Las cumbres UE-Rusia que se celebran dos veces al año (con más frecuencia que las reuniones equivalentes con Estados Unidos y China) suelen atraer más atención de la que verdaderamente merecen desde el punto de vista de su contenido. Desde hace varios años, a los responsables de las dos partes les cuesta inventarse un orden del día para cada cumbre. El estancamiento comenzó a mediados de esta década, cuando se vio con claridad que el modelo inicial de relación, basado en la idea de la “europeización” de Rusia con arreglo a la base normativa de la UE, había fracasado por varios motivos.

La integración de Rusia en el espacio común europeo a partir de unos valores o unos criterios técnicos compartidos, que era algo que se esperaba a finales del siglo pasado, no se ha producido nunca. Esto se debe, más que a diferencias ideológicas, a la incompatibilidad geopolítica de las dos partes, que reivindican su propia independencia y liderazgo. Es posible que, si Moscú y Bruselas comprenden que la realidad geopolítica de este siglo, hasta ahora, no ha ofrecido perspectivas brillantes para ninguno de los dos, se den cuenta de que deben examinar con una nueva actitud los problemas de la integración. Pero, por el momento, las dos partes dan vueltas a la agenda de siempre, y nadie espera que haya verdaderos progresos. La modernización es un eslogan nuevo y de moda que es muy difícil de llenar de contenido.

En primer lugar, las interpretaciones que hacen Rusia y Europa del “partenariado para la modernización” son muy distintas. Moscú quiere una cooperación a la carta en tecnología y ciertas áreas normativas, que Rusia escogería. Bruselas sigue creyendo en una modernización socioeconómica y política más compleja.

En segundo lugar, la UE ha resultado ser un interlocutor extraordinariamente confuso, porque, desde la ratificación del Tratado de Lisboa, es aún más incierto cómo se toman las decisiones y quién está a cargo de cada cosa. La primera aparición del recién nombrado presidente permanente de la UE en Rostov del Don no aclaró mucho el nuevo procedimiento. En cualquier caso, la tradicional disposición rusa a negociar con los países europeos de forma bilateral dispone ahora de nuevos argumentos. Y es probable que los proyectos de modernización se lleven a cabo país por país.

El interés de Moscú por la circulación sin visado parece ser una prioridad para las autoridades del país, y, desde el punto de vista técnico, los obstáculos son mucho más fáciles de superar de lo que solían afirmar los representantes de la Unión. Al final, los pasaportes biométricos que se emiten hoy en Rusia hacen innecesario un visado formal, porque todos los ciudadanos que cruzan las fronteras quedan registrados en el sistema digital de la UE para siempre. Es más una cuestión de voluntad política, que todavía no existe. En Europa, muchos siguen pensando que la libre circulación es una especie de recompensa para Rusia, cuando, en realidad, deberían considerarlo una oportunidad económica más para ambas partes.

Rusia y Europa necesitan centrarse en una agenda esencialmente nueva, que aborde las realidades del siglo XXI:

1) Lograr que Europa, en sentido amplio, vuelva a ocupar el centro de la política mundial.

2) Superar la división existente en Europa en cuanto a la interpenetración económica y eliminar las amenazas internas contra la seguridad que aún persisten.

3) Añadir dinamismo económico y mayor competitividad; encontrar un nuevo equilibrio entre la protección social y el desarrollo intensivo y flexible.

Hasta ahora no parece que se haya avanzado mucho, pero esperemos que la situación cambie en los próximos años, a medida que Rusia y la UE empiecen a afrontar la dura realidad internacional del siglo XXI.