La nueva Administración debe abrazar el multilateralismo y regresar a los principios de la legalidad internacional.

Inspirados en el magisterio de los Padres Fundadores y en los principios sentados por los redactores de la Constitución, Estados Unidos fue durante largo tiempo la referencia moral de un mundo siempre convulso. Ello ha sido así pese a que a menudo, ya en el siglo XX, su conducta en el campo de las relaciones internacionales no se compadecía con los principios que Washington afirmaba defender y practicar, lo que no obstaba para que aquella imagen, y su percepción por los demás, se mantuvieran prácticamente incólumes gracias sobre todo al sacrificio de sus soldados en la lucha contra el nazismo. Otro tanto sucedió en la guerra fría, a pesar de la crisis de Vietnam. Pero la caída del imperio soviético ha dejado al descubierto, desnudo, al emperador en su indiscutido y omnímodo poder, de tal modo que el combate contra el terror ha dado pie, esta vez, a todos los extravíos.

Sucede así que la cara menos grata de América se ha consolidado convirtiéndose en la contraimagen de lo que había sido para millones de seres humanos, en uno de los países menos apreciados por el conjunto de las naciones, por mucho que sea el más envidiado; en una de las potencias más temidas, la que representa para muchos una amenaza real para la paz mundial. Esto es así porque existe un consenso generalizado acerca de las nefastas consecuencias de la política exterior seguida por Washington en las últimas décadas: el abandono de aquellas normas morales, de aquellas pautas de conducta internacional, en aras de una puntillosa voluntad de supremacía, de un unilateralismo acrítico e intolerante, del desprecio de la comunidad internacional y de un fundamentalismo ejemplificador desmentido diariamente por los hechos.

Lo que una nueva Administración debería hacer, llegado el momento, sería dar un golpe de timón a su política exterior y regresar a la ética de las relaciones internacionales, a los principios que Estados Unidos inyectó en la Carta de Naciones Unidas a la que ha dado ostensible y arrogantemente la espalda. Regresar al multilateralismo y respaldarlo sin reservas ni cicatería.

Lo que el mundo necesita es un giro de 180 grados en la política norteamericana que desemboque en un nuevo concierto mundial, en paz y en orden, en el mundo multipolar que se avecina, pues todo apunta, en efecto, a que el indiscutido monopolio del poder en manos estadounidenses tiene los días contados. En este nuevo orden que asoma, tan sólo unas pautas de convivencia basadas en aquella ética permitirán que no se repita, probablemente agigantada, la prolongada crisis de la segunda posguerra mundial.

La nueva Administración debería dar dos pasos más. Devolver Guantánamo al pueblo cubano, tanto si para entonces Castro sigue con vida como si ha fallecido. Las secuelas de la Enmienda Platt, más de un siglo después, son una afrenta para los ciudadanos de la isla, imagino que también para los afincados en Miami. Esa base pertenece al lado oscuro del discurso moralizador de EE UU; a esa otra cara que hace de ella una “nación peligrosa”. Washington debe integrarse también en el Grupo de Amigos de la Alianza de Civilizaciones. Da que pensar, y decepciona profundamente, que sea el único miembro permanente del Consejo de Seguridad que todavía no lo ha hecho.