Lust in Translation: The Rules of

Infidelity from Tokyo to Tennessee

(Lujuria en traducción)
Pamela Druckerman

291 págs., Penguin, Londres,

Reino Unido, 2007 (en inglés)


El pesimismo absoluto no
es la actitud más aconsejable
para andar por la
vida. Pero el optimismo absoluto
no resulta mejor. Esta conclusión
es alcanzable por la vía de la observación
empírica: basta repasar el
desarrollo de la invasión de Irak o
la trayectoria de algún equipo de
fútbol español. Si se excava en el
ámbito más oscuro de la pareja, el
de las infidelidades, aparece ese
mismo resultado. En materia de
matrimonios y deslices, ni el optimismo
estadounidense ni el pesimismo
surafricano conducen a nada
bueno. Lo más aconsejable es una
opción intermedia hecha de escepticismo,
discreción y sentido común.
Es lo que se aprende con Lust in
Translation
[juego de palabras intraducible
con el título del filme Lost
in Translation
, sustituyendo la palabra
“perdidos” por “lujuria”], libro
sobre las normas del adulterio en
distintas zonas del mundo.

La sociedad estadounidense atraviesa
una fase peculiar y su actitud
ante el sexo constituye un elemento
altamente revelador. Digamos, por
generalizar, que tiende a contemplarse
el sexo desde un punto de
vista constructivo, razonable e higiénico.
En Europa occidental suele
darse por bueno el aforismo de
Woody Allen: el sexo sólo es sucio
cuando se hace bien. En Estados
Unidos, no. Tomemos como ejemplo
los estatutos del Arizona Power
Exchange, una asociación de sadomasoquistas
que se anuncia en Internet:
“Hay que afrontar la experiencia
sadomasoquista con aceptación,
cariño, dignidad y respeto”. ¿Hablamos
en serio? ¿Sádicos cariñosos?
¿Masoquistas en busca de una experiencia
llena de dignidad y respeto?
Al parecer, sí. En Arizona funcionan
así las cosas.

Pamela Druckerman, antigua
corresponsal de The Wall Street
Journal
y residente en París, se formuló
una pregunta: ¿por qué a los
estadounidenses nos aterroriza el
adulterio? En busca de la respuesta
investigó las normas del adulterio, su
aceptación o rechazo social y sus
consecuencias sobre la pareja y el
individuo en países como Suráfrica,
Francia, Japón, Indonesia, Rusia y
EE UU. La periodista viajó, preguntó,
desenterró estadísticas y escuchó
testimonios asombrosos. Lust in
Translation
es el resultado.

“Nunca me libraré de este peso,
estoy condenada a la terapia de por
vida”. “Fue peor que cuando murió
nuestro hijo”. “Ya no lloramos tanto
como cuando ocurrió [dos años
atrás] gracias a los antidepresivos”.
Lo que antecede son testimonios de
esposas y esposos americanos, víctimas
del descubrimiento de la infidelidad
ocasional de uno u otro. Gente
que no recurrió al automatismo (el
adulterio estadounidense conduce al
divorcio inmediato en más del 90%
de los casos) y prefirió disfrutar en
pareja de la “tragedia devastadora”.

Las frases apenas citadas pueden
sonar exageradas, pero ése es el
clima. Pensemos en los productos
contemporáneos de Hollywood: si la
película comienza con un adulterio,
es más que probable que el incidente
desemboque en al menos una
muerte. Una encuesta Gallup de
2006 reveló que, para los estadounidenses,
el adulterio era más aborrecible
que la poligamia o la clonación
humana. La prensa americana
se refiere con frecuencia a un alarmante
incremento de la infidelidad
femenina (reflejada en series como
Mujeres desesperadas), pero las estadísticas
no lo confirman. Los porcentajes
son más o menos estables:
cada año, 12 de cada 100 maridos y
3 de cada 100 mujeres se saltan la
disciplina conyugal.

¿Es el pavor al adulterio un fenómeno
religioso? Dios, al fin y al
cabo, parece haberse refugiado en
EE UU. La respuesta, sin embargo, es negativa. Evangélicos sureños y
ateos neoyorquinos comparten la
fobia. Y unas cuantas conversaciones
en un geriátrico de lujo junto a
las playas de Florida permiten comprobar
que en los 50, 60 y 70 (cuando
se dio por casi culminada la revolución
sexual) el adulterio era una
más entre las opciones lúdicas de
que disponían señoras religiosas,
conservadoras y, hasta cierto punto,
enamoradas de sus maridos. La actitud
que la población estadounidense
(la urbana, al menos) mantenía
entonces hacia el adulterio era más
relajada (pero no muy distinta) que
la de hoy en países como la “libertina”
Francia y, es de suponer (no se
estudia en el libro), España.

Real separación: a los franceses no les importan las cuestiones relacionadas con la infidelidad. En la imagen, Ségolène Royal y François Hollande.

Por otra parte, poblaciones
esencialmente religiosas como las
africanas practican el adulterio
(masculino) con gran afición y asiduidad.
En casos como el de Suráfrica,
donde uno de cada cinco adultos
es seropositivo y donde la
esperanza de vida de los varones se
limita a 54 años, se trata de una
afición casi suicida. Combinar el
interés por el adulterio con el desinterés
hacia el preservativo implica
un altísimo riesgo. Y, sin embargo,
la mortandad no ha hecho más castos
a los surafricanos. Pamela Druckerman
realiza una deducción razonable:
“La ubicuidad de la muerte
tiene un efecto anestesiante”. Se
trata de un claro ejemplo de sociedad
absolutamente pesimista.

¿Estará relacionada la adulterofobia con el temor al desorden
social por la erosión del matrimonio?
No. La sociedad japonesa es
altamente ordenada, y a la vez muy
tolerante respecto a los “partidos
fuera de casa” (la expresión deportiva
que utilizan los británicos) de la
población masculina. Japón, por
supuesto, tiene sus rarezas. El hecho
de viajar con frecuencia en trenes
aglomerados ha generado entre los
japoneses una peculiar conexión
entre el erotismo, el vagón y las
apreturas, y abundan los clubes en
forma de tren donde los clientes,
apelotonados en un pasillo, pueden
permitirse palpar a las pasajeras.
Pero nada de eso altera el edificio
social. En el otro extremo de la
escala aparece Rusia, con una sociedad
caótica y unos colosales niveles
de infidelidad conyugal.

Pamela Druckerman deduce que
el adulterio como fenómeno patológico
(no hablamos del desliz, sino
de la vocación entusiasta) está relacionado
con la pobreza, la marginación
y la desesperanza, y que eso
vale tanto para Estados Unidos como
para cualquier otro país. Puede ser. Y
deduce también (volvemos al principio)
que el horror americano hacia el
adulterio se basa en un exceso de
optimismo. La gran esperanza y la
actitud positiva en que se basa, desde
su fundación, la sociedad estadounidense
han degenerado en una cierta
incapacidad para comprender que
la buena voluntad no asegura resultados
perfectos, que el matrimonio
no es una fórmula mágica para resolver
la angustia existencial, que la fe
absoluta en el cónyuge es tan irracional
como la fe absoluta en uno
mismo. Y que, en palabras de Druckerman,
“la vida nunca es tan pulcra
como desearían los americanos”.