Cómo hacer frente a gobernantes autoritarios y decadentes.

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En política asistimos cada día al predominio del personalismo, que afecta a muchos de los gobiernos latinoamericanos. Por ello, la cuestión del liderazgo político adquiere una enorme relevancia. ¿Cómo puede definirse a un líder? Aquel que puede interpretar la situación de conjunto, juzgar escenarios complejos y proponer soluciones viables, afirman algunos autores. Debe ser capaz de establecer una agenda, motivar a sus seguidores a lograrla y cumplirla, y generar acciones y símbolos que proporcionan a los ciudadanos un sentimiento de pertenencia, creando los medios y fines para fortalecer la identidad de los grupos y su cohesión, con la intención de movilizarlos hacia un trabajo colectivo.

El politólogo Joseph Nye sostiene que un buen líder es difícil de definir, ya que la palabra bueno tiene dos acepciones distintas: moralmente bueno o eficiente. Un buen líder sería aquel que ayuda de modo eficaz a un grupo a lograr sus metas. En algunos casos, los objetivos pueden ser malos desde el punto de vista moral, pero eficientemente buenos. Así entendemos que el líder es considerado un elemento crucial y positivo del juego político. Pero, ¿por qué hay líderes malos? ¿Por qué los individuos se dejan seducir por gobernantes ineficientes, incompetentes, inmorales o corruptos? La literatura en ciencias sociales no aborda con profundidad esas cuestiones, a pesar de que en América Latina los gobernantes que fortalecen su posición individual, postergando el bienestar colectivo, son frecuentes.

Este tipo de liderazgo no surge de la nada. Un líder ruin germina dónde existen instituciones débiles, partidos políticos deslegitimados, corrupción, dosis de soberbia, falsificación del pasado y desmesurada sed de poder. Esta clase de líder cuenta en general con una oratoria brillante, que combina sentimentalismo con agresividad y firmeza militar con seducción indiscriminada. Con todos estos ingredientes es probable que el resultado sea un conductor interesado en obstaculizar los cambios y alimentar la permanencia de tradiciones como el clientelismo, el caudillismo y el autoritarismo.

Los líderes malos tienen, en general, brillantes capacidades para engañar a propios y ajenos y se crean una cobertura democrática plagada de referéndums, elecciones varias, movilizaciones sociales de apoyo, grupos de colaboradores vestidos del mismo color y esloganes de vida o muerte. Últimamente, el horizonte político se ha visto inundado de reformas constitucionales que reivindican derechos sociales, políticos, económicos, de minorías y de mayorías. Una vez abandonada la lucha armada, las revoluciones vienen de la mano de la Constitución.  Así se va obteniendo una mezcla inclasificable, que obstruye los rótulos, pero también la razón práctica.

Autoritariamente democráticos, estos líderes rechazan la modernización de los partidos provocando una pobreza programática que influye en el diseño de políticas públicas. Los partidos se deterioran y devienen en meras maquinarias electorales, y los seguidores dejan de ser individuos críticos, dotados de principios e ideas para convertirse en números del marketing político.

En los últimos años, los líderes parecen estar en ascenso y los partidos en decadencia y, sin embargo, las democracias necesitan de ambos para funcionar adecuadamente. La ascensión de los líderes no amenaza necesariamente el funcionamiento democrático de los gobiernos, en tanto y en cuanto las formaciones políticas sigan actuando como maquinarias de producción de programas que aseguran su coherencia, su coordinación y supervisan su implementación. Para ello se requiere que las instituciones del Estado sean capaces de controlarse entre sí y controlar el ascenso del líder. Pero ésta es una de las debilidades de las democracias latinoamericanas, que junto con el deterioro de los partidos como semilleros de dirigentes y maquinarias ideológicas, provoca una baja calidad de la dirigencia.

En estos contextos, cuando un líder se arroga el poder omnímodo de regular los medios de comunicación, la financiación extranjera a las ONG y se blinda ante la acción de la oposición o se asigna el poder de gobernar por decretos, descalificar a los oponentes o reinventar el pasado, instala en la sociedad la incertidumbre, el cortoplacismo y el culto al personalismo. Gradualmente, la política se vuelve más informal y lo arbitrario se endiosa. La sociedad civil pierde el zenit y queda atrapada por egoísmos, intereses o miedos. Los sindicatos, las fuerzas armadas, la iglesia, las asociaciones empresarias y los medios de comunicación se van polarizando.

¿Qué puede hacerse frente a líderes autoritarios y decadentes? ¿Quién tiene la capacidad de educarlos? Un académico británico, Anthony Seldon, afirmó, frente a recientes actos de corrupción de los parlamentarios, que los ciudadanos tendrían que ser más activos y hacer más por mejorar y proteger los sistemas democráticos. Ciertamente, deberíamos sentirnos responsables y culpables de alimentarnos de movilizaciones desorganizadas que echan presidentes, pero que son incapaces de controlar a funcionarios corruptos e ineficientes anclados en todos los niveles de gobierno.

Una de las soluciones, o al menos un primer paso, es fomentar una sociedad civil que promueva el cambio a través de la condena legal, social y política. Hacer sentir que no todo vale y que una buena política social no puede obnubilar los comportamientos antidemocráticos. La ciudadanía tiene que estar en alerta permanente en lugar de dormitar y despertar cuando la crisis ya está garantizada. Vedar a los líderes corruptos y autoritarios no debería ser tan difícil, pero exige una participación democrática más activa, constante y responsable de la sociedad. No una reacción espontánea y desorganizada, sino una revisión analítica de sus logros reales y de sus mentiras, reproducidas por medios cooptados y por manifestaciones masivas manipuladas.