El envejecimiento de la generación del baby boom no provocará la tan cacareada crisis. Nuestra concepción de lo que es viejo se ha quedado anticuada.

Una catástrofe amenaza al mundo desarrollado. Promete devastar la economía mundial, desbordar hospitales y diezmar ejércitos. ¿Qué desastre traerá tantas desgracias? No es un virus letal ni un atentado terrorista ni un desastre natural. Se trata del envejecimiento de la generación del baby boom, una marea de personas mayores que vivirán más años, consumirán más y producirán menos, poniendo en serios aprietos la capacidad de la sociedad para cuidar de sus ciudadanos con canas. Al menos eso afirman los pronósticos más sombríos. Una lluvia de predicciones alarmistas anuncia que en Norteamérica, Europa, Japón, e incluso en China, se avecina una crisis demográfica que transformará nuestra forma de vivir y de trabajar. Sólo dentro de dos décadas habrá más estadounidenses mayores de 65 años que menores de 15. En 2040, al menos el 45% de la población de España e Italia tendrá 60 años o más. Para esa misma fecha, China albergará más de 400 millones de ancianos. En Japón, el país que más rápido envejece, más de un 40% de los ciudadanos estarán en la tercera edad a mediados de siglo. Mantener a este sector de la población requiere un esfuerzo fiscal que amenaza no sólo con llevar los sistemas sanitarios a la quiebra y vaciar los ejércitos, sino también con revolucionar el panorama político y electoral, en el que el principal enfrentamiento no será entre la derecha y la izquierda, sino entre jóvenes y viejos.

 

El modo en el que medimos la edad se ha quedado viejo

 

Quizá suene angustioso, pero no debería. Esos pronósticos tan sombríos parten de un profundo error: la manera engañosa en la que medimos la edad. Lo normal es calcularla basándose en el número de años transcurridos desde que la persona nació. Estamos tan acostumbrados a hacerlo así que casi ninguno nos hemos parado nunca a pensarlo. Sin embargo, gracias a los avances médicos del siglo pasado, la esperanza de vida ha aumentado de forma espectacular. En China ha crecido 36 años desde 1960. En Corea del Sur, 26 en cuatro décadas. En México 17, y en Francia 10. Es nuestro concepto de “viejo” lo que se ha quedado anticuado.

Medir la edad en años desde el nacimiento es tan absurdo como utilizar el dólar como una unidad de valor atemporal. Ningún economista serio compararía el consumo per cápita de EE UU en 1960 (1.835 dólares) con el de 2006 (31.200 dólares), concluyendo que se ha multiplicado por 17. Un dólar de 1960 y uno de 2006 son unidades de valor diferentes. Para compararlas hay que tener en cuenta la inflación. Resultado: el consumo medio per cápita se ha triplicado entre 1960 y 2006, si medimos ambas cifras en términos constantes de poder adquisitivo. Exactamente igual que con la moneda, es hora de tener en cuenta la inflación si se quiere medir bien la edad. El indicador que mejor la sustituye es el riesgo de mortalidad, es decir, la probabilidad que tiene una persona de morir durante el siguiente año. Cuanto más alto es el riesgo de fallecimiento, mayor es una persona. Esta medida es un reflejo mucho más fiel de la salud, la productividad y la esperanza de vida.

Cuando hace 70 años se diseñó en EE UU el sistema de Seguridad Social, se consideró que el umbral a partir del cual los ciudadanos se situaban “más allá de periodo productivo” estaba en 65 años. Se eligió esa edad basándose en el riesgo de mortalidad: en 1940 un hombre de 65 podía esperar vivir otros 11 más, y una mujer 15. Pero los avances médicos han cambiado mucho las cosas. Un estadounidense que llegue hoy a los 65 hace frente a un riesgo de mortalidad del 2%; su esperanza de vida es de 17 más. Tiene el mismo riesgo de morir durante el siguiente año que el que poseía un hombre de 56 en 1940, o uno de 59 en 1970. Dicho de otro modo, 65 años hoy y 59 en 1970 son la misma edad real. Con las mujeres se produce un fenómeno similar. Hoy, una mujer de 70 tiene el mismo riesgo de mortalidad que una de 65 en 1950.

Esto tiene implicaciones importantes: la ola de envejecimiento que han predicho los demógrafos es, en realidad, de proporciones mucho más reducidas. Las previsiones indican que el porcentaje de población con más de 65 años crecerá sobremanera. Pero veamos qué ocurre si, en lugar de ese umbral, se emplea una medida del riesgo de mortalidad que determine qué se considera “anciano”. En 2000, el 12,4% de la población estadounidense tenía más de 65. La Oficina del Censo de EE UU prevé que en 2050 el número de personas en la tercera edad alcance los 87 millones. Pero si se determina qué fracción de la población tiene un riesgo de mortalidad mayor de 1,5%, el crecimiento no es tan grave. En 2050, sólo 62,5 millones de estadounidenses (alrededor de un 15% de la población) estarán dentro de ese porcentaje. No puede decirse que eso sea una marea demográfica. En el resto del mundo los resultados son igual de llamativos. Una medición basada en la mortalidad reduce un 30%, de media, la población de ancianos prevista para 2050 en Japón, España e Italia.

Consideremos qué consecuencias tiene sobre las prestaciones sociales o la jubilación obligatoria alterar la edad en función de su inflación. No supone acortarlas, sino sólo estabilizarlas. Durante el siglo xx, la duración media del retiro en EE UU pasó de dos años a más de diecinueve. A medida que la esperanza de vida siga creciendo, las jubilaciones serán cada vez más largas, y la factura de las pensiones mucho mayor. Si se toma como referencia el riesgo de mortalidad en lugar de la edad, los costes serán mucho más razonables. A lo largo del pasado siglo hemos sido testigos de mejoras espectaculares en la esperanza de vida. Es hora de que también mejoremos de un modo igualmente espectacular nuestra forma de medir la edad.