Una bandera rusa junto a una foto de Bashar el Assad en Damasco. (Louai Beshara/AFP/Getty Images)
Una bandera rusa junto a una foto de Bashar al Assad en Damasco. (Louai Beshara/AFP/Getty Images)

Volver al escenario internacional como potencia global y garantizar sus intereses geoestratégicos y comerciales son los verdaderos motivos que mueven a Moscú a intervenir a favor del régimen sirio.

Conviene tenerlo claro desde el principio: lo importante para Moscú es Siria, no Bashar al Assad. Dicho eso, hay que añadir de inmediato que Siria no es de ningún modo un interés vital para la Federación Rusa, sino únicamente un instrumento útil en su afán por sentirse reconocido como un actor global y por defender sus verdaderos intereses más allá de sus fronteras (en Ucrania, por ejemplo).

Al explorar el juego que lleva actualmente a Rusia a implicarse de modo tan directo en el amargo conflicto sirio -incluyendo el reforzamiento de la capacidad militar de las fuerzas leales a Al Assad y el inicio de ataques aéreos contra sus adversarios-, hay que recordar que ya en la época soviética Damasco fue la pieza principal de Moscú para garantizarse un peón frente a Washington en una región en la que, en todo caso, su peso siempre ha sido menor. Así, durante décadas el régimen sirio ha podido presentarse como el “líder del frente de rechazo” a la existencia de Israel gracias al apoyo económico, político y militar de una URSS que no tenía reparo alguno no solo en vender, sino también en donar crecientes volúmenes de material militar a su aliado local. Aunque esa corriente de apoyo se cortó drásticamente a partir de la implosión de la URSS (la debilitada Federación Rusa siguió suministrando lo que Damasco solicitaba, pero siempre previo pago de su importe en divisas), los canales de contacto se mantuvieron activos.

Gracias a dichos canales (y a los errores de otras potencias interesadas en la región), Rusia ha podido ir mejorando su posición en el conflicto hasta convertirse en un referente imprescindible. Si hubiera que identificar el momento que sirvió para visibilizar esa condición, bastaría con recordar el extraordinario golpe de efecto que logró hace tan solo algo más de dos años, cuando supo aprovechar las dudas de la Administración estadounidense para desencadenar una operación de castigo contra el régimen sirio por su reiterado uso de armas químicas. De un solo golpe Moscú logró presentar a Washington como belicista y a sí mismo como un sincero amante de la paz y como un actor diplomático de primera línea.

Desde entonces, ha procurado incrementar su estatura como potencia global, al tiempo que trata de garantizar sus intereses más básicos. Y el primero, en relación con una Siria que económicamente es apenas un socio de segundo nivel para Rusia, pasa por mantener a Tartus como la única base naval mediterránea en la que sus buques de guerra pueden encontrar descanso y suministros. Su pérdida -aún siendo una base de capacidad limitada- supondría un revés muy significativo para quien pretende (mal que bien) cuestionar el liderazgo naval estadounidense en todos los océanos y mares del planeta, empezando por el Mediterráneo. Del mismo modo, y como resultado de un cálculo de seguridad nacional, Rusia teme (con razón) que si el yihadismo no es frenado en Siria se incrementa de manera notable el peligro de que termine contaminando a territorios inmediatamente vecinos o incluso a la propia Federación. De ahí que se afane por colaborar en la derrota de grupos que pueden estar tentados de expandir su radio de acción hacia el norte.

A partir de esos elementos de partida, la apuesta rusa va más allá para, en clave regional, intentar revitalizar los vínculos con Irán. El proceso de negociación del acuerdo nuclear logrado el pasado 14 de julio ha supuesto, junto a un notable protagonismo estadounidense, un no menos apreciable debilitamiento de la relación ruso-iraní. Dado que ambos países están alineados a favor del régimen sirio, la decisión rusa de mostrar abiertamente su apoyo militar a Al Assad busca también reforzar la conexión Moscú-Teherán. Ejemplos recientes de ello son los viajes a Moscú del renombrado general Qasim Suleiman -jefe de los pasdarán iraníes, que tienen a efectivos de la selecta Fuerza Al Qods desplegados en el campo de batalla sirio- para coordinar sus respectivos esfuerzos sobre el terreno y la puesta en marcha de una coalición militar alternativa a la que encabeza Washington, sumando sus propias fuerzas a las iraníes, sirias e iraquíes. Aunque el enfoque principal de esta renovada aproximación bilateral es de carácter geoestratégico, no se debe perder de vista el interés económico y comercial ruso, cuando ya se ha desatado la carrera internacional por ocupar posiciones de ventaja en un país que, gracias al acuerdo nuclear, comienza a salir del destierro al que ha estado condenado desde hace décadas y presenta oportunidades de inversión nada desdeñables.

En un nivel superior, la creciente implicación rusa en Siria está, asimismo, conectada con el conflicto de Ucrania. A diferencia de lo que le ocurre a Estados Unidos y a la Unión Europea, Ucrania tiene un interés vital para Rusia, como cuna de su identidad histórica, vía preferente de tránsito del gas que vende a la Europa occidental y pieza fundamental de su seguridad frente a lo que percibe como un asedio de la OTAN ante su propia puerta. Por esta razón, ante la imposibilidad de mantener a Kiev sometido a sus designios, no tuvo reparos en tomar Crimea por la fuerza y violar la soberanía nacional ucraniana y el derecho internacional, aunque eso le haya costado unas sanciones que, junto a los bajos precios de los hidrocarburos, le afectan de modo muy directo. Al involucrarse ahora de manera mucho más abierta en Siria, Moscú calcula que eso le otorga una nueva baza negociadora con EE UU en su intento por lograr un alivio de la presión en Ucrania (y de las sanciones que Washington y Bruselas amenazan con prolongar).

Su sustancial envío de equipo, material y, armamento, tanto por vía marítima (hasta Tartus) como aérea (a la base de Bassel el Asad, al sur de Latakia) -donde está acumulando no solo baterías de misiles, sino también helicópteros de ataque y cazas que ya han entrado en combate desde el pasado 30 de septiembre- es parte de una apuesta multipropósito. En primer lugar, busca reforzar al régimen, crecientemente presionado por sus adversarios -tanto los que confluyen en el poco operativo Ejército Libre de Siria (ELS), como las huestes de Daesh y otros grupos yihadistas– incluso en su feudo principal de Latakia y en la propia capital. En esa línea, su intención no es ganar la guerra (objetivo inalcanzable a día de hoy), sino evitar que su aliado local colapse ante el empuje de sus adversarios. Para ello, más que destruir objetivos de Daesh, se está concentrando en debilitar a grupos armados más o menos vinculados con el citado ELS y otros grupos apoyados tanto por EE UU como por Turquía. Simultáneamente, ha entrado en un activismo diplomático desenfrenado, que pretende lograr un acuerdo político para dar paso a un gobierno de transición en el que siga garantizada la presencia del régimen, junto a representantes de los grupos opositores que acepten participar en la mascarada y estén dispuestos a olvidar su reclamación de que Al Assad -poco menos que convertido ahora en un aliado contra el terrorismo yihadista– debe desaparecer de la escena política.

De hecho esta es una posición que, con más o menos entusiasmo, van aceptando diferentes gobiernos occidentales, al entender al dictador sirio como un mal menor ante la falta de alternativas más sólidas para estabilizar una situación que amenaza con agravarse aún más. El matiz diferencial hoy está en perfilar el destino personal del propio presidente sirio; dado que mientras algunos (como Estados Unidos) todavía rechazan su continuidad en el cargo, otros (como España) reconocen abiertamente que ha llegado el tiempo de contar con él en cualquier intento por salir del túnel en el que Siria lleva metido desde hace ya más de cuatro años.

Si finalmente Moscú logra pergeñar un arreglo de este tipo -contando con que puede jugar con la idea de que Al Assad se comprometa a abandonar la presidencia cuando termine su actual mandato o, en última instancia, puede optar por aceptar su caída inmediata, siempre que haya representantes de su clan familiar y político en el hipotético gobierno transitorio- habría logrado un nuevo éxito político que satisfaría plenamente a un Vladímir Putin empeñado en volver a colocar a Rusia en el centro del escenario internacional. Otra cosa es que algo así sea una solución verdadera al marasmo actual que ha provocado ya más de 300.000 muertos, siete millones de desplazados y cuatro millones de refugiados. Pero, tal como nos enseña lo visto hasta ahora, ¿interesa eso a alguien?