[1] Irán

Después de casi veinticinco años de luchar contra Sadam Husein,
los líderes chiíes que gobiernan en Teherán deben agradecer su poder a la guerra.

Vali Nasr

SE PREVEÍA QUE EL NUEVO IRAK FUESE UN modelo para Oriente
Medio y una amenaza para la teocracia de Irán. En lugar de ello, Teherán ha
resultado ser el máximo vencedor de la guerra americana. Hay poca estabilidad
o democracia ahora en tierras mesopotámicas como para impresionar a los iraníes.
El conflicto, que ha despertado más temores que esperanzas, no ha hecho nada
para disminuir el control de los clérigos sobre el país persa. Los iraníes se
alegraron de la caída de Sadam, con quien se habían enfrentado en una guerra
de ocho años en la que murieron cientos de miles de ellos, muchos en ataques
con armas químicas. Para Irán, la guerra de Irak produjo beneficios estratégicos
porque acabó con el baazismo y pacificó a una némesis que había sido
una espina clavada en su costado durante gran parte del siglo XX. Los nuevos
señores chiíes –y, en buena medida, los kurdos– de Bagdad mantienen unas relaciones
amistosas con Irán. No es casualidad que Teherán fuera el primer vecino de Irak
que reconoció al nuevo Gobierno y que alentó a la población iraquí a participar
en el proceso político iniciado por EE UU.

En el vacío de poder que siguió a la caída de Sadam, la influencia iraní se
extendió rápidamente por el sur de Irak gracias a las relaciones comerciales
–fomentadas por un volumen cada vez mayor de intercambios y una afluencia masiva
de peregrinos iraníes a las ciudades santas de Irak– y unos vínculos crecientes
en materia de política e inteligencia. El influjo se extendió rápidamente a
todos los niveles de la burocracia, el clero y las tribus, así como a los aparatos
político y de seguridad. El conflicto convirtió gran parte de
Irak en un área de influencia de Teherán y, cosa también
muy importante, allanó el terreno para la hegemonía
iraní en el golfo Pérsico. Tras la desaparición
del Ejército iraquí, no existe en la zona ningún baluarte
militar capaz de contener las
ambiciones expansionistas de Irán.

Irak ha cambiado también el contexto de las relaciones entre la Casa Blanca
y Teherán. Bush incluyó al régimen de los ayatolás en el eje del
ma
l y, a partir de entonces, se negó categóricamente a negociar con sus
gobernantes [hasta el pasado 10 de marzo], incluso después de que los dos países
colaboraran con éxito en Afganistán tras la caída de los talibanes, en 2001.

Para Irán, la guerra en Irak produjo beneficios estratégicos
porque acabó con el baazismo y pacificó a una ‘némesis’ que había sido una espina
clavada

En 2002, el mantra de Washington era la necesidad de cambiar el régimen
en Teherán. Pero desde que empezó la guerra, hace cuatro años, EE UU se ha resistido
a tratar con Irán, a pesar del punto muerto en la cuestión nuclear, del apoyo
iraní a Hezbolá y Hamás y los violentos ataques a Israel. Washington ha decidido
que la manera de lograr la estabilidad regional consiste en enfrentarse con
Irán y reducir su influencia en la zona. Sin embargo, el creciente antiamericanismo
en el mundo árabe y el aumento de la intervención militar estadounidense en
Irak harán que a Washington le sea difícil contener a los iraníes. En otras
palabras, Irak ha reforzado a Irán y ha debilitado a EE UU. Aun así, junto a
las ventajas, Teherán afronta nuevos desafíos. Puede que no tenga ya mucho que
temer del Ejecutivo de Bagdad, pero el caos que se avecina en el interior de
ese país pone nerviosos a sus dirigentes. Un Irak roto –o, peor aún, en guerra,
lleno de ideologías radicales y gobernado por milicias violentas– constituye
una amenaza para la estabilidad de Irán. La autonomía o la independencia de
los kurdos podrían perturbar la situación de esta minoría en el país persa.
En las capitales árabes se habla sin cesar del peligro que supone la República
Islámica y se evoca el espectro de un alineamiento regional en contra de Teherán.
La guerra ha transformado a Irán en el coco de la zona. Ahora bien,
ése es un precio que está dispuesto a pagar a cambio de ganar en Irak.

Vali Nasr, catedrático en la
Escuela Naval de Posgrado y miembro adjunto del Council on Foreign Relations,
es autor de The Shia Revival: How Conflicts Within Islam
Will Shape the Future
(W.W. Norton, Nueva York, 2006).

[2] Muqtada al Sader

Cómo un clérigo radical chií se convirtió en el hombre más poderoso
de Irak.
Dexter Filkins

EL VÍDEO CAÓTICO Y MAL ILUMINADO DE la ejecución de Sadam
Husein lo mostraba muy bien: “¡Muqtada!, ¡Muqtada!, ¡Muqtada!”, gritaba una
voz mientras los verdugos apretaban el nudo alrededor del cuello de Sadam. Segundos
más tarde, el cuerpo del depuesto dictador caía a través de una trampilla.

Tras cuatro años de ocupación estadounidense de Irak, han muerto decenas de
miles de personas y la nación se derrumba. Y Muqtada al Sader, un joven clérigo
agitador del que pocos habían oído hablar cuando comenzó la invasión, puede
afirmar hoy que es el hombre más poderoso del país. Su poder abarca todo el
espectro de posibilidades políticas: cuenta con tantos aliados como cualquier
otro partido en el Parlamento iraquí, mientras que sus seguidores armados están
presentes en todas las fuerzas de seguridad, controlan las calles del este de
Bagdad y el sur chií y nutren las filas de muchos de los escuadrones de
la muerte
que aterrorizan a la minoría suní. A los estadounidenses les
gustaría que Muqtada desapareciese de escena; a muchos líderes chiíes moderados
les gustaría verle muerto. Pero Al Sader, que tiene sólo treinta y tantos años,
parece invulnerable. Es la persona que saldría más beneficiada si Irak se hunde
aún más en el caos.

Su ascenso fue, más que una marcha decidida, una ebullición. Subió apoyado
en las esperanzas de sus partidarios, millones de chiíes oprimidos que, en otro
tiempo, habían venerado a su padre, el ayatolá Mohamed Sadeq al Sader, clérigo
y estudioso asesinado junto a otros dos hijos suyos en 1999 por los pistoleros
de Sadam. No tiene la erudición de su padre; a veces da la impresión de que
se deja llevar por su movimiento, el Ejército del Mahdi, en vez de dirigirlo.
Pero, como cualquier buen demagogo, posee un sentido de la oportunidad extraordinario.

En 2003 y 2004, se aprovechó del desencanto
cada vez mayor ante la ocupación estadounidense y
la creciente ferocidad de la insurgencia suní, que EE UU no lograba detener. Cualquier tarde de viernes, uno puede ir a la mezquita
al aire libre de Al Mohsen, en el suburbio chií de Ciudad Sader, y observar
a unos 25.000 hombres arrodillados en la calle que gritan: “¡Muqtada!, ¡Muqtada!,
¡Muqtada!”. Es un espectáculo inquietante, una demostración de dónde se encuentra
el poder en el nuevo Irak.

Le he visto en una ocasión
y sólo durante un
segundo. Fue en agosto de
2004, en Nayaf. Durante
semanas, sus hombres
habían ocupado el santuario
del imán Alí, uno de los
lugares más sagrados de los
chiíes, y los estadounidenses,
con la bendición tácita
del ayatolá Alí al Sistani y la
dirección chií oficial, habían
librado una batalla para
entrar en la ciudad y expulsar
de la mezquita al Ejército
del Mahdi de Al Sader.

Los estadounidenses
mataron a centenares de sus
seguidores y dejaron que los
clérigos moderados del
círculo de Al Sistani negociaran
un alto el fuego. Un
día, los clérigos reunieron a
un grupo de periodistas en
una casa cercana para hacer
su anuncio. Llegué tarde y,
cuando me aproximaba, vi
a Muqtada que se escabullía
por una puerta lateral.
Qué imagen: el joven rebelde que había causado
tantos problemas se largaba, mientras los adultos
arreglaban su desaguisado.

El hecho de que ahora sea imposible imaginar algo así resulta indicativo de
lo que ha cambiado la situación en Irak desde entonces. Al Sader es mucho más
poderoso que cualquiera de los clérigos que sólo le soportaban hace dos años.
La próxima vez no se irá por la puerta de atrás; ahora es el dueño del escenario.

Dexter Filkins fue corresponsal
en Bagdad de The New York Times de 2003
a 2006. Actualmente es profesor en la cátedra Nieman de la Universidad de Harvard
(EE UU).

[3] Al Qaeda

La red terrorista necesitaba respiración asistida tras el 11-S, hasta
que la apertura del nuevo frente de Bagdad reanimó su misión.

Daniel Byman

“LOS AMERICANOS ESTÁN ENTRE DOS fuegos”, declaró el lugarteniente
de Osama Bin Laden, Ayman al Zauahiri, en 2004. “Si se quedan [en Irak], morirán
desangrados; y, si se retiran, lo perderán todo”. Esta sombría predicción ha
resultado acertada. Estados Unidos y sus aliados iraquíes se desmoronan, mientras
Bin Laden y el movimiento yihadista surgen victoriosos.

Antes de que los americanos invadieran Irak, Al Qaeda estaba contra las cuerdas.
Washington y sus aliados habían expulsado a la organización de Afganistán y
habían derrocado a los talibanes, y una persecución a escala mundial iba cerrando
células terroristas una tras otra, desde Marruecos hasta Malaisia. Además –tal
vez igual de importante–, muchos islamistas, incluidos algunos yihadistas,
criticaban duramente al multimillonario saudí por haber atacado de forma precipitada
a la superpotencia y, por consiguiente, haber provocado la derrota de los talibanes,
el único régimen islámico auténtico a ojos de numerosos radicales.

Pero la invasión de Irak dio nueva vida a la organización. En el plano operativo,
Washington prefirió desviar tropas a Bagdad que consolidar su victoria en Afganistán
y aumentar las posibilidades de localizar a Bin Laden. Hoy, Al Qaeda está reconstruyéndose
en las áreas tribales de Pakistán. En el plano político, Irak justificó el argumento
del líder saudí de que el enemigo fundamental del mundo musulmán no eran los
autócratas locales, sino el enemigo lejano: Estados Unidos.

La invasión de Irak ha inspirado a una nueva generación de jóvenes musulmanes
en todo el mundo. La guerra indignó a los más radicales, muchos de ellos han
asumido la forma de violencia de Bin Laden. La resurrección más espectacular
se produjo en el propio Irak. Sadam había aplastado a los yihadistas
con su mano de hierro, pero el país vuelve a estar lleno de ellos, que relegan
a los combatientes extranjeros a un papel cada vez más secundario.

Los yihadistas que van a luchar a Irak están formando una red parecida
a la que se creó en Afganistán durante la guerra contra los soviéticos. Algunos
morirán allí, pero no los suficientes, no todos. Muchos sobrevivirán y volverán
a sus países de origen con más fervor que nunca, una ideología más coherente
y una agenda llena de contactos. No necesariamente estarán bajo el control de
Bin Laden, pero sí formarán parte del movimiento general que ha conseguido alimentar.

La invasión de Irak ha inspirado a una nueva generación de
jóvenes musulmanes. Los más radicales han asumido la forma de violencia de Bin
Laden

Además, resultan cada vez más letales. Los explosivos improvisados que utilizan
en Irak presentan de forma gradual una mayor elaboración y se emplearán en otras
yihad, en Cachemira, Chechenia y Somalia. Lo mismo ocurre con los atentados
suicidas, tan habituales que no asombran a nadie. Todas estas técnicas están
apareciendo ya en Afganistán. La retirada tiene también sus peligros para la
lucha antiterrorista. Aunque EE UU se vaya, muchos yihadistas permanecerán
en Irak para luchar contra sus enemigos iraquíes. El antiamericanismo resulta
muy popular, y la propaganda de este movimiento sabe destacar con gran habilidad
el papel que ha desempeñado a la hora de socavar la campaña estadounidense.
La credibilidad de esos combatientes envalentonará a los luchadores y les convencerá
de que se puede derrotar a Washington y a otros enemigos si los musulmanes prosiguen
la batalla.

Los peores presagios apuntan a que algunas zonas de Irak pueden convertirse
en un nuevo refugio para el movimiento. Fueron yihadistas del oeste
del país los responsables de los sangrientos atentados llevados a cabo en Jordania
en 2005, en los que murieron 60 personas. Habrá seguramente otros ataques similares
a medida que Irak pase de ser un campo de batalla a constituirse en una base
desde la que preparar la siguiente lucha.

Daniel Byman es director del
Centro de Estudios sobre la Paz y la Seguridad en la Facultad de Servicio Exterior
de la Universidad de Georgetown (EE UU) y miembro no residente del Centro Saban
de Política para Oriente Medio en la Brookings Institution (EE UU).

 

[4] Samuel Huntington

El hombre que habló del choque de civilizaciones en un polémico artículo
publicado hace casi quince años parece más profético que nunca.

David Frum

LOS DISCURSOS DEL PRESIDENTE GEORGE W. Bush sobre la guerra
de Irak presentaban a una población iraquí culta y capacitada, deseosa de vivir
en libertad en cuanto pudiera emanciparse del dictador que la tiranizaba. En
sus alocuciones, comparaba el país mesopotámico con Alemania y Japón, unas naciones
que construyeron unas sociedades decentes cuando sus dictaduras cayeron derrocadas
por la fuerza. Subrayaba una y otra vez la universalidad de los ideales democráticos
y cuestionaba a quienes dudaban de que esos valores pudieran encontrar apoyo
en el mundo árabe y musulmán.

En lugar de todo eso, los ciudadanos estadounidenses han visto a los iraquíes
divididos en tribus rivales. Han visto a los suníes reunirse en torno a las
bandas asesinas de Al Qaeda y a los chiíes congregarse alrededor de unas milicias
brutales. Han visto a las distintas comunidades que pueblan Irak enzarzadas
en una guerra salvaje. [Parafraseando el título del famoso libro de Bernard
Lewis:] ¿qué ha fallado? La respuesta que se oye cada vez más dentro de Estados
Unidos: los iraquíes fallaron. Cuando se pregunta hoy a los estadounidenses
por las prioridades de la política exterior, la promoción de la democracia aparece
como la última de sus preocupaciones.

Desde principios de 2002 hasta comienzos de 2006, la proporción de americanos
que decían que el islam fomentaba la violencia pasó del 14% al 33%. El 58% contestaba
“sí” a la pregunta (ligeramente distinta) de si esa confesión tenía más seguidores
violentos que otras religiones. Es decir, gracias a los sangrientos enfrentamientos
que tienen lugar hoy en Irak, ahora hay más estadounidenses que creen que la
fe de los seguidores de Mahoma es una creencia violenta que en el periodo inmediatamente
posterior a que los terroristas mataran a 3.000 de sus ciudadanos en nombre
de esa religión.

Da la impresión de que los hechos han confirmado los peores temores del gran
politólogo Samuel Huntington. En su polémico e histórico artículo publicado
en 1993, ‘El choque de civilizaciones’, el catedrático de la Universidad de
Harvard (EE UU) escribió: “[La] interacción militar entre Occidente y el islam,
que data de varios siglos, tiene pocas probabilidades de disminuir. Es posible
que se vuelva más violenta”. Diez años antes de que el presidente George W.
Bush afirmara que la democracia fomenta la paz, Huntington había dicho: “En
el mundo árabe (…) la democracia occidental refuerza a los grupos políticos
antioccidentales”.

Cada vez más, los estadounidenses están convencidos de que
la naturaleza del islam esconde una confesión hostil a la democracia y a Occidente

A medida que se vuelven en contra de la guerra de Irak, los americanos también
parecen haber rechazado las alegres teorías sobre Oriente Medio que constituyeron
el fundamento de la invasión. El actual inquilino de la Casa Blanca dijo que
el terrorismo era obra de un puñado de extremistas, y que la inmensa mayoría
de los habitantes de Oriente Medio les repudiaba. Sus compatriotas han dejado
de creerle. Cada vez más, están convencidos de que la naturaleza del islam esconde
una confesión intrínsecamente hostil a la democracia y a Occidente. Las civilizaciones
están en pleno choque. Paul Wolfowitz ha perdido. Sam Huntington ha ganado.

David Frum es miembro residente
del think tank American Enterprise Institute
y columnista en la versión digital de National
Review.

[5] China

Los errores de Estados Unidos en Irak han dado margen para crecer
a la nueva superpotencia del Lejano Oriente.
Steve Tsang

SI LA IMPRESIONANTE DEMOSTRACIÓN DE fuerza de Estados Unidos
durante la invasión de Irak en 2003 causó gran preocupación en Pekín, los errores
de la Administración Bush en la ocupación posterior han sido un regalo del cielo
para el Imperio del Centro.

La extraordinaria transformación de las asombrosas
victorias militares en un lodazal para el Ejército
estadounidense, los escándalos de Abu Ghraib y la
incapacidad de proporcionar seguridad y estabilidad
–por no hablar de democracia– al Irak posterior a
Sadam han erosionado de forma muy grave el prestigio
internacional de EE UU. La espectacular caída
del poder blando estadounidense desde las alturas a las
que llegó tras la guerra fría, justo después de la intervención
en Kosovo, ha engendrado una situación
internacional favorable a China, que muestra un ascenso
pacífico, benigno e incluso constructivo.

Pekín, considerado como el único rival convincente
de Estados Unidos a largo plazo, debe
manejar su ascensión con enorme cuidado para no
causar en la comunidad internacional una alarma
que podría desembocar en nuevas rivalidades
desestabilizadoras entre superpotencias.

Con independencia de que uno se crea o no
la defensa que hacen las autoridades chinas de “un
orden mundial armonioso”, está claro que esta actitud
contrasta sobremanera con la preferencia de
Bush por el unilateralismo y su evidente incapacidad
de estar a la altura de su retórica sobre la democracia
y el “hacer el bien”. Esa diferencia y la aparente
obsesión de Washington con Irak han permitido
que China se construya una imagen positiva en Asia
y en el resto del mundo. Los chinos han intentado sacar el máximo provecho con la organización de las
negociaciones a seis bandas sobre el programa de
armas nucleares de Corea del Norte.

Si no se produce un vuelco radical de la situación de Estados
Unidos en el país mesopotámico, esa experiencia va a debilitar, casi con toda
seguridad, el deseo de los estadounidenses de intervenir militarmente en otros
países. Y eso eleva el umbral político para que Washington ayude a Taiwan a
defenderse de China. Esta perspectiva debería empujar a la isla disidente a
no hacer lo que, desde el punto de vista de Pekín, son pasos “provocadores”.

Ya en 2003, la actual Administración, la que
más ha apoyado a Taiwan desde la época de Eisenhower,
fue la única que criticó públicamente a su
líder por su política en relación con China.

Aunque la Casa Blanca sigue dispuesta a
defender al régimen de Taipei en caso de un ataque
no provocado de China, ahora ya suele contener
al presidente, Chen Shui-bian, para que no
emplee cierto tipo de retórica nacionalista ni lleve
a cabo acciones que puedan ser demasiado ofensivas
para el Gobierno comunista.

Por último, los compromisos en Irak exigen
que el Ejército estadounidense dedique su atención
y sus partidas presupuestarias a la lucha contra la
insurgencia en lugar de a la guerra convencional.
Eso hace que hoy disponga de menos recursos para
acumular las fuerzas que le permitieran vencer en
una posible guerra de China contra Taiwan. La
diplomacia de Pekín no lo había conseguido nunca.
Hasta que llegó la guerra de Irak.

Steve Tsang enseña en la cátedra
Louis Cha de estudios chinos modernos en St. Antony’s College (Oxford, Reino
Unido).

[6] Dictadores árabes

Los autócratas de Oriente Medio sufrían presiones para reformar sus
países. Ahora respiran tranquilos.
Marina
Ottaway

EL FRACASO DE LA POLÍTICA DE EE UU EN Oriente Medio un respiro en las presiones democratizadoras,
siempre y cuando se sitúen de forma
clara al lado de Washington en el enfrentamiento que
se avecina con Irán, Siria y los islamistas chiíes.
Arabia Saudí y Egipto han sido los máximos beneficiarios
de la pérdida de interés de los estadounidenses
en secar el pantano de la autocracia, una
vez que se han encontrado con caimanes tan grandes
como Irán y sus aliados. La autocracia vuelve a
prosperar; y los caimanes, también.

Arabia Saudí ha sido históricamente
un socio fiel de Estados Unidos,
al que ofrece petróleo barato
a cambio de protección. Egipto, al
que Nasser ató en corto durante
años, se convirtió en sólido aliado
cuando el presidente Anuar al
Sadat viajó a Jerusalén y luego
firmó los acuerdos de Camp David,
convirtiéndose así en el primer país
árabe que rubricó un tratado de
paz con Israel, en 1978.

La postura prooccidental de
Egipto y Arabia Saudí les protegió
de las críticas… hasta los atentados
del 11 de septiembre de 2001. Casi de la noche
a la mañana, los dos países se convirtieron en enemigos
de Estados Unidos y se les acusó de alimentar
el terrorismo porque negaban a sus ciudadanos
la democracia y una política de libre
mercado y generadora de riqueza. El autoritarismo
y la mala política económica, según el nuevo
credo de Washington, engendraban frustraciones
que encontraban la válvula de escape en el terrorismo.
El antídoto era la democracia.

Durante unos años, Egipto y Arabia Saudí se
encontraron en la posición incómoda y poco frecuente
de que las autoridades estadounidenses
les dieran lecciones de democracia. El Cairo se
llevó la mayor parte de las críticas porque estaban
claras las reformas que debía hacer su Ejecutivo
para ser más democrático. Sus funcionarios recibieron
clases constantes sobre elecciones competitivas
y enmiendas constitucionales; la situación
más grave tuvo lugar tras aplazar Estados Unidos
las conversaciones sobre un acuerdo de libre
comercio después de que el Gobierno egipcio condenó
a un líder moderado de la oposición a cinco
años de cárcel por unos cargos que eran, en el
mejor de los casos, endebles.

Arabia Saudí salió mejor librada, en parte, porque nadie tenía un plan para
transformar este reino en una democracia y, en parte, porque EE UU dependía
de su petróleo. Aun así, el país cayó bajo sospecha, acusado de financiar la
expansión del islam radical e incluso a grupos terroristas. Nunca más, proclamaron
altos funcionarios y expertos, nunca más volvería Estados Unidos a apoyar a
regímenes autoritarios en nombre de una estabilidad inmediata. El 11 de septiembre
acabó con esa política. Al menos durante unos años.

Ahora que la Casa Blanca está atascada
en el sangriento caos iraquí, Arabia
Saudí y Egipto gozan de nuevo del favor del
Gobierno Bush. Y no porque se hayan vuelto más
democráticos: Riad no ha cambiado y el régimen
egipcio tolera cada vez menos la disidencia

Ahora que la Casa Blanca está atascada en el
sangriento caos iraquí, Arabia Saudí y Egipto
gozan de nuevo del favor de la Administración
Bush. Pero no porque se hayan vuelto más democráticos.
La monarquía saudí no ha cambiado. El
régimen egipcio está retrocediendo por momentos
y tolera cada vez menos la disidencia a medida que
se acerca, al cabo de 25 años, el inevitable final de
la presidencia de Hosni Mubarak y se prepara
para una sucesión difícil.

Sin embargo, los dos países están rehabilitados o, por lo menos, reetiquetados:
por desgracia, ahora se les considera moderados. Como quizá habría
dicho el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, con un lenguaje más
franco, siguen siendo los mismos hijos de puta, pero son de nuevo “nuestros
hijos de puta”.

En Oriente Medio hemos vuelto a la política
de la guerra fría. Es posible que los elevados ideales
de la promoción de la democracia sigan
teniendo hueco en los discursos oficiales, pero, a
la hora de elaborar las políticas, los enemigos de
nuestros enemigos son nuestros amigos. El adversario
es Irán, que, como antaño ocurría con la
Unión Soviética, se ha rodeado de peligrosos adláteres:
Hamás, Hezbolá y Siria. El régimen de Teherán
quiere dominar la región y Washington va a
seguir apoyando a los países que estén interesados
en resistirse a ese dominio. Y en ese sentido puede
contar con Arabia Saudí y Egipto. Eso les convierte
en moderados, y basta.

Ahora bien, los Gobiernos de El Cairo y Riad
están pagando un precio muy alto por ese respiro
en el celo democrático de Washington. Tienen
que lidiar con un Irán que ya no se ve limitado
por el poder iraquí, con la resurrección de los chiíes,
con el desmoronamiento de un Líbano que
puede sumirse en el caos y con una Palestina que
ya está en él.

No está nada claro si Egipto y Arabia Saudí
no preferirían cambiar los problemas que ha
supuesto la desestabilización de la región por la
vuelta a las presiones reformistas de antaño. Pero
ahora no pueden elegir.

Marina Ottaway es directora
del programa de Oriente Medio en el Carnegie Endowment for International Peace
(EE UU).

[7] El precio del petróleo

Irak ha provocado que los precios del petróleo alcancen niveles insólitos,
y la OPEP disfrutará de los beneficios durante años.

Bill Emmott

LA GRÚA SE HA CONVERTIDO EN símbolo del desarrollo económico
en Occidente. También en muchos de los países del mundo árabe que se opusieron
a la invasión de Irak y todavía hoy la condenan. Sin embargo, la verdad muestra
que esos países se han beneficiado enormemente de la invasión, por lo menos
en términos económicos. Cuando se visitan Dubai, Qatar o cualquiera de las ciudades-Estado
del golfo Pérsico, lo primero que llama la atención es el volumen de construcciones:
rascacielos relucientes, complejos de vacaciones, opulentos edificios de viviendas
y plantas desalinizadoras. El motivo de todas esas obras es que los Estados
del Golfo están en pleno boom económico. ¿Por qué? Porque George W.
Bush invadió Irak

Se citan muchas razones cuando se quiere explicar por qué los precios del petróleo
alcanzaron casi los 80 dólares (unos 60 euros) por barril en julio de 2006:
la fuerte demanda en China, India y otros mercados emergentes; las escasas inversiones
en nuevas reservas de crudo e instalaciones de refino durante los dos decenios
anteriores; las interrupciones del suministro en otros países productores, como
Nigeria; el miedo a atentados terroristas en oleoductos y otras infraestructuras,
sobre todo en Arabia Saudí. Todos esos motivos son ciertos, pero ni siquiera
todos juntos justifican de forma convincente un aumento tan espectacular. La
pieza del rompecabezas que falta es la invasión de Irak.

Justo antes de la intervención, el precio era aproximadamente
de 30 dólares el barril. Durante los tres
años sucesivos, subió a más del doble. Las bolsas árabes
se dispararon, ayudadas también por el aumento
de los gastos de reconstrucción en Irak y el consiguiente
flujo de dinero a la región. Los presupuestos
de los Gobiernos, que hasta entonces estaban sufriendo
dificultades o incluso presentaban déficit, experimentaron
superávit repentinos gracias a los ingresos
del petróleo, lo cual permitió que países como Arabia
Saudí, preocupados por el desempleo y el malestar
social, aumentaran el gasto público.

La guerra tuvo un efecto decisivo sobre el crudo,
en parte, por la catástrofe en la que se ha convertido.
Los mercados que esperaban, como mínimo,
una recuperación gradual del suministro de oro negro
del propio Irak, se han visto desilusionados, gracias
a la insurgencia. La invasión también ha ayudado al
cartel de productores de petróleo, la OPEP, a limitar
de forma coordinada su producción y alegrarse
de que la subida de los precios pudiera achacarse a
la guerra y a los atentados terroristas, y no a ellos.
Es verdad que la OPEP no tenía mucha capacidad
de producir excedentes durante este periodo, pero
también que el grupo no sintió en ningún momento
la necesidad de apresurarse a aumentarla. Estaba
sacando demasiado provecho al elevado precio.

Ahora que casi todos los especialistas en predicciones
económicas del mundo han empezado a
prever que los precios energéticos seguirán al alza
durante un tiempo indefinido, es cuando están
empezando a bajar: hoy se encuentran casi un
35% por debajo de su cota máxima.

La unidad de la OPEP muestra quizá sus primeras
grietas, los suministros aumentan gradualmente
y la demanda se reduce en algunos países o aumenta
más despacio en otros. Pero nada de todo eso se
debe a que la situación haya mejorado en Irak. Los
productores de petróleo tienen que agradecer a esa
aventura haber disfrutado de tres años magníficos.

Bill Emmott está escribiendo
un libro sobre el futuro equilibrio de poder entre China, India y Japón. Fue
director de The Economist durante 13 años,
hasta 2006.

[8] Naciones Unidas

De pronto, la diplomacia multilateral que
representa el organismo mundial no parece tan mala.

Martin Wolf

LOS DELIRIOS DE GRANDEZA DE UNA superpotencia invencible han muerto en las arenas
de Mesopotamia. Pero ¿qué surgirá cuando
perezca la fantasía del momento unipolar? Nos
guste o no –y a muchos estadounidenses les desagrada
profundamente–, parte de la solución estará
en Naciones Unidas.

Estados Unidos no puede marginarse de nuestro
mundo, cada vez más integrador, por muy tentadora
que se vuelva la opción del aislacionismo.
No sólo es el centro de la economía mundial, sino
que depende de importaciones de materias primas
esenciales, sobre todo de la energía. Ahora
bien, si Washington no puede apartarse y no puede
o no quiere imponer su voluntad al resto del
mundo, ¿qué opción le queda, salvo actuar como
líder de un grupo de potencias concertadas? Seguirá
siendo la mayor potencia económica, militar,
tecnológica y cultural del mundo. Pero tendrá
una posición de avanzadilla, no de dominio incontestado.
¿Cómo debería ejercer ese liderazgo? La
respuesta, como siempre, consiste en encontrar un
número suficiente de seguidores voluntarios. Pero
eso sólo se puede lograr si los posibles partidarios
ven que la superpotencia tiene debidamente en
cuenta sus intereses, sus sensibilidades e incluso sus
incompetencias. Para alcanzar ese nivel de superioridad
hace falta algo más que la diplomacia ad
hoc del equilibrio de poder decimonónico, con
su comprobada capacidad de alimentar animosidades
y cometer errores.

Los esfuerzos para encontrar soluciones coordinadas
a los problemas mundiales deben centrarse
en una ONU reformada, sobre todo con una
renovación del Consejo de Seguridad. Al trabajar
a través de esta organización, Estados Unidos
puede lograr más legitimidad. Al reconocer la
necesidad de escuchar a otras potencias, puede
hacer que acepten mejor su poder. Al negociar de
buena fe, puede asegurarse la cooperación de
otros Estados y, de esa forma, aplicar más experiencia
y más recursos a la superación de los retos
a los que se enfrenta.

También resulta importante el hecho de que el
sistema de Naciones Unidas ofrece unas ventajas
esenciales a la hora de abordar los problemas
más acuciantes. Ante todo, tiene la legitimidad
que le da representar al mundo en su conjunto. Y,
asimismo, posee una amplia experiencia en construcción
nacional, unos recursos humanos considerables
y, en caso necesario, una mayor capacidad
de conovocatoria.

Los críticos alegarán que Naciones Unidas no
apoyó a Washington en Irak. Es verdad, pero
sólo reflejó la opinión de gran parte del mundo,
que consideraba que la intervención en aquel país
era una misión imposible.

Asimismo dirán que se trata de una institución
llena de defectos. Eso es cierto, pero también ha quedado clara para todo el mundo la ineficacia de
la Casa Blanca para construir una nación en solitario.
Una ONU reformada aportará seguramente
más eficacia que las intervenciones espasmódicas
de una superpotencia solitaria y, a menudo,
inatenta, en parte porque posee más legitimidad
y en parte porque tiene más experiencia.

A Washington le parecerá frustrante esta vía,
por supuesto. Pero no tiene por qué temer a la
ONU, ya que siempre podrá vetar sus medidas.
Sobre todo, si no consigue sus deseos por sí solo,
deberá atraer a otros para que le den la cooperación
que necesita. No existe otra alternativa. Por
eso Naciones Unidas, pese a todos sus defectos, ha
salido inevitablemente vencedora de la humillante
experiencia estadounidense en Irak

Martin Wolf es director adjunto y comentarista económico
principal de The Financial Times.

[9] La Vieja Europa

Cuatro años después, los escépticos europeos parecen los más sabios
del mundo.

Gianni Riotta

EN 216 A. C. ANÍBAL GANÓ LA BATALLA DE Cannas. El legendario general rodeó a las legiones
romanas y en un solo día murieron alrededor de
70.000 legionarios, 80 senadores y un cónsul. Pero
Aníbal no supo qué hacer con el poder que había
obtenido tan brillantemente. Roma tardó poco más
de un decenio en vengarse.

Del mismo modo, la historia demostrará que la Vieja Europa ganó la batalla
de Bagdad. Cuatro años después de que las tropas estadounidenses entraran en
la capital de Irak, la Vieja Europa parece haber vencido a las legiones bushianas,
a docenas de centuriones neocon, a unos cuantos senadores republicanos
y a un presidente.

Es un momento fundamental
para las potencias europeas –encabezadas
sobre todo por Francia y
Alemania– que defendieron la contención
y advirtieron sobre los peligros
que podían derivar de una
guerra apresurada. Ahora bien,
¿sabe Europa qué hacer con su victoria
moral?, ¿perderá ímpetu,
como les ocurrió a las tropas de
Aníbal que disfrutaban de vacaciones invernales en
Capua mientras Roma se reagrupaba?

Estados Unidos se ha quedado sin fuelle en
Oriente Medio, y los embajadores de la Vieja Europa
recorren el mundo suavemente, corteses y un
poco engreídos, en sus trajes impecablemente cortados,
mientras sugieren: “Ya se lo dijimos”. Y es
verdad que la Vieja Europa le dijo a Washington
muchas cosas que han resultado ser verdad: no
había armas de destrucción masiva, los clanes
existentes en Irak están enfrentados y ese país no
se entregará fácilmente a la democracia. Hay que perdonar a los diplomáticos de la Vieja Europa
que, tras haberse sentido reivindicados en las arenas
de Irak, crean ahora que tienen razón sobre
muchos otros asuntos.

Pero, aunque la Vieja Europa tenía razón
sobre la guerra, no es fácil decir que han administrado
su victoria mejor que el general más
famoso de Cartago. Hoy no existe ninguna solución
europea para controlar las ambiciones nucleares
de Irán. ¿Dónde está su plan estratégico para
impulsar las trayectorias políticas del presidente
palestino, Mahmud Abbas, y el primer ministro
libanés, Fuad Siniora?

Si el general estadounidense David Petraeus
retirase rápidamente a sus tropas de Bagdad,
¿tendría la Vieja Europa alguna idea o solución
que proponer para detener la guerra civil? Si
alguien pide ayuda a Bruselas, ¿responderá a la
llamada?

Los europeos tenían razón desde el punto de vista
táctico en 2003, pero todavía no han presentado
ninguna estrategia mundial. Corren el peligro de que
los vencedores sean Pekín, Moscú y Teherán

Durante gran parte de los últimos cuatro años,
se ha aireado abundantemente la superioridad
ética de la Vieja Europa sobre Estados Unidos, a través de la CNN y un número interminable de
páginas web y portales de noticias.

Pero ése es el equivalente posmoderno de las tropas de Aníbal que descansaban
en Capua. Porque, por mucha razón que crean tener los diplomáticos de la Vieja
Europa, no existe un plan de pax europea, ni un plan de banderas azules
con estrellas sobre Bagdad.

Aníbal era un genio táctico que luchó por su
país con una mala estrategia. La Vieja Europa
tenía razón desde el punto de vista táctico en
2003, pero todavía no ha presentado ninguna
nueva estrategia mundial. Si no lo hace, corre el
riesgo de que los auténticos vencedores de la locura
de Bush sean Pekín, Moscú y Teherán. Aníbal
lo sabe mejor que nadie.

Gianni Riotta es colaborador
de la edición estadounidense de Foreign Policy
y redactor de Tg1, el primer informativo
de la televisión italiana.

[10] Israel

La guerra de Irak eliminó a varios de los peores enemigos de Israel,
aunque por el camino creó alguno nuevo. Amatzia
Baram

LA HISTORIA DE LO QUE ISRAEL HA ganado con la guerra de Irak es la historia de una
victoria sobre casos hipotéticos, sobre condicionales.
Antes del conflicto, mucha gente creía –sin
razón– que Sadam Husein había iniciado un programa
nuclear militar, después de que prohibiera
la entrada de los inspectores de la ONU en 1998.

La idea de que existía esa amenaza no andaba del
todo descaminada; posteriormente, los subordinados
de Sadam declararon al Grupo Duelfer de
Estudios sobre Irak que creían que su líder estaba
decidido a reanudar su proyecto nuclear militar en
cuanto se levantara el embargo internacional.
Como ocurre hoy con Irán, en Israel, antes de la
invasión, se pensaba que las decisiones de Sadam
eran difíciles de predecir y que, por consiguiente,
un Irak nuclear representaba un peligro inmenso.
En esa época, el dictador iraquí aparecía como el
único dirigente árabe que pedía la eliminación de
Israel, además del libio, Muamar Gadafi.

Por suerte para Israel, la guerra de Irak ha
enseñado una lección al coronel Gadafi mediante
la intimidación. Aunque las negociaciones entre el
líder libio y Occidente habían comenzado antes de
que empezara la guerra iraquí, existen motivos
para pensar que la eliminación de Sadam y sus
esbirros pesó en su decisión de abandonar el
programa nuclear y reincorporarse a la comunidad
de países civilizados. Ni siquiera los servicios israelíes
de inteligencia sabían, en aquel entonces,
hasta dónde había llegado Trípoli en su intento
de obtener un pequeño arsenal nuclear. No es posible
conocer hasta dónde habría llevado Gadafi el
programa, ni si habría atacado al Estado judío
con armas nucleares. Gracias al uso de la fuerza
contra su homólogo iraquí, los israelíes no
van a tener que averiguarlo.

Tampoco tendrán que preguntarse qué habría
ocurrido con un Sadam envalentonado si EE UU y varios aliados no hubieran invadido Irak. Antes
de la guerra, el régimen de Bagdad era militarmente
débil. Pero el embargo internacional sufría
erosiones continuas. Si las cosas hubieran seguido
avanzando en la misma dirección durante unos
cuantos años más, sobre todo vista la subida meteórica
de los precios del petróleo a partir de 2004,
el dictador iraquí habría contado con suficientes
recursos económicos ilícitos para volver a equipar
a sus fuerzas armadas. Dadas las tensiones cada
vez mayores entre Israel y Hezbolá y Siria desde
julio de 2006, además de una marcada mejoría de
las relaciones entre Damasco y Bagdad, éste habría
podido intervenir en el frente noreste de Israel.
Como ocurrió en la guerra de 1973, en caso de un
nuevo conflicto, un Ejército iraquí razonablemente
equipado habría podido dar un apoyo
importante a las fuerzas de la Siria baazista.

Por el contrario, la caída de Sadam cerró un
capítulo en el apoyo de Irak a uno de los peores
enemigos del pueblo israelí. En tiempos del dictador
iraquí, Bagdad pagaba 25.000 dólares a
cada familia palestina cuyo hijo cometiera una
operación terrorista suicida contra objetivos israelíes
(casi exclusivamente civiles) y 10.000 dólares
por atentados menos espectaculares. El estímulo
iraquí oficial de los atentados suicidas
palestinos se ha terminado. Ahora, en plena guerra
civil, la mentalidad del atentado suicida que
fomentaba Sadam contra Israel se ha vuelto en
contra del propio Irak.

Por desgracia para Israel, cuando un vecino
amenazador –o varios– se esfuma, siempre hay
otro que acecha a la vuelta de la esquina. El
presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, lo ha
demostrado en los últimos años. Así como Israel
se ha beneficiado de la caída del régimen baazista,
los dirigentes iraníes y su islam chií se
han convertido en una amenaza para sus vecinos
y para la estabilidad de la región.

Pero el principal peligro que representa Irán
para Israel no es su influjo en Irak, sino su
programa nuclear. La desaparición de Sadam no
eliminó todas las amenazas contra la seguridad de
Israel, pero el hecho de que ya no pueda haber
armas atómicas ni en Irak ni en Libia es una
tabla de salvación. Y lo es también –cosa
muy importante– para los pueblos iraquí, libio y
palestino. Y cuando todos comparten una misma
victoria, ése constituye sin duda un motivo de
celebración.

Amatzia Baram dirige el Centro Meir y Miriam Ezri de Estudios
sobre Irán y el golfo Pérsico en la Universidad de Haifa (Israel).