En busca de una democracia más creativa y enérgica.

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“Qué suerte tenéis vosotros que en vuestros países latinoamericanos está todo por hacerse”. Fueron muchísimas veces las que escuché esta frase en Madrid entre 2007 y 2009 cuando estudiaba un máster en la Universidad Autónoma y les contaba a los europeos algunas de las cosas que ya hacíamos para mejorar nuestras democracias en esta parte del mundo.

Esa sensación de haber cruzado la meta o estar avanzando hacia ella, como el burro que tiene un palo sobre la cabeza con una zanahoria en el extremo y nunca llegará a alcanzarla, era una de las visiones que nos colocaba en diferentes carriles a los europeos y a los latinoamericanos. Esa visión del continente del pasado y del continente del futuro. El Francis Fukuyama de hace unos años versus el Movimiento Pase Libre de las recientes protestas brasileñas. El pesimismo de los periodistas de Europa y el optimismo de los comunicadores on line de Latinoamérica.

Durante los últimos años –especialmente en España con su crisis– los europeos se han dado cuenta de que también están lejos de la meta. Y es que la meta del siglo XX ha caducado en este siglo. Nuestras democracias y nuestras economías no funcionan como deberían desde Taksim a São Paulo, Madrid y hasta esta Centroamérica de donde vengo. Y nadie nos va a regalar nada.

Nuestras democracias y economías no funcionan como deberían porque tienen una arquitectura que hace al 1% de la población quedarse incluso con una parte del pastel sin comer de lo grande que es. Tanto que lo que no se comen lo pueden guardar durante generaciones en paraísos fiscales opacos e inalcanzables. No funcionan porque los más débiles son menos iguales que el resto. No sirven porque los poderosos son cada vez más autoritarios. No valen porque la prosperidad que crean, más en mi lado del Atlántico, las hace insostenibles.

Para que funcionen necesitamos de mucho trabajo y creatividad. Una creatividad que pasa por una construcción colectiva. Algunos nos damos cuenta ahora de que en la época de más individualismo –gracias a la revolución conservadora de finales de siglo, potenciada por el narcisismo de las redes sociales– también es la era de la construcción colectiva. De compartir contenidos e ideas gratuitamente con licencia de copyleft en vez de copyright, de pedirle al público que financie proyectos que buscan construir más dignidad en una nueva modalidad que se llama crowd-funding, de iniciativas que apelan a profundizar la libertad y la democracia como WikiLeaks o lo que hacen muchas veces los de Anonymous, de muchos movimientos urbanos de jóvenes en México, Chile o España.

Esta ebullición que dice sin subtítulos que no es suficiente la democracia liberal, que se moviliza sin partidos políticos ni sindicatos ni grandes medios, esta ebullición puede revitalizar la relación trasatlántica. Y necesita de puentes para irse conociendo. No tengo una hoja de ruta sobre cómo deberían diseñarse y construirse esos puentes. Pero imagino que deben ser de espacios comunes, de parques que pueden ser conferencias, intercambios, Erasmus, páginas web, aprendizajes, construcciones compartidas. Porque al final de cuentas no somos tan distintos. No somos tan distintos los periodistas que estamos en nuestros treinta y emprendemos nuevos medios de investigación. O los profesionales de los medios europeos que trabajan en nuestras redacciones latinoamericanas.

Como tampoco son distintas nuestras metas. Los jóvenes que nacimos en democracia –a diferencia de nuestros padres y madres– estamos diciéndoles que gracias pero que no es suficiente. Que tenemos estándares de equidad, de democracia, de diversidad más altos, que no se están alcanzando. Y que pondremos toda nuestra energía y creatividad en red para lograrlos.

 

 

 

 

 

 

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