sobre un "controvertido" proyecto del Banco
Mundial que iba a "afectar drásticamente la demografía" de
Qinghai al trasladar a personas de etnia china a una región tibetana.
Era una afirmación muy extraña. En primer lugar, en la zona inmediata
de asentamiento no vivían tibetanos. Los más cercanos eran 276
pastores nómadas (el banco los había contado con cuidado) que
invernaban a 55 kilómetros al sur del proyecto. Segundo, Qinghai era
parte de China desde la misma época en la que Estados Unidos obtuvo
su independencia. Pero la Red de Información sobre Tíbet no se
desanimó. "El traslado de población de áreas chinas
a zonas tradicionales de Tíbet se ha convertido en una gran preocupación
para los tibetanos", decía el boletín del grupo en tono
siniestro.

En el plazo de unas semanas, los activistas de Londres habían creado
una coalición internacional, con gente perteneciente a las diversas
legiones del ejército anti-Banco Mundial: grupos ecologistas opuestos
a las presas, grupos de derechos humanos opuestos a los reasentamientos, otros
grupos que se oponían a la cooperación con China. Los representantes
de 59 organizaciones enviaron una larga carta al presidente del Banco Mundial,
Jim Wolfensohn, para protestar por el traslado de "campesinos chinos
a un área tradicionalmente tibetana". Los activistas inundaron
el banco con correos electrónicos y faxes, Washington se llenó de
de carteles contra la institución y un grupo de activistas tibetanos
acampó ante la sede central. Un miembro del grupo de rap Beastie Boys
declaró que el préstamo del banco iba a provocar "la destrucción
de los pueblos tibetanos". A pesar de que no era verdad, los activistas
ganaron rápidamente aliados en Hollywood y en el Congreso estadounidense,
empezando por el actor Richard Gere, que acababa de hacer de narrador en un
documental sobre Tíbet, y la representante demócrata Nancy Pelosi,
de California. El 15 de junio de 1999, un comunicado de prensa que anunciaba
la aparición conjunta de Pelosi y un músico pro-Tíbet
afirmaba que el banco proyectaba trasladar a "60.000 personas de etnia
china" a Qinghai, pese a que los chinos no constituían más
que el 40% de los 58.000 colonos y no iban a trasladarse a Qinghai, sino a
reasentarse dentro de la provincia. Sesenta congresistas enviaron una protesta
formal a Wolfensohn y el senador Jesse Helms, un político republicano
de extrema derecha, se apresuró a aprovechar la oportunidad de condenar
a China y al Banco Mundial al mismo tiempo.

Una delegación del banco acudió al Capitolio para apaciguar
a los legisladores y se encontró allí con un mapa que ni siquiera
mostraba Qinghai. Toda la provincia figuraba con el nombre de Tíbet,
a pesar de que los tibetanos no eran más que uno de cada cinco en la
zona. El banco se vio rodeado. Tenía enfrente, al mismo tiempo, a manifestantes
estudiantiles y al ala derecha del Partido Republicano, y, aunque sus adversarios
se equivocaban por completo en los datos, no había nadie dispuesto a
defender la institución. En junio de 1999, el Gobierno de Clinton anunció que
iba a votar contra el proyecto de Qinghai cuando llegara a la junta del Banco
Mundial. Los activistas habían ganado el primer asalto.

EL RECHAZO A LA NEGOCIACIÓN
La reacción más habitual ante este tipo de situación es
que el banco debe comunicarse mejor con sus detractores y aprender a negociar
con ellos. Por desgracia, se trata de una receta ingenua. Cuenta con que los
detractores están dispuestos a negociar. A diferencia de las ONGs que
tienen programas de desarrollo genuinos sobre el terreno, las que se dedican
a hacer campañas casi no tienen más remedio que ser radicales.
Si dejan de denunciar a las grandes organizaciones, nadie les enviará dinero
ni les citará en los periódicos. En parte por ese motivo y, en
parte, por la simpática convicción de que nunca hay que conformarse
con el statu quo, las ONGs, en general, no saben parar. Por más que
una institución haga todo lo posible para encontrar un terreno común
con los activistas, ellos siguen manifestándose ante su sede. Por supuesto,
siempre hay grupos maduros como Oxfam, World Vision o el Fondo Mundial para
la Naturaleza que sí aceptan la rama de olivo. Pero son las excepciones,
y cooperan con enorme cautela. No quieren ser el próximo blanco de los
radicales.

Este problema quedó patente en el segundo asalto de la batalla de Qinghai.
Ante la noticia de que la Administración Clinton iba a bloquear el proyecto,
Wolfensohn se indignó. Le preocupaban las amenazas del Congreso estadounidense
de cortar las aportaciones al programa de préstamos subvencionado por
el banco si el proyecto seguía adelante, porque suponía impedir
la ayuda a los clientes más pobres de la institución. Le inquietaba
que la publicidad adversa pudiera costarle la oportunidad de ganar el Premio
Nobel de la Paz y que sus relaciones de Hollywood le dieran la espalda. Y tenía
miedo de que estuviera en peligro una de sus principales victorias: desde su
llegada al frente del banco, en 1995, Wolfensohn había hecho más
que cualquier otro de sus predecesores para tender la mano a las ONGs. Invitaba
a los críticos más ardientes del banco a cenar en su casa, se
reunía con ellos en todos sus viajes e incluso les pedía consejo
sobre la política del Banco Mundial. Cuando la batalla de Qinghai llegó a
su punto crítico, Wolfensohn hizo todo lo posible para calmarla. Se
desvivió para oír los argumentos de las ONGs y les mostró mucho
más respeto que a su propia gente. Convocó al equipo responsable
del proyecto en su despacho para preguntarles a quién tenía que
dar la patada en primer lugar. Después de mucho rabiar y gruñir,
concibió un plan que suponía encontrar un punto intermedio de
acuerdo con las ONGs. Se trataba de remitir el proyecto al tribunal de inspección
del banco, formado por personajes destacados que investigan hasta qué punto
cada proyecto cumple los requisitos ambientales y sociales del banco.

Los activistas alegaron varios casos de incumplimiento. Dijeron, por ejemplo,
que se había infringido una directriz que exigía una "acción
especial" para proteger a las minorías étnicas, así como
otra que disponía que los reasentamientos fueran voluntarios. Los críticos
se centraron, sobre todo, en las salvaguardas ambientales. El banco había
clasificado el proyecto de Qinghai dentro de la categoría B (es decir,
que representaba un riesgo medio para el medio ambiente), y no en la categoría
A, de alto riesgo; por consiguiente, encargó un estudio de impacto ambiental
posiblemente superficial. Al remitir estas acusaciones al tribunal de inspección,
Wolfensohn calculaba que la lucha política por Tíbet se convertiría
en una investigación técnica sobre las directrices operativas
del banco.

En un mundo sensato, esta estrategia tendría que haber apaciguado hasta
cierto punto a los activistas. Sin embargo, al día siguiente de que
el banco decidiera reunir el panel de inspección, dos estudiantes treparon
por la fachada de la sede central del banco y desenrollaron una pancarta que
decía: "El Banco Mundial aprueba el genocidio chino en Tíbet".
En privado, otros grupos defensores de Tíbet mostraron su desaprobación
por estas tácticas –al fin y al cabo, no existían pruebas–,
pero no estaban dispuestos a hablar públicamente en contra de otros
activistas. Mientras tanto, los miembros del Congreso seguían el camino
trazado por las ONGs. En 1999, un subcomité de la Cámara de Representantes
decidió reducir las aportaciones a la ventana de préstamos blandos
del banco en 220 millones de euros.

Cuando el tribunal de inspección comenzó su investigación,
no consiguió más que trasladar el ataque de los activistas al
interior del edificio. El jefe del tribunal, el ecologista canadiense Jim MacNeill,
estaba claramente más de acuerdo con los activistas que con los funcionarios
del banco, a los que trató con una dureza propia de un fiscal. Parecía
más interesado en encontrar infracciones técnicas de las políticas
de salvaguardia del banco que en hacer las preguntas fundamentales: ¿Serviría
el proyecto de Qinghai para reducir la pobreza? La respuesta era sí,
pero daba la impresión de que al tribunal le daba lo mismo. ¿Causaría
daños ambientales? No, y eso era lo importante, pero el tribunal insistió en
echar por tierra los procedimientos del banco.

El informe definitivo del tribunal, entregado en abril de 2000, consistió en
160 páginas que censuraban el proyecto de Qinghai. Decía que
el proyecto debía haber estado incluido en la categoría A por
sus riesgos ambientales, que no se había prestado suficiente atención
a las repercusiones para los nómadas mongoles y tibetanos, y que la
selección de voluntarios para el reasentamiento no se hacía con
limpieza, porque las entrevistas no eran confidenciales. El informe no se molestaba
demasiado en saber si una evaluación ambiental de categoría A
habría ofrecido razones para oponerse al proyecto o si los nómadas
podían salir beneficiados con las clínicas y otras instalaciones
que el proyecto hiciera posibles. No se detenía en el hecho de que,
independientemente de las circunstancias en las que se hubieran realizado las
entrevistas, el deseo de los campesinos de participar en los reasentamientos
estaba fuera de toda duda. En junio de 2000, la dirección del banco
hizo un último intento de apaciguar a las ONGs: les propuso otro año
de estudios y trabajos de preparación, cuyo coste calculaba en dos millones
de dólares. Sin embargo, las ONGs siguieron exigiendo que el proyecto
se cancelara. En julio, la junta del banco rechazó la propuesta del
gerente, y así terminó el segundo asalto de la batalla de Qinghai:
China informó al banco de que iba a retirar su solicitud de financiación.

Poco después, una delegación de activistas pro-Tíbet
fue a visitar a Wolfensohn. Habían oído que el Gobierno chino
quería llevar adelante el proyecto de reasentamiento por su cuenta.
Luego se supo que China pensaba ignorar los requisitos ambientales del banco
y trasladar a más gente a la nueva zona. A las ONGs les estaba resultando
difícil saber más detalles de los planes chinos, así que
le preguntaron a Wolfensohn qué estaba pasando.

"¿Cómo coño voy a saber lo que hacen?", exclamó Wolfensohn. "¡Ustedes
nos han sacado de allí!".
En todo el mundo se dan versiones distintas de esta misma historia. El banco
elabora un proyecto razonable que, por supuesto, tiene fallos. Las ONGs se
aferran a esos fallos y añaden una buena dosis de retórica incendiaria.
El Banco Mundial se retira, pero el proyecto sigue adelante sin su presencia,
es decir, sin sus salvaguardas sociales y ambientales. El temor a las críticas
de las ONGs hace que el banco se vea obligado a seguir sus directrices de prevención
al pie de la letra, lo cual supone muchos más meses y un presupuesto
mucho mayor. Según un estudio realizado por el banco en 2001, las políticas
de salvaguardia de uno u otro tipo añaden a los costes totales de preparación
de los proyectos entre 200 y 300 millones de euros anuales. Éste es
dinero que se les quita a las poblaciones más pobres del mundo, y los
retrasos subsiguientes significan más meses sin la electricidad o el
agua potable que el proyecto del banco podía hacer posible; es decir,
otro perjuicio más para los pobres.

Con los gastos y retrasos del banco ni siquiera salen ganando las prioridades
ambientales y de derechos humanos que tanto valoran las ONGs. Debido a lo caro
de tratar con el banco, los países con la opción de pedir préstamos
en los mercados privados de capitales prefieren recurrir cada vez más
a esta solución. Por ejemplo, China, que pidió 1.700 millones
de dólares al Banco Mundial en el año 2000, sólo aceptó la
mitad de ese dinero en 2001 y 2002; y la infraestructura construida por China
sin la financiación del banco sufrió menos control. Es fundamental
cumplir ciertas condiciones, pero, después de todos los ataques de las
ONGs, el Banco Mundial ha acabado siendo un reflejo de las prioridades de los
activistas, que exigen salvaguardias casi perfectas. Es decir, la principal
institución de desarrollo del mundo está peligrosamente cerca
de perder el contacto con las necesidades y las realidades de los países
en vías de desarrollo.

Por fortuna, dentro del banco hay ya mucha gente consciente de este dilema.
Después de experiencias como la de Qinghai, se han dado cuenta de que
no es posible ganarse a todos los que están en contra. Por ejemplo,
el banco invitó a varias ONGs a participar en una comisión encargada
de establecer los criterios para la construcción de futuras presas.
La comisión respondió con una lista de requisitos tan estrictos
que la mayoría de las presas son imposibles de construir. A finales
de 2001, un grupo dentro del banco contraatacó y convenció a
la junta de que la institución no cumpliera estas recomendaciones desmesuradas.
La situación del Banco Mundial se inscribe dentro de un interrogante
más amplio que rodea a la globalización. En gran parte de las
capitales más ricas del mundo, la política pública la
deciden grupos de intereses increíblemente variados, que persiguen ciegamente
unos objetivos muy concretos. Un ejército similar de activistas presiona
a grandes instituciones internacionales como el banco y les exige que cedan
a determinadas preocupaciones: ningún perjuicio para los pueblos indígenas,
ningún daño a los bosques tropicales, nada que pueda poner en
peligro los derechos humanos, o Tíbet, o los valores democráticos.
Por muy nobles que sean los motivos de los activistas, y por muchas manchas
que posea el historial de las grandes instituciones, estos ataques constantes
amenazan con inutilizar, no sólo el Banco Mundial, sino los bancos regionales
de desarrollo y las organizaciones gubernamentales de ayuda exterior. Si ocurriera
tal cosa, el mundo podría perder todas las posibles virtudes que ofrecen
esas organizaciones: la capacidad de alzarse por encima de la defensa de un
solo objetivo y la posibilidad de enfrentarse a los problemas más terribles
de la humanidad en toda su espantosa complejidad.

¿Algo más?
Las descripciones de las batallas entre las organizaciones
no gubernamentales y el Banco Mundial están escritas, en
su mayoría, desde la perspectiva de las ONGs. Tres ejemplos
importantes de los 90 son Mortgaging the Earth:
The World Bank, Environmental Impoverishment, and the Crisis of
Development
(Beacon
Press, Boston, 1994), de Bruce Rich, un veterano activista del
grupo Defensa Ambiental; La religión del crédito:
El Banco Mundial y su imperio secular
, de Susan George y Fabrizio
Sabelli (Fundación Intermón, Barcelona, 1998), y
Masters of Illusion: The World Bank and the
Poverty of Nations
,
de Catherine Caufield (Henry Holt, Nueva York, 1996). Para tener
un relato más equilibrado, véase el ensayo de un
asesor del tribunal de inspección del banco, Robert Wade,
Greening the Bank: The Struggle over the Environment,
1970-1995
,
en el volumen 2 de The World Bank: Its First
Half Century
, editado
por Devesh Kapur, John P. Lewis y Richard Webb (Brookings Institution
Press, Washington, 1997).Uno de los primeros análisis del ascenso de las ONGs es ‘Power
Shift,’ de Jessica T. Mathews (Foreign Affairs, enero/febrero
1997). Otro estudio muy interesante es ‘The Third Force:
The rise of transnational civil society’, de A. M. Florini
(Carnegie Endowment for Peace, Washington, 2002). Kapur estudia
las consecuencias de la obstrucción del Banco Mundial por
parte de las ONGs y la adopción de sus prioridades por parte
de los países ricos en Do As
I Say Not As I Do: A Critique of G-7 Proposals on ‘Reforming’ the
MDBs
(Harvard University,
Cambridge, 2002).

Un paseo por las páginas web de ONGs opuestas al banco,
como Friends of the Earth [Amigos de la Tierra], International
Rivers Network [Red Internacional de Ríos] y Environmental
Defense [Defensa Ambiental], también muestra que sigue el
conflicto entre las ONGs y el banco. En ‘The Use of a Trilateral
Network: An Activist’s Perspective on the Formation of the
World Commission on Dams’ (American
University International Law Review
, vol. 16, nº 6, 2001), Patrick McCully, de la Red
Internacional de Ríos, ofrece un relato de primera mano
sobre la pelea entre las ONGs y la Comisión de Presas del
Banco Mundial.

La guerra contra la pobreza está amenazada desde sus propias
filas. Enjambres de activistas occidentales, que utilizan con habilidad los
medios de comunicación, invaden los organismos de ayuda para organizar
protestas y bloquear proyectos que, según ellos, explotan a los países
en vías de desarrollo. Las protestas sirven para que las causas favoritas
de los agitadores profesionales estén siempre en los titulares. Pero
no siempre sirven a los más pobres
.Sebastian Mallaby

Un futuro incierto: un grupo de refugiados nómadas tibetanos en la provincia china de Qinghai, escenario de un controvertido proyecto del Banco Mundial.
Un futuro incierto: un
grupo de refugiados nómadas tibetanos en
la provincia china de Qinghai, escenario de un controvertido proyecto
del Banco Mundial.

El año pasado visité Uganda. Quería comprender cómo
uno de los ejemplos de la desesperación africana había dado un
vuelco y había reducido el número de personas que vivían
bajo el umbral de pobreza casi en un 40% a lo largo de los 90. Pero además
quería investigar a fondo otro aspecto. El Banco Mundial patrocinaba
una presa cerca de las fuentes del Nilo, en un área muy hermosa llamada
Bujagali. Las ONGs de Occidente estaban en plena rebelión: la Red Internacional
de Ríos, con sede en Berkeley (California), afirmaba que el movimiento
ecologista ugandés estaba indignado por el daño que iban a sufrir
las cataratas de la zona y porque los pobres que vivían allí tendrían
que dejar sus tierras en beneficio de una electricidad que no podían
pagar. Era un enfrentamiento en la base de la lucha a propósito de la
globalización. ¿Estaban actuando las ONGs como instrumento civilizado
para controlar la industrialización, en defensa de millones de pobres
a los que el Banco Mundial ignoraba? ¿O estaban retrasando el combate
contra la pobreza al negar una electricidad capaz de alimentar el crecimiento
económico y, en definitiva, beneficiar a los pobres?

Llamé a los activistas de Berkeley y les pedí consejo. ¿Quién
dirigía ese movimiento ecologista ugandés que, según ellos,
estaba tan indignado? ¿Dónde estaban los aldeanos que iban a
verse cruelmente desplazados por el proyecto de la presa? A las ONGs como la
Red Internacional de Ríos les suele gustar mucho ayudar a los periodistas
occidentales, y éstos, como acostumbran a estar muy lejos del escenario
en disputa, a veces se limitan a contar lo que les dicen. Pero ahora que yo
estaba en Uganda, a unas cuantas horas de coche de la futura presa, obtuve
una respuesta más precavida. Lori Pottinger, la activista de Ríos
Internacionales encargada de la campaña de Bujagali, explicó que
sus colegas ugandeses estaban muy ocupados y que, si me dedicaba a curiosear
por las aldeas cercanas al lugar propuesto para la presa, acabaría metido
en líos con las autoridades.

Como no quería darme por vencido sin más, localicé a
los colegas de Pottinger en Uganda por otros medios y llamé por teléfono
a su oficina. Una voz amigable me invitó a ir inmediatamente. Al llegar,
el joven director del grupo me dijo que me sentara y me llenó de folletos
e informes que expresaban agradecimiento al patrocinio de un grupo llamado
Sociedad Sueca para la Conservación de la Naturaleza. Tras media hora
de charla, les hice la pregunta que me interesaba: ¿Qué tipo
de organización era aquella?

Las ONGs exigen responsabilidades
al Banco Mundial, pero este organismo ya responde ante los gobiernos
que constituyen su accionariado. Es la responsabilidad de las ONGs la
que está en cuestión

"Es una organización con socios", me dijeron."¿Cuántos
miembros?", pregunté. Mi anfitrión
se levantó y regresó con un cuaderno azul.

"Aquí está la lista", dijo con voz triunfante. La
Asociación Nacional de Ecologistas Profesionales de Uganda tenía
nada menos que 25 socios.

Mi siguiente paso fue ir a Bujagali. Me entrevisté con una socióloga
ugandesa que conocía bien la región y prometió servirme
de traductora. Se detuvo en un grupo de edificios al borde de la presa para
saludar al representante local del Gobierno, que no sólo no llamó a
la policía, sino que nos recibió con gran jovialidad. Entrevistamos
a un aldeano tras otro, y todos nos dijeron lo mismo: "La gente de la
presa" había ido y les había prometido unas condiciones
económicas generosas, así que los aldeanos estaban muy dispuestos
a aceptarlas e irse a otro sitio. Mi acompañante, la socióloga,
dijo que quizá la muestra podía estar distorsionada porque sólo
estábamos hablando con hombres y éstos valoraban más el
dinero que la tierra, de la que se ocupaban las mujeres. De modo que entrevistamos
también a varias mujeres, que mostraron asimismo una actitud favorable.
Los únicos que rechazaban la presa eran los que vivían justo
fuera de su perímetro. Estaban furiosos porque el proyecto no les iba
a afectar, por lo que nadie les iba a pagar ninguna cantidad generosa.

Esta historia es una tragedia para Uganda. Hay clínicas y fábricas
sin electricidad por culpa de unos californianos cuya idea de lo que es una
crisis de energía consiste en unos cuantos apagones veraniegos. Pero
es también una tragedia para la lucha contra la pobreza en todo el mundo,
porque hay proyectos en docenas de países que sufren los mismos retrasos
por miedo a la resistencia de los activistas. Una y otra vez, surgen grupos
batalladores que, con la ayuda de Internet, difunden afirmaciones aterradoras
sobre la iniquidad de los proyectos de desarrollo. Una y otra vez, las opiniones
públicas occidentales, acostumbradas a las historias sobre elefantes
blancos
[proyectos superfluos o que no salen adelante y quedan abandonados]
del Banco Mundial, les creen. Los legisladores europeos y el Congreso estadounidense
aceptan los argumentos de las ONGs sin plantearse dudas, y los representantes
de los países en la junta de gobernadores del Banco Mundial reaccionan
bloqueando los fondos para proyectos que merecen la pena.

Campo agotado: un tibetano mira los cultivos en bancales de Qinghai, donde la erosión del suelo ha dejado algunas zonas arruinadas para la agricultura.
Campoagotado: un
tibetano mira los cultivos en bancales de Qinghai, donde la erosión
del suelo ha dejado algunas zonas arruinadas para la agricultura.
 

Las consecuencias pueden ser ridículamente irónicas. Las ONGs
aseguran que trabajan para ayudar a los pobres, pero muchas de sus campañas
les perjudican. Aseguran que protegen el medio ambiente, pero, al obligar al
Banco Mundial a retirarse de proyectos delicados, hacen que los planes sigan
adelante sin las salvaguardas ambientales que el banco les habría obligado
a respetar. Asimismo, las ONGs pretenden exigir responsabilidades al Banco
Mundial, pero el banco ya responde ante los gobiernos que constituyen su accionariado;
es la responsabilidad de las ONGs la que está en cuestión. Además,
las ofensivas emprendidas por los grupos activistas, a veces, no tienen ninguna
base real. Si esto parece una exageración, no hay más que ver
lo ocurrido con un proyecto contra la pobreza en la provincia china occidental
de Qinghai.

FUERA LA PRESA
En abril de 1999, sin que pareciera haber nada polémico, el Banco Mundial
completó las negociaciones sobre un proyecto que iba a llevarse a cabo
en Qinghai. En aquel momento, China era el cliente estrella del banco, después
de haber sacado a unos doscientos millones de personas de la pobreza durante
los 10 años anteriores. El proyecto de Qinghai tenía previsto
trasladar a unos 58.000 campesinos de unas colinas resecas a otra zona de la
provincia regada por una pequeña presa. Los ingresos de los campesinos
subirían, de unos veinte céntimos al día, a una cifra
que les permitiría subsistir. El día en el que se cerraron las
negociaciones para el préstamo, el director de proyecto del banco, Petros
Aklilu, recibió una llamada de la Red de Información sobre Tíbet,
en Londres. Qinghai limita con la división administrativa china conocida
como Región Autónoma de Tíbet. Como la zona abarca parte
del Tíbet histórico y, de los cinco millones de habitantes de
Qinghai, un millón son tibetanos, el interés de los grupos de
observación de Tíbet no era extraño. Aklilu explicó que
el programa beneficiaría a los 3.500 tibetanos que iban a trasladarse
a las nuevas tierras de regadío y que los que decidieran quedarse sufrirían
menos presión demográfica. En resumen, aunque la política
de China respecto a Tíbet era abominable, el proyecto del banco iba
a ayudar a los tibetanos. Aklilu colgó el teléfono y se olvidó de
la conversación.

Pronto no tuvo más remedio que recordarla. Unos días después,
la Red de Información sobre Tíbet publicó una información,
en su boletín, sobre un "controvertido" proyecto del Banco
Mundial que iba a "afectar drásticamente la demografía" de
Qinghai al trasladar a personas de etnia china a una región tibetana.
Era una afirmación muy extraña. En primer lugar, en la zona inmediata
de asentamiento no vivían tibetanos. Los más cercanos eran 276
pastores nómadas (el banco los había contado con cuidado) que
invernaban a 55 kilómetros al sur del proyecto. Segundo, Qinghai era
parte de China desde la misma época en la que Estados Unidos obtuvo
su independencia. Pero la Red de Información sobre Tíbet no se
desanimó. "El traslado de población de áreas chinas
a zonas tradicionales de Tíbet se ha convertido en una gran preocupación
para los tibetanos", decía el boletín del grupo en tono
siniestro.

En el plazo de unas semanas, los activistas de Londres habían creado
una coalición internacional, con gente perteneciente a las diversas
legiones del ejército anti-Banco Mundial: grupos ecologistas opuestos
a las presas, grupos de derechos humanos opuestos a los reasentamientos, otros
grupos que se oponían a la cooperación con China. Los representantes
de 59 organizaciones enviaron una larga carta al presidente del Banco Mundial,
Jim Wolfensohn, para protestar por el traslado de "campesinos chinos
a un área tradicionalmente tibetana". Los activistas inundaron
el banco con correos electrónicos y faxes, Washington se llenó de
de carteles contra la institución y un grupo de activistas tibetanos
acampó ante la sede central. Un miembro del grupo de rap Beastie Boys
declaró que el préstamo del banco iba a provocar "la destrucción
de los pueblos tibetanos". A pesar de que no era verdad, los activistas
ganaron rápidamente aliados en Hollywood y en el Congreso estadounidense,
empezando por el actor Richard Gere, que acababa de hacer de narrador en un
documental sobre Tíbet, y la representante demócrata Nancy Pelosi,
de California. El 15 de junio de 1999, un comunicado de prensa que anunciaba
la aparición conjunta de Pelosi y un músico pro-Tíbet
afirmaba que el banco proyectaba trasladar a "60.000 personas de etnia
china" a Qinghai, pese a que los chinos no constituían más
que el 40% de los 58.000 colonos y no iban a trasladarse a Qinghai, sino a
reasentarse dentro de la provincia. Sesenta congresistas enviaron una protesta
formal a Wolfensohn y el senador Jesse Helms, un político republicano
de extrema derecha, se apresuró a aprovechar la oportunidad de condenar
a China y al Banco Mundial al mismo tiempo.

Una delegación del banco acudió al Capitolio para apaciguar
a los legisladores y se encontró allí con un mapa que ni siquiera
mostraba Qinghai. Toda la provincia figuraba con el nombre de Tíbet,
a pesar de que los tibetanos no eran más que uno de cada cinco en la
zona. El banco se vio rodeado. Tenía enfrente, al mismo tiempo, a manifestantes
estudiantiles y al ala derecha del Partido Republicano, y, aunque sus adversarios
se equivocaban por completo en los datos, no había nadie dispuesto a
defender la institución. En junio de 1999, el Gobierno de Clinton anunció que
iba a votar contra el proyecto de Qinghai cuando llegara a la junta del Banco
Mundial. Los activistas habían ganado el primer asalto.

EL RECHAZO A LA NEGOCIACIÓN
La reacción más habitual ante este tipo de situación es
que el banco debe comunicarse mejor con sus detractores y aprender a negociar
con ellos. Por desgracia, se trata de una receta ingenua. Cuenta con que los
detractores están dispuestos a negociar. A diferencia de las ONGs que
tienen programas de desarrollo genuinos sobre el terreno, las que se dedican
a hacer campañas casi no tienen más remedio que ser radicales.
Si dejan de denunciar a las grandes organizaciones, nadie les enviará dinero
ni les citará en los periódicos. En parte por ese motivo y, en
parte, por la simpática convicción de que nunca hay que conformarse
con el statu quo, las ONGs, en general, no saben parar. Por más que
una institución haga todo lo posible para encontrar un terreno común
con los activistas, ellos siguen manifestándose ante su sede. Por supuesto,
siempre hay grupos maduros como Oxfam, World Vision o el Fondo Mundial para
la Naturaleza que sí aceptan la rama de olivo. Pero son las excepciones,
y cooperan con enorme cautela. No quieren ser el próximo blanco de los
radicales.

Este problema quedó patente en el segundo asalto de la batalla de Qinghai.
Ante la noticia de que la Administración Clinton iba a bloquear el proyecto,
Wolfensohn se indignó. Le preocupaban las amenazas del Congreso estadounidense
de cortar las aportaciones al programa de préstamos subvencionado por
el banco si el proyecto seguía adelante, porque suponía impedir
la ayuda a los clientes más pobres de la institución. Le inquietaba
que la publicidad adversa pudiera costarle la oportunidad de ganar el Premio
Nobel de la Paz y que sus relaciones de Hollywood le dieran la espalda. Y tenía
miedo de que estuviera en peligro una de sus principales victorias: desde su
llegada al frente del banco, en 1995, Wolfensohn había hecho más
que cualquier otro de sus predecesores para tender la mano a las ONGs. Invitaba
a los críticos más ardientes del banco a cenar en su casa, se
reunía con ellos en todos sus viajes e incluso les pedía consejo
sobre la política del Banco Mundial. Cuando la batalla de Qinghai llegó a
su punto crítico, Wolfensohn hizo todo lo posible para calmarla. Se
desvivió para oír los argumentos de las ONGs y les mostró mucho
más respeto que a su propia gente. Convocó al equipo responsable
del proyecto en su despacho para preguntarles a quién tenía que
dar la patada en primer lugar. Después de mucho rabiar y gruñir,
concibió un plan que suponía encontrar un punto intermedio de
acuerdo con las ONGs. Se trataba de remitir el proyecto al tribunal de inspección
del banco, formado por personajes destacados que investigan hasta qué punto
cada proyecto cumple los requisitos ambientales y sociales del banco.

Los activistas alegaron varios casos de incumplimiento. Dijeron, por ejemplo,
que se había infringido una directriz que exigía una "acción
especial" para proteger a las minorías étnicas, así como
otra que disponía que los reasentamientos fueran voluntarios. Los críticos
se centraron, sobre todo, en las salvaguardas ambientales. El banco había
clasificado el proyecto de Qinghai dentro de la categoría B (es decir,
que representaba un riesgo medio para el medio ambiente), y no en la categoría
A, de alto riesgo; por consiguiente, encargó un estudio de impacto ambiental
posiblemente superficial. Al remitir estas acusaciones al tribunal de inspección,
Wolfensohn calculaba que la lucha política por Tíbet se convertiría
en una investigación técnica sobre las directrices operativas
del banco.

En un mundo sensato, esta estrategia tendría que haber apaciguado hasta
cierto punto a los activistas. Sin embargo, al día siguiente de que
el banco decidiera reunir el panel de inspección, dos estudiantes treparon
por la fachada de la sede central del banco y desenrollaron una pancarta que
decía: "El Banco Mundial aprueba el genocidio chino en Tíbet".
En privado, otros grupos defensores de Tíbet mostraron su desaprobación
por estas tácticas –al fin y al cabo, no existían pruebas–,
pero no estaban dispuestos a hablar públicamente en contra de otros
activistas. Mientras tanto, los miembros del Congreso seguían el camino
trazado por las ONGs. En 1999, un subcomité de la Cámara de Representantes
decidió reducir las aportaciones a la ventana de préstamos blandos
del banco en 220 millones de euros.

Cuando el tribunal de inspección comenzó su investigación,
no consiguió más que trasladar el ataque de los activistas al
interior del edificio. El jefe del tribunal, el ecologista canadiense Jim MacNeill,
estaba claramente más de acuerdo con los activistas que con los funcionarios
del banco, a los que trató con una dureza propia de un fiscal. Parecía
más interesado en encontrar infracciones técnicas de las políticas
de salvaguardia del banco que en hacer las preguntas fundamentales: ¿Serviría
el proyecto de Qinghai para reducir la pobreza? La respuesta era sí,
pero daba la impresión de que al tribunal le daba lo mismo. ¿Causaría
daños ambientales? No, y eso era lo importante, pero el tribunal insistió en
echar por tierra los procedimientos del banco.

El informe definitivo del tribunal, entregado en abril de 2000, consistió en
160 páginas que censuraban el proyecto de Qinghai. Decía que
el proyecto debía haber estado incluido en la categoría A por
sus riesgos ambientales, que no se había prestado suficiente atención
a las repercusiones para los nómadas mongoles y tibetanos, y que la
selección de voluntarios para el reasentamiento no se hacía con
limpieza, porque las entrevistas no eran confidenciales. El informe no se molestaba
demasiado en saber si una evaluación ambiental de categoría A
habría ofrecido razones para oponerse al proyecto o si los nómadas
podían salir beneficiados con las clínicas y otras instalaciones
que el proyecto hiciera posibles. No se detenía en el hecho de que,
independientemente de las circunstancias en las que se hubieran realizado las
entrevistas, el deseo de los campesinos de participar en los reasentamientos
estaba fuera de toda duda. En junio de 2000, la dirección del banco
hizo un último intento de apaciguar a las ONGs: les propuso otro año
de estudios y trabajos de preparación, cuyo coste calculaba en dos millones
de dólares. Sin embargo, las ONGs siguieron exigiendo que el proyecto
se cancelara. En julio, la junta del banco rechazó la propuesta del
gerente, y así terminó el segundo asalto de la batalla de Qinghai:
China informó al banco de que iba a retirar su solicitud de financiación.

Poco después, una delegación de activistas pro-Tíbet
fue a visitar a Wolfensohn. Habían oído que el Gobierno chino
quería llevar adelante el proyecto de reasentamiento por su cuenta.
Luego se supo que China pensaba ignorar los requisitos ambientales del banco
y trasladar a más gente a la nueva zona. A las ONGs les estaba resultando
difícil saber más detalles de los planes chinos, así que
le preguntaron a Wolfensohn qué estaba pasando.

"¿Cómo coño voy a saber lo que hacen?", exclamó Wolfensohn. "¡Ustedes
nos han sacado de allí!".
En todo el mundo se dan versiones distintas de esta misma historia. El banco
elabora un proyecto razonable que, por supuesto, tiene fallos. Las ONGs se
aferran a esos fallos y añaden una buena dosis de retórica incendiaria.
El Banco Mundial se retira, pero el proyecto sigue adelante sin su presencia,
es decir, sin sus salvaguardas sociales y ambientales. El temor a las críticas
de las ONGs hace que el banco se vea obligado a seguir sus directrices de prevención
al pie de la letra, lo cual supone muchos más meses y un presupuesto
mucho mayor. Según un estudio realizado por el banco en 2001, las políticas
de salvaguardia de uno u otro tipo añaden a los costes totales de preparación
de los proyectos entre 200 y 300 millones de euros anuales. Éste es
dinero que se les quita a las poblaciones más pobres del mundo, y los
retrasos subsiguientes significan más meses sin la electricidad o el
agua potable que el proyecto del banco podía hacer posible; es decir,
otro perjuicio más para los pobres.

Con los gastos y retrasos del banco ni siquiera salen ganando las prioridades
ambientales y de derechos humanos que tanto valoran las ONGs. Debido a lo caro
de tratar con el banco, los países con la opción de pedir préstamos
en los mercados privados de capitales prefieren recurrir cada vez más
a esta solución. Por ejemplo, China, que pidió 1.700 millones
de dólares al Banco Mundial en el año 2000, sólo aceptó la
mitad de ese dinero en 2001 y 2002; y la infraestructura construida por China
sin la financiación del banco sufrió menos control. Es fundamental
cumplir ciertas condiciones, pero, después de todos los ataques de las
ONGs, el Banco Mundial ha acabado siendo un reflejo de las prioridades de los
activistas, que exigen salvaguardias casi perfectas. Es decir, la principal
institución de desarrollo del mundo está peligrosamente cerca
de perder el contacto con las necesidades y las realidades de los países
en vías de desarrollo.

Por fortuna, dentro del banco hay ya mucha gente consciente de este dilema.
Después de experiencias como la de Qinghai, se han dado cuenta de que
no es posible ganarse a todos los que están en contra. Por ejemplo,
el banco invitó a varias ONGs a participar en una comisión encargada
de establecer los criterios para la construcción de futuras presas.
La comisión respondió con una lista de requisitos tan estrictos
que la mayoría de las presas son imposibles de construir. A finales
de 2001, un grupo dentro del banco contraatacó y convenció a
la junta de que la institución no cumpliera estas recomendaciones desmesuradas.
La situación del Banco Mundial se inscribe dentro de un interrogante
más amplio que rodea a la globalización. En gran parte de las
capitales más ricas del mundo, la política pública la
deciden grupos de intereses increíblemente variados, que persiguen ciegamente
unos objetivos muy concretos. Un ejército similar de activistas presiona
a grandes instituciones internacionales como el banco y les exige que cedan
a determinadas preocupaciones: ningún perjuicio para los pueblos indígenas,
ningún daño a los bosques tropicales, nada que pueda poner en
peligro los derechos humanos, o Tíbet, o los valores democráticos.
Por muy nobles que sean los motivos de los activistas, y por muchas manchas
que posea el historial de las grandes instituciones, estos ataques constantes
amenazan con inutilizar, no sólo el Banco Mundial, sino los bancos regionales
de desarrollo y las organizaciones gubernamentales de ayuda exterior. Si ocurriera
tal cosa, el mundo podría perder todas las posibles virtudes que ofrecen
esas organizaciones: la capacidad de alzarse por encima de la defensa de un
solo objetivo y la posibilidad de enfrentarse a los problemas más terribles
de la humanidad en toda su espantosa complejidad.

¿Algo más?
Las descripciones de las batallas entre las organizaciones
no gubernamentales y el Banco Mundial están escritas, en
su mayoría, desde la perspectiva de las ONGs. Tres ejemplos
importantes de los 90 son Mortgaging the Earth:
The World Bank, Environmental Impoverishment, and the Crisis of
Development
(Beacon
Press, Boston, 1994), de Bruce Rich, un veterano activista del
grupo Defensa Ambiental; La religión del crédito:
El Banco Mundial y su imperio secular
, de Susan George y Fabrizio
Sabelli (Fundación Intermón, Barcelona, 1998), y
Masters of Illusion: The World Bank and the
Poverty of Nations
,
de Catherine Caufield (Henry Holt, Nueva York, 1996). Para tener
un relato más equilibrado, véase el ensayo de un
asesor del tribunal de inspección del banco, Robert Wade,
Greening the Bank: The Struggle over the Environment,
1970-1995
,
en el volumen 2 de The World Bank: Its First
Half Century
, editado
por Devesh Kapur, John P. Lewis y Richard Webb (Brookings Institution
Press, Washington, 1997).Uno de los primeros análisis del ascenso de las ONGs es ‘Power
Shift,’ de Jessica T. Mathews (Foreign Affairs, enero/febrero
1997). Otro estudio muy interesante es ‘The Third Force:
The rise of transnational civil society’, de A. M. Florini
(Carnegie Endowment for Peace, Washington, 2002). Kapur estudia
las consecuencias de la obstrucción del Banco Mundial por
parte de las ONGs y la adopción de sus prioridades por parte
de los países ricos en Do As
I Say Not As I Do: A Critique of G-7 Proposals on ‘Reforming’ the
MDBs
(Harvard University,
Cambridge, 2002).

Un paseo por las páginas web de ONGs opuestas al banco,
como Friends of the Earth [Amigos de la Tierra], International
Rivers Network [Red Internacional de Ríos] y Environmental
Defense [Defensa Ambiental], también muestra que sigue el
conflicto entre las ONGs y el banco. En ‘The Use of a Trilateral
Network: An Activist’s Perspective on the Formation of the
World Commission on Dams’ (American
University International Law Review
, vol. 16, nº 6, 2001), Patrick McCully, de la Red
Internacional de Ríos, ofrece un relato de primera mano
sobre la pelea entre las ONGs y la Comisión de Presas del
Banco Mundial.

Sebastian Mallaby es columnista
y editorialista de The Washington Post. Este artículo es una adaptación
del libro World’s Banker: A Story of Failed States, Financial Crises,
and the Wealth and Poverty of Nations (Penguin Press, Nueva York, 2004).