Ha llegado la hora de buscar más y mejores ideas para combatir los populismos en Europa.

Geert Wilders, líder del Partido de la Libertad en Holanda, y Marine Le Pen, del Frente Nacional en Francia, asisten a un debate en el senado holandés en La Haya, noviembre de 2013. (AFP/Getty Images)
Ya nadie puede decir que se trata del gran elefante en la habitación del que nadie habla. Todos están hablando de él. Pero como en aquel anuncio del juego Scattergories en el que el marido acaba admitiendo a regañadientes pulpo como animal de compañía, deberíamos pensarlo mejor antes de aceptar populista como la nueva mascota de la política europea.

La discusión sobre las próximas elecciones al Parlamento Europeo (PE) se está centrando en el auge de los partidos populistas, pero en numerosas ocasiones se hace sin precisar quiénes son, ni qué quieren realmente y, como consecuencia de ello, se acaba proponiendo la estrategia equivocada para acabar con el animalito. Hoy la mejor manera de lidiar con ellos es hacer lo contrario a lo que piden algunos europeístas ilustres. En lugar de infundir miedo (“mirar lo que viene”) o ignorarlos (“son una panda de locos filo-fascistas”), deberíamos confrontar directamente sus ideas con mejores argumentos.

En este sentido, hay algunas noticias positivas. Paradójicamente, el ascenso del populismo puede sernos más útil que peligroso. Con alguna excepción notoria, los populistas han logrado lo que muchos europeístas convencidos han perseguido sin éxito durante años: politizar el debate europeo. Al polarizar la confrontación política en Europa, nos están obligando a tomar partido, a plantear mejores proyectos y propuestas y a convertir en político lo que muchas veces se ha disfrazado como técnico.

Por supuesto, esto no justifica sus argumentos, pero sí justifica su derecho a estar presentes en el debate. Esta politización ha desatado, por fin, una discusión encorsetada durante demasiado tiempo por una camisa de fuerza de tópicos que volvió aburrida la discusión sobre la integración europea y, en el peor de los casos, ha contribuido al aumento de la abstenciónelección tras elección.

Pero vayamos por partes. ¿Quiénes son esos que llamamos populistas? Tenemos alguna certeza: no todos los euroescépticos son radicales extremistas, ni todos los populistas lo son con la misma intensidad. Y cuando varios de estos rasgos coinciden, el resultado se parece más a una caja de grillos que a un disciplinado ejército de soldados. Pues en ella encajarían partidos tan dispares como el Partido Socialista holandés y el griego Syriza en la izquierda radical, partidos contrarios al euro como Alternativa para Alemania (ATD), movimientos de protesta tan pintorescos como el italiano Cinco Estrellas de Beppe Grillo, el profundamente antieuropeo UKIP británico de Nigel Farage, el Partido Ley y Justicia (PiS) polaco, el Partido de la Gran Rumanía (PRM) o el neonazi Amanecer Dorado en Grecia. Algunos de estos grupos ya tienen presencia en Europa, otros solo en sus parlamentos nacionales y varios se presentarán a las elecciones europeas por primera vez. Es fácil y ayuda a vender periódicos, pero es un error pensar que la suma de todos ellos constituye un conjunto homogéneo.

La atención mediática se ha enfocado sobre todo en la extrema derecha, donde encontramos un grupo heterogéneo de fuerzas políticas con apoyo dispar: creciente en Hungría, Lituania, Francia y Austria y decreciente en Eslovaquia, Italia, Bélgica y Eslovenia. Si tienen algo en común, es su retórica contra el establishment y la élite política, la glorificación del pueblo, la reivindicación de la autoridad y el orden, una cierta obsesión con la inmigración y algunos problemas serios con la Unión Europea.

¿Cuántos son? Hoy solo la mitad de los 28 países miembros de la UE tiene un partido de extrema derecha que haya ganado más de un 1% de los votos en elecciones nacionales entre 2005 y 2013. Según cálculos del experto Cas Mudde, la extrema derecha podría lograr 34 eurodiputados en las próximas elecciones de mayo de 2014, apenas el 4% de los sitios en el PE. En un escenario mejor en el que el Frente Nacional obtuviera un 24% de los votos en Francia, el Partido Holandés de la Libertad (PVV) un 15% y el UKIP inglés un 10%, estas formaciones no obtendrían más de 50 representantes, o el 6,5% del total de escaños de la Eurocámara.

Aunque la amenaza sea importante, corremos el riesgo de tomarles demasiado en serio si exageramos su poder e influencia. En Europa las alarmas saltaron cuando la francesa Marine Le Pen (Frente Nacional) y el holandés Geert Wilders (Partido de la Libertad) acordaron unirse para “luchar contra ese monstruo llamado Europa”. El propio Wilders, conocido por su iracunda islamofobia, escribía recientemente en el diario Wall Street Journal que trabaja para que “los Países Bajos salgan de la UE, se unan al Acuerdo Europeo de Libre Comercio [que hoy incluye a Islandia, Liechtenstein, Noruega y Suiza] y, como Suiza, negocien un acuerdo bilateral de comercio con la UE y el resto del mundo”.

Asumamos ahora que esta alianza obtiene un buen resultado y logra formar un grupo propio en el PE (para ello necesitan 25 eurodiputados de al menos siete países). ¿Cambiaría mucho la forma en que estos partidos operan en la Cámara europea? ¿Lograrán paralizar el proyecto de integración europea como muchos temen? No lo creo. Por tres razones: su falta de cohesión interna, su pereza parlamentaria y su heterogeneidad ideológica.

La Europa de la Libertad y la Democracia (EFD, en inglés) -que hoy reúne al mayor número de miembros asociados con la extrema derecha- es el grupo político con menos cohesión dentro del Parlamento Europeo, es decir, el grupo en el que sus integrantes han votado menos veces juntos. Ello contrasta con la cohesión intragrupo del resto y la cohesión entre la mayoría europeísta de la Eurocámara, donde los socialistas y conservadores europeos han votado juntos en más del 70% de todas las votaciones de esta legislatura.

En teoría, lo que une al EFD es la convicción de que “el nivel legítimo para la democracia reside en los Estados nación, sus regiones y parlamentos, dado que no existe una única ciudadanía europea”, según recoge su Estatuto. Esta puede ser una conclusión errónea, pero no es una conclusión que automáticamente le convierta a uno en populista. Sus estatutos rechazan “la xenofobia, el antisemitismo y cualquier otra forma de discriminación” y reconocen que “los ciudadanos y naciones de Europa tienen derecho a proteger sus fronteras y fortalecer sus valores históricos, tradicionales, religiosos y culturales”. Pero ningún programa político debe interpretarse en sentido literal. En la práctica, el derecho a proteger las fronteras se ha convertido para alguien como eel británico Nigel Farage en una obsesión con la inmigración.

Estas palabras deben leerse a la luz de las acciones y, como muestra un exhaustivo estudio de Counterpoint*, los eurodiputados radicales apenas participan en la actividad parlamentaria, más allá de protagonizar algunas exaltadas intervenciones públicas. Su labor legislativa es testimonial y casi siempre dedican más tiempo y recursos a captar la atención de los medios que a lograr cambios reales en la legislación. Por lo que si las cosas no cambian mucho, su impacto en el proceso legislativo del próximo Parlamento será limitado.

Con todo, podría pensarse que si estos grupos logran una mayor representación, su cohesión interna aumentará y su forma de operar en el PE cambiará, pero no necesariamente. A diferencia de lo que sugiere la leyenda popular, aquí el tamaño no importa… tanto. La inestabilidad asociada a la heterogeneidad ideológica de cualquier posible coalición es el factor a tener en cuenta. Por ello, no puede descartarse que la alianza electoral entre Le Pen y Wilders implosione en algún momento cuando la pareja la compone un islamófobo ferviente defensor de Israel y la líder de un partido con una reconocida trayectoria antisemita.

Entonces, ¿están condenados Le Pen, Wilders y compañía a convertirse en un circo mediático fragmentado? No, mientras pensemos que el mensajero importa más que el mensaje. El tiempo que se dedica a desprestigiar el nombre de los populistas es tiempo que se pierde para desprestigiar sus ideas. Porque, aunque a muchos les parezca increíble, sus ideas están siendo escuchadas por gente dispuesta a votar por ellas. Dos millones y medio de británicos votaron al UKIP en las pasadas elecciones europeas. Es muy probable que esta vez sean muchos más.

La estrategia de hacer oídos sordos no funciona y responder con miedo al miedo es la estrategia fácil, y por eso siempre falla. Si, como desean, quieren evitar que el populismo vuelva a convertirse en el sospechoso habitual de la política europea, los europeístas deben definir mejor quiénes son esos populistas, conocer qué quieren y no exagerar su influencia. Sobre todo, deberían aprovechar la oportunidad que les están brindando: al forzarles a repensar sus propias convicciones, les están obligando a encontrar argumentos más convincentes. Las malas ideas solo se vencen con ideas mejores y, en este sentido específico, hablar mal de Europa nunca fue tan bueno.

Fuera de Europa hace frío, sí. Pero mientras la respuesta continúe siendo la de infundir miedo o ignorarlos como pobres locos, deberemos acostumbrarnos a convivir en casa con un hábil e incómodo animal de compañía. Resguardados del frío exterior, pero sin muchas más certezas.

 

*El estudio de Counterpoint no incluye al británico UKIP en el grupo de partidos populistas de extrema derecha.

 

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