El secretario de Estado de EE UU,  John Kerry, y la Alta Representante para la política exterior europea, Federica Mogherini. Mladen Antonov/AFP/Getty Images
El secretario de Estado de EE UU, John Kerry, y la Alta Representante para la política exterior europea, Federica Mogherini. Mladen Antonov/AFP/Getty Images

¿Está todo perdido entre Estados Unidos y Europa? He aquí un repaso de las fortalezas y las debilidades de una relación llena de acuerdos y desacuerdos.

Las relaciones entre EE UU y Europa, ya sea vía Estados miembros o vía UE ha estado tradicionalmente sometida a debates de diferente consideración como sucedió, por ejemplo, con las discrepancias surgidas en torno a la Guerra de Irak en 2003. El nuevo debate sobre la relación transatlántica, que surge con la Administración Obama, incorpora elementos estructurales y estratégicos de cierta relevancia en torno a la prioridad que Europa supone para Washington, el rol de las potencias emergentes, la gobernanza económica mundial o el debate sobre la crisis económica y el supuesto declive del Viejo Continente.

Más allá de las conocidas negociaciones sobre el Tratado de Libre comercio entre EE UU y la UE (TTIP, en sus siglas en ingles) y que han marcado el debate actual en torno a la vigencia y actual relevancia de dichas relaciones. De los aliados estadounidenses y europeos depende solventar en el futuro desafíos que van desde la política de seguridad y defensa a las relaciones exteriores o los valores e ideales que inspiran esta alianza.

 

Fortalezas: desafíos y valores que unen

Las relaciones con los países MENA. Si hay una región que plantea desafíos de primer nivel tanto de carácter estratégico como en materia de seguridad es la de Oriente Medio y el Norte de África (MENA). Después del fracaso de la mayor parte de las Primaveras Árabes y habiendo dejado atrás las discrepancias sobre el conflicto de Irak de 2003, tanto europeos como estadounidenses han afrontado los retos que plantean el ascenso del Estado Islámico o el plan nuclear iraní. Sin duda esta región ha generado tradicionalmente muchas discrepancias pero también cooperación entre los aliados. En el debe se encuentran la necesidad de afrontar los desafíos que provienen de la situación en Siria y Libia, en tanto que la negociación del plan nuclear iraní o la cooperación en materia antiterrorista siguen siendo aspectos positivos que unen la labor de los aliados en esta dimensión de las relaciones exteriores.

Valores e ideales. Son claramente el pilar central de la relación transatlántica, importantes a nivel identitario y como un elemento fundamental de la propia política exterior tanto estadounidense como europea y de la construcción de una comunidad transatlántica en torno a ellos, particularmente en lo que respecta a la democracia y los derechos humanos, desde cuanto menos los tiempos del presidente estadounidense Thomas Woodrow Wilson. Es la dimensión que une a EE UU y los europeos frente a otros actores del sistema internacional, permitiendo sostener esta relación en un momento en el que Europa ha perdido de manera relativa la prioridad estratégica que tuvo durante la Guerra Fría. Desde el punto de vista negativo cabe resaltar, sin embargo, la existencia de diferentes percepciones en torno a estos valores e ideales manifestada en los desacuerdos temporales sobre la cuestión del espionaje de la NSA o, en el pasado, las formas de confrontar el terrorismo. En cualquier caso sigue actuando como una dimensión positiva que ha permitido sostener la relación transatlántica en tiempos difíciles.

La OTAN. A pesar de los problemas atravesados en tiempos recientes en relación a las funciones y la propia identidad de esta organización desde el fin de la Guerra Fría, la OTAN sigue siendo uno de los instrumentos principales de la relación transatlántica en materia de seguridad regional y global. Como el propio Obama ha hecho constar en su Estrategia de Seguridad Nacional, constituye la “Alianza más fuerte que el mundo haya conocido” e incluso un ejemplo a seguir por los Estados de otras regiones como se ha visto recientemente en el ámbito del mundo árabe. Esta organización ha aprovechado la coyuntura marcada por la crisis ucraniana como una forma de reivindicar su utilidad ante los problemas de seguridad que sigue afrontando el continente europeo y ha actuado en intervenciones fuera de su ámbito principal de actuación como han demostrado los casos de Afganistán o Libia con desigual éxito. Pese a todo, tiene pendiente acometer una profunda revisión de sus funciones principales, estrechar la relación en materia de seguridad con la UE, planificar y afrontar los desafíos relevantes en escenarios de inestabilidad como el Norte de África y más allá de Rusia o equilibrar el balance de gasto en defensa entre europeos y estadounidenses. Teniendo en cuenta recientes debates entre analistas en Estados Unidos que han llegado a plantear su propia “entrega a los europeos”, estos últimos podrían hacer de la necesidad virtud y convertir la citada organización en la base de la construcción de una política de Defensa y Seguridad Común que supere el Estado embrionario en el que la misma se encuentra en la actualidad.

 

Juntos pero a veces revueltos

UEUSAwebLa imagen mutua. El excepcionalismo estadounidense se fundamentó tradicionalmente y ya desde el discurso de despedida del presidente Washington, en la diferenciación con Europa. Tras los debates sobre el conflicto de Irak y la consiguiente impopularidad de la Administración George W. Bush, parece que uno de los principales logros del gobierno de Obama fue mejorar la imagen estadounidense en el mundo. En recientes encuestas e informes como el Transatlantic Trends elaborado por el German Marshall Fund correspondiente a 2014, un 56 % de los europeos defendía un liderazgo estadounidense fuerte en los asuntos globales, en tanto que un 70% de los estadounidenses apoya un liderazgo fuerte de la UE frente a un 21% que apoya lo contrario. Sin embargo, la imagen europea se ha visto afectada en los debates políticos y en los think tanks estadounidenses por la crisis económica europea, los recortes en defensa y el discurso declinista que en los últimos años se ha contrapuesto al ascenso de Asia que, sin embargo, puede modificarse a medida que las tendencias en estos aspectos cambien. En cualquier caso, no deberían descartarse argumentos como los enunciados por el ex secretario de Defensa de EE UU Robert Gates o el diplomático estadounidense Richard Haass en relación a la aparición de unas nuevas generaciones estadounidenses menos vinculadas a Europa emocionalmente que las antiguas elites wasp (blanco, anglosajón y protestante) o aquellos líderes políticos que vivieron la etapa de la Guerra Fría.

Rusia. Uno de los escollos tradicionales de las relaciones transatlánticas han sido las divergencias mantenidas sobre las relaciones con Moscú, que no solo dividen a los aliados de ambas orillas del Atlántico, sino a los propios Estados europeos en sí mismos entre aquellos que consideran a Rusia una oportunidad comercial y de negocio y los que la perciben como una amenaza para su seguridad nacional. La reciente crisis de Ucrania, sin embargo, ha marcado un punto de inflexión en el que, a pesar de las abiertas discrepancias entre los socios europeos, se ha conseguido mantener una cierta coherencia en la acción exterior europea en torno a la política de sanciones y una capacidad de actuación conjunta impensable hace unos pocos años pese a las enormes diferencias. Si bien los errores cometidos por los aliados hacen necesaria una profunda revisión de la política estadounidense y europea hacia Rusia a corto plazo, la tendencia en este sentido parece positiva a corto y medio plazo.

 

Discrepancias y un tercero en discordia

El gasto en defensa. Si existe una crítica tradicional realizada por Estados Unidos a sus aliados europeos, este es el del gasto en defensa, siendo una de las últimas y más destacadas las realizadas por Robert Gates en 2011 con ocasión de su discurso de despedida. Siguiendo la denominada “Regla OTAN” los Estados europeos deberían gastar en defensa, al menos el 2 % del PIB, manteniendo el equilibrio del gasto entre estadounidenses y europeos dentro de la Alianza Atlántica, que alcanzó el 50% durante la mayor parte de la Guerra Fría, pero que incrementó su desequilibrio al 75% estadounidense y 25% europeo cuando esta finalizó.

Dicho objetivo fue confirmado en la Cumbre de la OTAN celebrada en Gales a finales de 2014. Sin embargo, solo un puñado de países cumple con este objetivo y los estadounidenses ya han expresado su preocupación de que los recortes planeados por sus aliados europeos en un contexto de crisis económica puedan llevarse a acabo en algunos de los Estados que tradicionalmente sí han hecho de su política de defensa una prioridad como es el caso de Reino Unido. España, en torno a un 0,9% de gasto –independientemente de que, como se ha alegado, gaste mejor– ocupa un lugar destacado entre los países que podrían hacer mayores esfuerzos, máxime si se confirman sus expectativas de salida de la crisis económica. Lo mismo puede decirse de otros socios tan importantes como Alemania. Las razones que explican esta situación no son meramente de carácter económico, sino también políticas e ideológicas, con una parte importante de las sociedades europeas reticentes a incrementar este gasto pero, paradójicamente, cada vez más consciente de las amenazas existentes a su seguridad, especialmente en determinadas modalidades de terrorismo. Incrementar este gasto, de manera individual o colectiva –a través de la UE y la OTAN–, está en el interés europeo si quiere mantener unos determinados resortes de influencia global que no han perdido relevancia, tal y como el creciente gasto en este ámbito realizado por las potencias emergentes parece demostrar, cumpliendo de paso con las expectativas estadounidenses de tener verdaderos aliados que compartan la factura y los riesgos de los desafíos globales a la seguridad y de asumir su propia defensa. La tendencia en este supuesto es, con todo, negativa y harán falta fuertes esfuerzos para modificarla.

Asia y la gobernanza económica mundial. Uno de los principales escollos existentes en los últimos tiempos en el ámbito de las relaciones transatlánticas es el de las políticas hacia Asia y, particularmente, con la emergente China. Para Estados Unidos dicha relación es una prioridad estratégica, al mismo tiempo que un desafío para la seguridad regional y global manifestada en la actitud crecientemente asertiva que mantiene en determinadas disputas territoriales en sus aguas próximas. Para los europeos, sin embargo, constituye una oportunidad económica y comercial de primera magnitud que han tendido a priorizar sobre divergencias en materia de valores o ideales y los riesgos derivados de las disputas regionales y el creciente gasto en defensa. Por otro lado, el proyecto de la Administración Obama en relación al famoso “giro” al Pacífico ha llevado a numerosos líderes europeos a cuestionar si Europa supone algún tipo de prioridad para Washington –soy el “primer presidente del Pacífico”, manifestó el propio Obama en 2009 en Tokio– y, por el otro lado, su crecimiento tanto económico como en defensa ha acentuado en el debate político la imagen declinista existente sobre Europa. En este punto los europeos no parecen haber aprovechado las declaraciones estadounidenses reconociendo que Washington está interesado en una mayor presencia europea precisamente en Asia.

Estas divergencias se han trasladado al ámbito de la gobernanza económica global y al debate sobre la idoneidad de determinadas instituciones como el Fondeo Monetario Internacional o el Banco Mundial de colmar las expectativas de las potencias emergentes a la hora de encontrar su lugar bajo el sol en las mismas. Sorprende a este respecto la rápida incorporación de determinados Estados europeos como es el caso del propio Reino Unido a las nuevas instituciones creadas por los BRICS, particularmente al denominado Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, abiertamente cuestionada por Estados Unidos –y al que no se han adherido sus principales aliados en Asia, como es el caso de Japón–. Especialmente cuando son los europeos los que más tienen que perder en las cuotas de voto que mantienen en instituciones como las de Bretton Woods en el caso de que se hiciese un nuevo reparto, acorde con los cambios producidos en el porcentaje de PIB global que sirven de manera parcial para determinar las mismas. En estos dos puntos, las divergencias de intereses entre los aliados hacen también plantear una tendencia negativa en el corto y medio plazo.