En un universo paralelo, la reunión entre Obama y Netanyahu en Washington podría de verdad hacer moverse la aguja hacia adelante en el proceso de paz en Oriente Medio. Pero no lo hará. Y Obama no debería insistir en el tema.

 

TIM SLOAN/AFP/Gettyimages

Esta semana en la Casa Blanca, el presidente “Sí, puedo” se sentará con el primer ministro "No, no lo harás”. El punto fundamental de la agenda será el futuro del proceso de paz palestino-israelí. Una empresa cuya descripción más acertada —al menos por ahora— sería la que lo equipara a un muerto viviente.

Pero no importa. Cuando uno es el presidente del cambio, se debe creer en ello incluso cuando la realidad te cuente una historia diferente. Con renovadas energías por los transformadores procesos producidos en el mundo árabe y genuinamente preocupado porque ninguna negociación se traduzca en problemas para Estados Unidos, Barack Obama quiere esforzarse por lograr grandes cosas en el proceso de paz.

El primer ministro israelí Benjamín Netanyahu está igualmente decidido a presentar resistencia a las grandes ideas que contraríen su propia ideología, sus instintos viscerales o las restricciones impuestas por su coalición. El reciente acuerdo de unidad palestina y las manifestaciones allí producidas, orquestadas desde Siria a lo largo de la frontera de Israel con este país, no harán más que contribuir a ayudarle a esquivar cualquier presión estadounidense.

Sería bonito imaginar que de este yin y yang americano-israelí pudiera salir un camino común que significara un paso adelante. Y si viviéramos en algún otro universo paralelo más razonable, podría ser que Bibi y Obama encontraran la senda.

El primer ministro le confiaría al presidente que estaba preparado para tomar decisiones valientes sobre las fronteras y sobre Jerusalén; el dirigente estadounidense podría entonces usar eso con el líder palestino Mahmoud Abbas en los próximos meses para preparar el terreno de cara a las negociaciones y a un acuerdo. Y el naufragio que se avecina en Naciones Unidas este otoño sobre el Estado palestino podría entonces evitarse.

De vuelta a la Tierra, sin embargo, es mucho más probable que la reunión no dé como resultado ni un avance decisivo ni un gran fracaso. Nadie quiere una pelea ahora sencillamente porque no hay proceso de paz sobre el que pelearse. Incluso el presidente entiende lo complejas que se han vuelto las cosas con el acuerdo de unidad alcanzado por los palestinos.

Pero ni el presidente ni el primer ministro tienen una estrategia, excepto pronunciar discursos, y puesto que los palestinos sí tienen una —una iniciativa de la ONU sobre su reconocimiento como Estado— es probable que nos dejemos llevar por defecto hacia esa posición a menos que surja algo mejor.

Es célebre la afirmación del escritor Mark Twain de que la historia no se repite, pero rima. Y ya hemos visto antes numerosas versiones de las reuniones Obama-Bibi.

No hay ahí gran cantidad de química personal o de confianza. Bill Clinton no sentía gran aprecio por Netanyahu, pero entendía al político que llevaba dentro. Obama ni siente aprecio ni entiende al primer ministro israelí. Le ve como un timador profesional y un obstáculo, una especie de gran badén en su camino a la resolución del problema palestino-israelí.

Y en lo que respecta a Netanyahu, éste cree que el presidente es frío y posee poca empatía cuando se trata de comprender las necesidades israelíes. Considera que sitúa a Israel en el contexto del conjunto de los intereses estadounidenses, no de sus valores. Para Bibi, Obama se sitúa en algún punto intermedio entre Jimmy Carter y Bush padre en lo que se refiere a la escala de la sensibilidad hacia lo israelí.

La iniciativa palestina en Naciones Unidas supone un problema porque los estadounidenses no tienen una respuesta que ofrecer

Esta dinámica interpersonal no ha cambiado, pero las circunstancias la han empeorado. Dos años después de su llegada a la presidencia, Obama está incluso más frustrado ante su fracaso para hacer avanzar el proceso de paz. La primavera árabe ha agitado la región con grandes cambios y de alguna manera el presidente cree que debería haber una gran transformación del proceso de paz para acompañarla. Después de todo, Al Fatah y Hamás se están moviendo hacia la unidad y los regímenes libio y sirio están contra las cuerdas. Y si no se hace algo con el proceso de paz, los esfuerzos de los nuevos demócratas árabes pueden verse frustrados por los radicales islámicos.

El presidente es sensible al dolor de los palestinos, pero le preocupa que la iniciativa de la ONU sobre su reconocimiento como Estado solo sirva para empeorar la situación. Está cansado de tener que atender a los israelíes pero no está del todo seguro de cómo hacer avanzar las cosas. La iniciativa palestina en Naciones Unidas supone un problema porque los estadounidenses no tienen una respuesta que ofrecer ante ella. De hecho refleja la dolorosa realidad de que Washington ha perdido una influencia real en un tema muy significativo. Desde la perspectiva de Obama, tras su triunfo sobre Osama bin Laden, encontrarse con Netanyahu y tener que tratar sobre el proceso de paz es un auténtico jarro de agua fría.

Netanyahu no ve el mundo exactamente así. Más que la mayoría de primeros ministros israelíes, él duerme con un ojo abierto. A dondequiera que mire el vaso está medio vacío. La primavera árabe ha traído incertidumbre, ya que Hosni Mubarak se ha ido y quizá Bashar al Assad también. Abbas se ha metido en la cama con Hamás, y ahora Obama —en quien no confía— parece preparado a dar un empujón al proceso de paz a costa de Israel.

Para Netanyahu, el proceso de paz es un dolor de cabeza. Si se pone serio, su coalición se romperá. Tendrá que hacer frente a sus propias barreras ideológicas y a su recelo fundamental hacia los árabes. Sin un proceso de paz, especialmente si se le culpa a él, podría presenciar cómo su relación con Estados Unidos da un giro a peor. Pero, por el momento, en realidad está en una posición bastante buena para avanzar por la cuerda floja.

Sí, los republicanos y gran parte de la comunidad judía organizada le respaldarán. Pero son los palestinos los verdaderos aliados de Netanyahu. Abbas le ha hecho un increíble regalo al unificarse con Hamás. A menos que éste abandone la lucha armada, libere al soldado israelí secuestrado a quien retiene como rehén y reconozca a Israel, Netanyahu es más o menos intocable en casa y puede esquivar la presión estadounidense si es que se produjera alguna. Puede decir que Abbas ha cometido un grave error y que debería volver a las negociaciones en vez de arrimarse a Hamás o Naciones Unidas. Mientras los miembros de Hamás continúen glorificando a Bin Laden y haciendo un llamamiento a la liberación de toda la Palestina histórica, Netanyahu no tendrá que preocuparse mucho por la presión estadounidense.

El único factor imprevisible en todo esto sería que se produjera una versión palestina de la primavera árabe. Sus incursiones al otro lado de la frontera, orquestadas por Siria, en realidad ayudan al primer ministro a eludir las presiones de dentro y fuera de Israel. Pero un levantamiento palestino masivo y continuado —civil y pacífico—en el cual, día tras día, cientos de miles de personas presionen contra los puestos de control en Cisjordania y Gaza, creará una presión real. Es una táctica peligrosa y podría fácilmente conducir a la violencia, y no está claro cómo o por qué influiría en las negociaciones. Pero podría convertirse en parte de la estrategia de los palestinos a la hora de plantear en otoño la iniciativa sobre su Estado en la ONU.

La Administración Obama realmente se encuentra en una posición difícil cuando se trata de lograr la paz entre israelíes y palestinos. Se ha hablado mundo sobre la posibilidad de que el presidente pronuncie un gran discurso para presentar los principios que apoya Estados Unidos sobre los temas importantes, como las fronteras y Jerusalén.

Pero hay que preguntarse qué es lo que realmente se conseguiría con esto. Disgustaría a los israelíes (y a los palestinos también, cuando la Administración hable del tema de los refugiados y descarte el derecho de retorno). ¿Y por qué iría cualquier aspirante a mediador —teniendo en cuenta que la probabilidad de negociaciones en un futuro próximo es prácticamente nula— a querer exponer sus posiciones solo para que éstas fueran atacadas, devaluadas y marginadas? Un
discurso solo serviría para hacer más evidente la brecha entre las palabras de EE UU y sus acciones. Podría convertirse en el equivalente en política exterior del incidente de la plataforma Deepwater Horizon de BP: que pasen 50 días y nadie haya aceptado todavía el plan de paz del presidente.

Cualquier persona honesta admitiría que no hay ninguna opción de que se produzcan ahora unas negociaciones con éxito o un proceso de paz. Una gran idea o iniciativa que intente lanzarlos fracasará. De hecho, meter a Abbas y a Netanyahu en la misma habitación, dado el abismo existente entre ellos, sería un desastre.

En lugar de dedicarse a la diplomacia pública, Obama debería adoptar una actitud silenciosa y discreta. Sin plazos, sin grandes discursos, sin amenazas. Ver tranquilamente qué es lo que Bibi y Abbas están dispuestos a ceder en lo que respecta a los grandes temas; saber a dónde va la unidad palestina y a dónde se dirige la primavera árabe. Por ahora hay que mantener la pólvora seca, y retomar lo del gran discurso más avanzado el año. Puede acabar resultando práctico como visión alternativa de cómo producir de verdad un estado real mediante negociaciones en vez del estado virtual que los palestinos están planeando en Naciones Unidas.

El que no haya buenas ideas para hacer funcionar ahora el proceso de paz no es razón para precipitarse con otras que están a medio cocer. El director de cine Woody Allen no tenía razón: el 90% de la vida no consiste sólo en hacer acto de presencia, consiste en hacer acto de presencia en el momento adecuado. Y ahora no es el momento adecuado para dar un paso importante en el proceso de paz.

 

 

 

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