Los chilenos empiezan a exigir el fin de los privilegios y el abuso de poder propios de una sociedad oligárquica.

Protestas contra la corrupción enfrente del Palacio de la Moneda, Santiago de Chile, 2015. Martín Bernetti/AFP/Getty Images
Protestas contra la corrupción enfrente del Palacio de la Moneda, Santiago de Chile, 2015. Martín Bernetti/AFP/Getty Images

"¿Qué está pasando en Chile?". Cuando me hacen esta pregunta doy sistemáticamente la misma respuesta: vea Downton Abbey. Para quien no lo sepa es la serie más exitosa en la historia de la televisión británica. Muestra la vida de una familia aristocrática, los Crawley, que ocupan el primer y segundo piso de un imponente y costoso castillo en las inmediaciones de Yorkshire, y de su ejército de sirvientes, que operan desde los subterráneos. El eje de la historia es el desplome de las relaciones y jerarquías sobre los que reposaba el orden tradicional con la llegada de lo que podríamos llamar el mundo moderno, que la serie ilustra magníficamente con eventos tales como el hundimiento del Titanic, la Primera Guerra Mundial, la influenza española, el voto femenino, el surgimiento del independentismo irlandés, el ascenso en 1923 de los laboristas al Gobierno, o las protestas emancipadoras en India. En una ocasión en que el Conde de Grantham se encuentra sulfurado por un genuino drama familiar, su hija mayor, Lady Mary, se le acerca y le dice "no es eso lo que te tiene fuera de tus casillas, papá; es que tu mundo se está cayendo a pedazos, y no puedes evitarlo ni logras comprender el que está surgiendo en su reemplazo".

Eso es lo que le ha ocurrido a la clase dirigente chilena: siente que el mundo se le cayó a pedazos. Los chilenos de a pié, al mismo tiempo, miran lo que está pasando con una mezcla de estupor, perplejidad y alivio. Estupor porque jamás creyeron que sus ojos verían semejante espectáculo. Perplejidad porque a estas alturas no saben en quién confiar. Y alivio porque sus propias miserias se hacen más llevaderas cuando ven que los que parecían moralmente superiores no son inmunes a las mismas tentaciones con las que ellos deben luchar.

Al principio se creyó que el terremoto sólo afectaría al mundo conservador, con la acusación de abuso sexual y el posterior procesamiento de dos sacerdotes icónicos, Fernando Karadima y John O`Reilly, y luego la revelación de la red de financiamiento irregular de la UDI por un grupo empresarial de alto prestigio e influencia (Penta), al que de paso se le descubrió un sofisticado sistema para evadir impuestos. La ola, sin embargo, no paró ahí. Pronto se reveló que numerosos parlamentarios de centro izquierda, así como el equipo de campaña de la presidenta Michelle Bachelet, había sido también financiada por empresas privadas, entre ellas Soquimich, controlada por quien fuera un yerno de Augusto Pinochet. Esto fue aún más lejos cuando se hizo público que la nuera de la presidenta Bachelet estaba envuelta en un negocio basado en el tráfico de influencias, lo que le habría permitido obtener un crédito en el Banco de Chile luego de una cita con su controlador. Ésta, pareció, era la gota que rebasaba el vaso. Pero no fue así: recientemente se ha dado a conocer que la empresa privada ícono de Chile, la papelera (CMPC), la misma que dio la batalla contra Allende para evitar su expropiación, que ha sido mirada siempre como ejemplo de buenas prácticas corporativas  y que está encabezada por una familia (Matte) de alta influencia cultural, social y política, ha estado envuelta en prácticas de colusión durante más de una década con otra empresa productora de papel tissue. Lo mismo se había descubierto antes en la industria de las farmacias y de los pollos.

Atrás quedaron los tiempos en que desde el mundo de los negocios, erguidas sobre la autoridad moral que infunde el éxito y el dinero, se levantaban voces que despotricaban contra la podredumbre y mediocridad de la política. O cuando desde el mundo de la política, con esa soberbia que da sentirse propietario del bien común, se acusaba a los empresarios de ser unos tramposos poseídos por la codicia. Lo que se ha producido es un fenómeno que se venía incubando desde hace muchos años: un severo cuestionamiento a la clase dirigente en todas sus denominaciones -política, económica, espiritual-, que a los ojos de la ciudadanía, abusa de su poder.

Nada de lo que estamos viendo es sorpresa. ¿Quién no ha sido víctima de entidades que se presentan como empresas, pero son en realidad maquinarias creadas para inventar triquiñuelas destinadas a engañar a consumidores y/o accionistas, con estructuras de recompensas para sus ejecutivos y empleados orientadas a despertar la codicia y la astucia? ¿Quién no se ha topado con quienes ofrecen su acceso al Estado para identificar oportunidades de negocio o valorizar activos?¿Quién no sabe que eludir impuestos es una industria tan rentable que concentra las mentes más brillantes, educadas con esmero en las mejores universidades del país? ¿Quién no recuerda las voces que se han levantado cada vez que se ha pretendido mejorar la fiscalización sobre el mundo corporativo, en especial en el área tributaria? ¿Quién no ha visto cómo, fruto de actividades cuyo valor social cuesta identificar, se alcanzan patrimonios que en el mundo desarrollado tomaría generaciones acumular, con niveles obscenos de lujo y despilfarro? ¿Quién no ha visto figuras que concentran tal poder económico e influencia que actúan como si fueran inmunes a cualquier control? ¿Quién no se ha visto bombardeado por campañas electorales pornográficamente dispendiosas, cuyo financiamiento no puede sino provenir de fuentes irregulares?

Instituciones como el Ministerio Público, la Fiscalía Nacional Económica y los tribunales de justicia del país están investigando conductas de la clase dirigente, lo que les ha erguido como referentes morales ante la opinión pública. Lo mismo ocurre con otros organismos, como el Servicio de Impuestos Internos, que aunque dependientes del Ejecutivo, han dado muestras de una notable autonomía y continuidad. No se trata por ende de una crisis institucional. Juzgarlo así es más propio de una mentalidad oligárquica que de una democrática. Lo que se ha visto son instituciones que asumieron a cabalidad su labor, que es proteger a la ciudadanía del abuso de los poderosos, no al revés.

En marzo pasado Michelle Bachelet convocó una comisión  transversal para elaborar propuestas acerca de cómo combatir la corrupción, el tráfico de influencia y la financiación irregular de la política, encabezada por el prestigioso economista Eduardo Engel. La Presidenta chilena ha propuesto cambios institucionales de enorme envergadura, que afectará el modo en el que se hacen y conviven la política y los negocios, los cuales están traduciéndose en proyectos de ley que están siendo tramitados en el Parlamento. Como señaló Bachelet el 28 de abril, al recibir el informe de la comisión, "son medidas severas, y algunos querrán resistirlas para que las cosas queden igual. Pero mi principio es claro: la democracia y la política son de todos y no podemos tolerar que sean capturadas por el poder del dinero".

Los partidos políticos se comprometieron solemnemente a acoger sin dilación lo que la Presidenta proponga a partir de las conclusiones de la Comisión Engel. El proceso que se abre será desgarrador, pues supone quitar prerrogativas, aumentar la transparencia, reforzar la fiscalización y, en general, reducir el poder del dinero sobre la política, todo lo cual nunca es indoloro. Pero como sea, lo cierto es que el sistema político chileno parece haber aprendido de las crisis y tomado el otro por las astas.

Al dar inicio a una carrera que probablemente la llevará de vuelta a la Casa Blanca, Hillary Clinton anunciaba que una de sus mayores prioridades será "corregir nuestro disfuncional sistema político terminando de una vez para siempre con la influencia incontrolada del dinero, aun si esto implica reformas en la Constitución". Es el mismo desafío que encara Chile, y que ha llevado incluso a plantearse un "proceso constituyente" destinado a desembocar en una nueva Constitución política. En éste la cuestión primordial dejó de ser el ajuste de cuentas con la institucionalidad de Pinochet, como estaba escrito en el programa de gobierno de Bachelet, sino cómo crear instituciones aptas para combatir la corrupción y los privilegios -lo que a juicio del politólogo estadounidense Francis Fukuyama, es el principal desafío de la democracia en el mundo entero. Para decirlo de otro modo, los escándalos de los últimos meses trasladaron la cuestión institucional desde los temas del siglo XX a los retos propios del siglo XXI.

"¿Por qué Chile está de tan mal humor?". Éste era el título de una conferencia a la que fui invitado hace algunos meses en Washington D.C. ¿Por qué -se preguntaban los organizadores- un país que ha sido visto como un ejemplo está enfrentando desafíos políticos mayúsculos por la corrupción. Mi respuesta fue que no hay que confundir: no son los chilenos los que andan de mal humor, es la clase dirigente. Cómo no, cuando ve cómo se desvanece esa misteriosa autoridad que le permitía invocar a la confianza para no tener que dar cuenta de sus actos; cuando se enfrenta a autoridades que se han arrancado de su tutela y no solamente al juicio de sus pares; cuando se le vuelven en su contra las leyes e instituciones que ella misma promovió; cuando no consigue presentar sus dificultades como un asunto del país, ni sus angustias como el Apocalipsis; en fin, cuando debe hacer frente a una población que ya no se contenta con reclamar por acceso, sino que exige poner fin a privilegios que a sus ojos son propios de una sociedad oligárquica. Entendamos: esto a cualquiera le pone de mal humor. Pero habrá que superarlo. Son los vestigios de un mundo que se hunde bajo el avance de instituciones impersonales, de la información instantánea, el culto a la transparencia, y lo que emerge es una sociedad compleja donde -en buena hora- ya nadie tiene el control total de las cosas que pasan.