El país oceánico pretende diversificar su economía para una menor dependencia de Pekín.

 

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Si el diccionario de clichés periodísticos australianos tuviese que reducirse a una sola entrada, esa sería el país afortunado. El término acuñado por el crítico Donald Horne en 1964 se ha convertido en el hiperónimo de referencia para los tantos caminos fructuosos que han dado a la tierra soñada desenlaces idílicos.

En el plano económico, la nación continental se alza entre las 15 mayores potencias del mundo y se enorgullece de haber encadenado 22 años de crecimiento continuo. La envidia de toda economía desarrollada. Pero a pesar de su posición privilegiada a las puertas de mercados como el Indonesio –con un crecimiento superior al 6% anual– y con un  patio trasero repleto de riquezas minerales, los australianos recuerdan insistentes que su suerte no es heredada, sino trabajada.

El país ha forjado su historia y afluencia mimando sus exportaciones y nutriéndose de fortuitos hallazgos. Su red de transportes y comercio se vertebró gracias a la fiebre del oro de mediados del siglo XIX. Tal fue el sueño dorado que Melbourne se convirtió de la noche a la mañana en la segunda ciudad más grande del imperio británico después de Londres.

El oro dio paso al hierro, en gran demanda durante la primera mitad del siglo XX a causa de las dos grandes guerras, y a éste le siguieron el carbón y el uranio para acomodar las demandas energéticas de mediados de siglo.

Pero a pese a la diversificación del sector minero y el buen ritmo de las exportaciones, Australia continuaba acomodada en su utópica política blanca, con una economía proteccionista y poco competitiva en la escala global. De hecho, desde 1950 a 1990 el rendimiento de la economía australiana resultó inferior al de la media de la OCDE.

Es entonces en los 90 cuando Paul Keating toma el legado liberal de su predecesor, Bob Hawke, y prosigue las reformas para hacer la economía del país más competitiva. Un componente clave de estas reformas es el acercamiento a China y el refortalecimiento de los lazos comerciales con Asia.

Galopando con dragones

Las medidas dan efecto y la legislatura de Keating embarca al país en un periodo de crecimiento que todavía prevalece.

Japón se sitúa como primer socio comercial acaparando más carbón, hierro, lana y azúcar que de ningún otro país. Sin embargo, durante los últimos diez años la desaceleración económica nipona ha cambiado la balanza a favor del ferviente desarrollo de su vecino.

En 2009, China pasa a ser el primer socio comercial de Australia (29,1%) por delante de Japón (20%). Dos tercios de las exportaciones australianas al gigante asiático son recursos minerales y energéticos, en su mayoría hierro, gas natural y carbón, indispensables para Pekín y para que la economía China continúe galopando. No extraña mucho, por tanto, que el impacto anual del comercio chino en Australia durante 2011 se cifrase en 10.500 dólares australianos (unos 7.000 euros) por familia, o que el pasado año los intercambios comerciales entre los dos países se cifrasen en 125.000 millones de dólares australianos.

Sin embargo, en lo que va de año las incumplidas predicciones económicas chinas han dado mucho que hablar, ya que aunque un crecimiento del 7,5% sea una cifra de deseo, dista mucho de lo que ha llegado a obtener en años anteriores. Algunos analistas no se contentan con echarle la culpa a la desaceleración económica mundial y sus implicaciones comerciales, sino que van más allá.

El coste medioambiental de una década de crecimiento estelar está volviéndose en contra de sus propósitos económicos, “cuellos de botella” en palabras del ministro de medio ambiente chino, Zhou Shengxian. A ello se suma la preocupante burbuja inmobiliaria, la obviedad cada vez menos negada y más temida.

Es quizá esta incertidumbre la que ha llevado al recientemente repuesto primer ministro, Kevin Rudd, a advertir que “el boom de recursos chino se ha agotado”.  Un caldero de agua fría derramado por el único dirigente occidental sinoparlante y, hasta ahora, arduo defensor de un mayor acercamiento al gigante asiático.

“China representa una porción significativa de nuestra economía, empleos y calidad de vida, pero ha llegado la hora de ajustarnos a los nuevos desafíos”, concluyó Rudd tras retomar las riendas del Gobierno el pasado mes.

Aunque a ojos foráneos la posición de Australia puede parecer excesivamente cauta, los sindicatos reivindican más atención para la industria local y un plan económico que les dé mayores garantías, no sólo a la industria minera.

Desde el pasado año los medios han empezado a hablar de un declive en la industria nacional. El caso más reciente ha sido el completo cese de producción de Ford en Australia tras cerca de 90 años liderando ventas con modelos de diseño y fabricación local, dejando así a 1.200 trabajadores en el paro.

La divisa australiana, que en los últimos diez años ha duplicado su valor frente al dólar estadounidense, ha tenido un efecto nefasto para muchos sectores del país como el de la educación, turismo o manufactura. De este modo, una de las grandes preocupaciones de los electores ha vuelto a ser el fomento y diversificación de la industria local.

Vértigo y equilibrio

¿Excesiva anticipación? También podría ser el caso. Aunque China esté diversificando sus fuentes de recursos, Australia sigue teniendo una proximidad e infraestructura que otros competidores (África occidental, Indonesia, Venezuela…) tardarían años en eclipsar. En puertos como el de Ningbo, cerca de Shanghai, se confía en que el volumen de las importaciones continuará creciendo, y en que  los navíos procedentes del continente oceánico se mantengan en torno a la mitad de las llegadas, como hasta ahora.

Pero de ser ciertos los augurios, el desafío para Australia será evitar caer víctima de su propia suerte como ya sucedió con los tres periodos de bonanza mercantil en la segunda mitad del siglo XX y sus correspondientes recesiones. China ha sido un excelente trampolín para esquivar la crisis financiera, pero Canberra quiere tomar precauciones antes de verse subida en una cuerda floja.

Chris Bowen, el nuevo tesorero bajo el amparo de Rudd, también secundó hace unos días este presagio: “Debemos asegurar que esta [transición] sea lo más suave y minimizar baches.”

Pero a esta nueva Australia a la que Rudd y Bowen quieren acceder se anteponen unas elecciones federales en septiembre de este año. De triunfar, su plan se centraría en mejorar la infraestructura nacional, la competitividad y dar un empuje al mercado laboral a través de titulaciones superiores más accesibles y especializadas.

La oposición liberal, por su parte, promete una Australia “fuerte” y la creación de dos millones de puestos de trabajo durante la siguiente década. Cómo y con qué son aspectos que no cubre y que le han ganado debidas críticas. Actualmente, las encuestas electorales sitúan a Tony Abbott –líder liberal– y a Kevin Rudd muy parejos en los comicios.

Sea cual sea el desenlace, la imponente presencia del gigante asiatico no cesará. De un modo u otro, la creación de riqueza en China se traducirá en mayores ganancias para el sector educativo –segundo por volumen de ingresos en algunos estados–, turismo, exportaciones vinícolas, agricultura y juegos de azar.

En definitiva, muchas suertes a ser trabajadas.

 

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