Cada día, los emigrantes que trabajan en los países
ricos envían dinero a sus familias en los países en desarrollo.
Son sólo unos cientos de dólares aquí y allí. Pero
en el año 2002 esas remesas sumaron 80.000 millones de dólares,
una cantidad que supera la de la ayuda exterior y una de las mayores fuentes
de divisas para los países pobres. Desde que comenzó su espectacular
crecimiento en los 90, este flujo de dinero está sacando a países
de la pobreza, creando nuevos cauces financieros y transformando la política
internacional.

Cuál es la fuente de dinero más fiable para los países
pobres? ¿Cuál es la principal fuente de capital extranjero para
las pequeñas empresas familiares en el mundo en vías de desarrollo?
¿Cómo se las arregla para sobrevivir la mayor parte de la gente
en países destruidos como Afganistán, Haití, Liberia y
Somalia? ¿Cuál es el factor común que ha financiado conflictos
internos en escenarios tan distintos como Irlanda del Norte, Sri Lanka y Ruanda?
¿Cómo es posible que países tan débiles económicamente
como Armenia y Eritrea mantengan políticas exteriores beligerantes y
desastrosos conflictos fronterizos?

Foto en la que un cajero de banco entrega dólares a cliente

La respuesta a estas preguntas está en las remesas, el dinero que ganan
los emigrantes trabajando en el extranjero y que envían a las familias
que han dejado atrás, en su país. “Leche materna para las
naciones pobres”, así definió el fenómeno un periódico
asiático. Y no es una exageración. A medida que, en las dos últimas
décadas, las naciones han abierto más sus fronteras a los trabajadores
extranjeros, las remesas enviadas a los países en desarrollo pasaron
de 17.700 millones de dólares (unos 15.000 millones de euros) en 1980
a 30.600 millones de dólares en 1990 y casi 80.000 millones en 2002.
Son ya una importante fuente de divisas para los países pobres. En 2001
sumaron el doble de la ayuda exterior y 10 veces más que las transferencias
de capital privado neto (el balance final después de deducir los gastos
financieros como la repatriación de beneficios y el pago de intereses).
Los principales beneficiarios son los países de rentas medias a bajas
(con un PIB entre 736 dólares y 2.935 dólares per cápita),
que reciben casi la mitad de todas las remesas mundiales.

Las remesas se han convertido en la última cause célèbre
entre los gobiernos, fundaciones e instituciones multilaterales. El Banco Interamericano
de Desarrollo (BID) ha patrocinado un estudio sobre estrategias que faciliten
a los trabajadores residentes en Estados Unidos el envío de sus salarios
a Latinoamérica y el Caribe, donde las remesas, sólo en 2002,
ascendieron a 32.000 millones de dólares (20 veces el volumen de la ayuda
exterior estadounidense para la región). El organismo de ayuda al desarrollo
de EE UU (USAID) ha invertido 500.000 dólares en un programa similar
para los 20 millones de trabajadores mexicanos que en 2002 enviaron casi 10.000
millones de dólares a su país de origen, el doble del valor de
las exportaciones agrarias anuales de México y un tercio más que
los ingresos mexicanos por turismo.

Los gobiernos de los países pobres también están haciendo
lo posible para mantener las entradas de dinero. En Pakistán, el Gobierno
reveló en julio un plan para exportar otros 200.000 trabajadores. “Esta
‘exportación’ de mano de obra ayudaría a 200.000 familias
del mismo modo que la construcción de cuatro presas y dos carreteras
daría trabajo y respiro a 500.000 familias”, observó su
ministro de Trabajo.

A los gobiernos y organizaciones multilaterales no les entusiasma sólo
el volumen de dinero: las remesas son la fuente más estable de flujos
financieros. A diferencia de la ayuda exterior, éstas no están
sujetas a los caprichos de los gobiernos donantes ni a las duras condiciones
de las instituciones multilaterales de préstamo. Y, al contrario que
las inversiones o los préstamos extranjeros, no dependen del comportamiento
gregario de los inversores privados y los gestores de dinero. Durante las crisis
económicas, cuando más necesitan el dinero, los países
en vías de desarrollo no pueden confiar en los países ricos ni
en los mercados financieros, sino en millones de emigrantes de clase obrera
y sin poder. En términos financieros, las remesas son un regalo. Mientras
que otras fuentes de capital tienen un coste para el receptor –pagos de
intereses en los préstamos, repatriación de beneficios en las
inversiones–, las remesas no exigen honorarios.

En los grupos dedicados a políticas de desarrollo estas remesas son bien
acogidas. Se ajustan a una visión comunitaria, propia de la tercera vía
–ni el socialismo ineficaz ni el capitalismo salvaje–, y ejemplifican
el principio de la autosuficiencia. El dinero que envían los emigrantes
no sólo ayuda a sus familias, sino también a la economía
nacional. De esa forma, son los inmigrantes –y no los gobiernos–
los principales proveedores de ayuda exterior. En el país de acogida
las remesas no suponen una costosa burocracia oficial y en el país receptor
se reduce el riesgo de que funcionarios corruptos desvíen el dinero.

En un primer nivel, las remesas de dinero sirven para ayudar a cada familia:
200 dólares al mes pueden suponer la diferencia entre vivir en la pobreza
más abyecta y tener para comer. En un plano más general, esas
pequeñas transacciones, repetidas miles de veces cada día en todo
el mundo, están sellando discretamente el destino de naciones enteras.
El aumento de personas que trabajan fuera de su país está transformando
el debate sobre la inmigración en los países industrializados
y obligando a los países pobres a aceptar la doble nacionalidad, que
ayuda a sus ciudadanos a encontrar mejores puestos de trabajo y enviar a casa
más dinero. Los políticos que buscan financiación para
sus campañas electorales deben escuchar más las necesidades de
los expatriados de sus países, cada vez más numerosos. Y los políticos
que pretenden cortar el flujo de dinero hacia grupos terroristas se están
esforzando por aprender a distinguir el buen dinero del malo en el oscuro sistema
de transferencias financieras que ha evitado que los habitantes de Estados en
bancarrota como Somalia sucumbieran por completo. Como sucede con otros motores
de la integración mundial, las remesas suponen el doble desafío
de controlar los grandes beneficios de las fuerzas informales y a la vez minimizar
los efectos indeseados.
CONECTADOS POR EL DINERO
La explicación más clara del crecimiento de las remesas en los
últimos años es el constante aumento de la emigración.
Naciones Unidas calcula que en 2000 unos 175 millones de personas vivían
fuera de su país de origen, frente a 154 millones en 1990. De ellos,
el 60% reside en regiones desarrolladas. En EE UU, donde casi la mitad de la
población extranjera lleva en el país 10 años o menos,
el número de inmigrantes ilegales pasó de 2,5 millones en 1989
a 8,5 millones en 2000. En 17 países europeos, la población extranjera
pasó de 15,8 millones en 1988 a 21,7 millones en 1998. Los trabajadores
extranjeros siguen siendo más del 50% de la mano de obra en los países
exportadores de petróleo del Golfo Pérsico.

Otra razón del crecimiento relativamente repentino de las remesas en
los 90 es que muchos países pobres, bajo los auspicios del FMI, relajaron
los controles sobre la compraventa de moneda extranjera. Esta política
redujo enormemente el mercado negro de divisas extranjeras y alivió las
restricciones a los bancos y otros intermediarios. Por consiguiente, el aumento
en las cifras oficiales de las remesas es un reflejo parcial del paso de canales
informales a canales formales.

Otro factor menos visible impulsa el aumento de las remesas: una infraestructura
pujante que ha facilitado el movimiento de dinero a través de las fronteras.
La manifestación más conocida es Western Union, una empresa estadounidense
cuyos ingresos anuales ascienden a unos 2.000 millones de dólares, que
permite enviar giros a cualquiera de sus sucursales. En 1996, la empresa disponía
de 35.000 agencias en todo el mundo, de las cuales sólo 10.000 estaban
fuera de Norteamérica. En 2002 los clientes ya podían enviar giros
a 151.000 sucursales, 95.000 de ellas situadas fuera de Norteamérica.

Las transferencias de dinero son caras. Enviar 200 dólares de EE UU a
Filipinas a través de una empresa como Western Union cuesta unos 17 dólares,
más gastos adicionales, y casi todos los bancos cobran tarifas similares.
Los altos costes de las remesas (alrededor del 12% de los 25.000 millones que
se calcula que se envían desde EE UU) y la promesa de grandes beneficios
han atraído a nuevos jugadores. Hace poco, el Consejo Mundial de Cooperativas
de Crédito, que representa a más de 40.000 entidades crediticias
regionales y nacionales, con miembros y afiliados en 79 países, puso
en marcha la Red Internacional de Remesas (Irnet), con el fin de facilitar las
transferencias desde EE UU. Irnet no cobra tasas y ofrece mejores tipos de cambio,
pero, por ahora, sólo presta servicio a sus miembros. El BID está
ayudando a crear una plataforma electrónica común en toda Latinoamérica
y el Caribe para realizar las transacciones entre los diversos intermediarios
que gestionan las remesas.


En la calle

A pesar del crecimiento de los mecanismos formales de transferencia como
Western Union y los cajeros automáticos, todavía circula
mucho dinero a través de cauces informales (a veces, clandestinos),
sin regulación del gobierno. Estos mecanismos –conocidos
con el nombre de Sistemas informales de transferencia de valores (SITV)–
datan de hace siglos, sobre todo en Asia. Entre ellos están los
hawala (Oriente Medio, Afganistán, Pakistán), hundi (India),
fei ch’ien (China), phoe kuan (Tailandia), hui (Vietnam) y los encomenderos
y el mercado negro de cambio de pesos (Suramérica). Estas redes,
basadas en tecnologías rudimentarias y baratas, pueden transferir
decenas de miles de millones de dólares anuales en todo el mundo
y ofrecen rapidez, facilidad de acceso, bajo coste y anonimato. Se calcula
que en el año 2000 se remitieron entre 200 y 500 millones de dólares
a Somalia a través de los SITV (frente a 60 millones de dólares
de la ayuda exterior). Para explicar el proceso brevemente, el remitente
entrega el dinero a un agente de SITV (normalmente, en un barrio étnico),
que da instrucciones, por fax o teléfono a su homólogo en
la región de destino, quien efectúa el pago en horas. Las
liquidaciones se hacen mediante una transferencia en la dirección
opuesta, mensajeros privados o giros. Otro modo de cuadrar las cuentas
es facturar por menos del valor real de mercancías enviadas al
extranjero que el receptor puede revender a un precio de mercado mayor.

Tras los atentados del 11-S en 2001, los gobiernos y los medios occidentales
calificaron estos mecanismos informales como redes siniestras de financiación
del terrorismo. Es cierto que, en ocasiones, estos servicios están
relacionados con actividades delictivas, entre ellas sobornos, tráfico
de drogas, evasión fiscal, contrabando de inmigrantes ilegales
y el mercado negro de órganos humanos. Sin embargo, como decía
en su conclusión un estudio del Ministerio de Justicia holandés,
"los SITV no están invadidos ni controlados por criminales,
(…) [muchos] recurren a los STIV para enviar dinero a sus familias porque
siguen tradiciones culturales o porque son más rápidos,
más baratos y más cómodos que ninguna otra alternativa".
¿Y qué hicieron los que perpetraron los atentados del 11-S?
Recibieron la mayoría de sus fondos a través de cauces normales,
como tarjetas de crédito, cajeros automáticos y giros telegráficos.
–D.K. y J.M.

También los grandes bancos comerciales persiguen el oro que representan
las remesas. Los de Portugal se adaptaron muy pronto, al ver, desde los 80,
las oportunidades de beneficiarse de las grandes cantidades de dinero que enviaban
los trabajadores portugueses en el extranjero. Abrieron sucursales en países
con mucha emigración portuguesa, como Francia; ofrecieron servicios de
transferencia gratuitos, y se encargaron de que las agencias locales entregaran
el dinero a los familiares en los lugares de origen. A finales de los años
90, los depósitos de los emigrantes eran alrededor del 20% del total
del sistema bancario portugués. Cuando los grandes bancos españoles
y estadounidenses empezaron a comprar bancos mexicanos observaron que podían
conseguir que los emigrantes se convirtieran en verdaderos clientes, lo que
causó una gran expansión de sucursales a ambos lados de la frontera
de México y EE UU. El negocio de las transferencias ya rinde dividendos.
En el Bank of America, el 33% de los clientes que enviaban remesas entre EE
UU y México ha abierto una cuenta.

Los nuevos productos bancarios basados en nuevas tecnologías también
han impulsado las remesas. Los bancos estadounidenses han empezado a dar a los
inmigrantes tarjetas de crédito para enviar dinero a sus familiares en
México, aunque no tengan una cuenta bancaria. Los inmigrantes pagan con
la tarjeta como si hicieran depósitos en una cuenta corriente. Luego,
sus familias pueden sacar el dinero en los cajeros automáticos o utilizar
la tarjeta en grandes superficies. Se prevé que los cajeros automáticos,
que en 2002 sólo obtuvieron un diminuto 0,2% del mercado de las remesas,
se hagan con el 11% de aquí a 2006. La competencia de estos servicios
ha hecho descender los costes de los giros bancarios a menos de la mitad en
los últimos años.

Una consecuencia a largo plazo imprevista es el fortalecimiento de la débil
red de sucursales bancarias en México. Sólo uno de cada cinco
mexicanos posee una cuenta bancaria, y gran parte de la región central
del país –la que más trabajadores envía a EE UU–
carece de sucursales. La falta de crédito formal en México ha
perjudicado especialmente a las microempresas de las ciudades pequeñas,
que no han podido financiar sus actividades a traves de los bancos. El desarrollo
de una red fuerte de sucursales en zonas donde hasta ahora casi no había,
construida sobre una sólida base de remesas, puede llegar a producir
un resultado institucional muy positivo.

Foto en la que personas queman una pancarta.
El poder de los emigrantes: activistas
filipinos exigen a sus emigrantes que dejen de enviar remesas a casa, en
protesta contra el presidente Estrada en 2000.

 

ECONOMÍA ASCENDENTE
La ayuda exterior a los países en desarrollo se transmite a través
de organismos burocráticos y organizaciones no gubernamentales, mientras
que las remesas de dinero de los emigrantes van directamente a sus hogares.
Después de cubrir necesidades básicas como el vestido, los alimentos
y la asistencia sanitaria, ese dinero se dedica, muchas veces, a comprar tierras,
herramientas agrícolas y ganado, o incluso a pagar los gastos de viaje
para que otro miembro más de la familia vaya a trabajar al extranjero.

Últimamente, los inmigrantes han empezado a reunir sus remesas de dinero
y emplearlas en fines de uso público. En todo EE UU, durante los últimos
10 años, los mexicanos han creado asociaciones con arreglo a sus lugares
de origen para financiar proyectos de obras públicas y pequeñas
empresas en esas ciudades. El Gobierno mexicano concede subvenciones equivalentes
para completar los envíos. No está claro hasta qué punto
estas iniciativas crean puestos de trabajo y hacen menos necesario emigrar.
Tal vez, el mayor beneficio es que esas asociaciones permiten a los inmigrantes
conservar los lazos con sus ciudades natales, una relación que es cada
vez más importante a medida que nacen las segundas y terceras generaciones
de las familias. Sin ese vínculo, los hijos de los trabajadores emigrados,
que han crecido con privaciones y han visto cómo sus padres enviaban
parte de sus salarios al extranjero, podrían verse menos inclinados a
compartir sus ganancias.

Los tipos de comunidades que reciben las remesas de dinero pueden variar de
un país a otro. En México y Centroamérica, suelen ir a
parar a hogares pobres en el medio rural. En otros países, como Filipinas,
Vietnam y Pakistán, las más beneficiadas son familias relativamente
más acomodadas. En parte, esta diferencia es producto de la geografía.
Las regiones que limitan con países ricos (por ejemplo, Centroamérica,
que está cerca de EE UU, y el norte de África, que está
cerca de Europa occidental) tienen más emigrantes pobres, porque los
gastos de viaje son mucho menores. Las familias pobres que viven en el África
subsahariana tienen menos opciones, porque los países vecinos padecen
seguramente las mismas luchas civiles y problemas económicos que el suyo.
Un puesto de trabajo con un sueldo decente en el extranjero puede ser una inversión
muy buena. En Somalia, un billete de avión y un visado para ir a trabajar
al Golfo Pérsico cuesta unos 3.000 dólares. Si el destino es Europa
o Norteamérica, el precio puede llegar a 5.000.

Las remesas de dinero de los emigrantes
están sacando a comunidades y, en algunos casos,
a países enteros de la pobreza

El número de hogares acomodados que envían a alguno de sus miembros
al extranjero se refleja en el nivel educativo de los emigrantes. El 80% de
los emigrantes indios mayores de 25 años que viven en países industrializados
tiene un título universitario, frente al 2,5% de ese grupo de edad en
India. Ahora bien, tener un título superior no garantiza un empleo mejor
remunerado. En Hong Kong, el 61% de los trabajadores filipinos tiene el título
de bachillerato y casi el 32% un título universitario, pero más
del 94% desempeña trabajos mal pagados, como limpiar casas.

El predominio de personas con estudios entre los emigrantes despierta la preocupación
de que los países en vías de desarrollo estén renunciando
a su capital humano más valioso a cambio de los envíos de dinero.
Pero no se trata de un verdadero quid pro quo. La fuga de cerebros que sí
tiene consecuencias negativas para los países en vías de desarrollo
es la emigración de quienes ocupan el peldaño profesional más
alto; no los que tienen un título de bachillerato o universidad, sino
los ingenieros, médicos y profesores que tienen una importancia fundamental
para la construcción de las instituciones. Este grupo ocupa el 10% superior
de renta en los países pobres y, cuando emigran, en general, sus familias
no necesitan que les envíen dinero.

Lo más importante es que las remesas ayudan a sacar a comunidades y,
a veces, a países enteros de la pobreza. Las remesas no se suman automáticamente
a los recursos presupuestarios de un gobierno, pero elevan el nivel de ahorro
y el acceso a las divisas. En República Dominicana, a finales de los
años 90, el gran volumen de remesas no sólo contribuyó
al rápido crecimiento económico del país –el más
alto de la región–, sino que ayudó a reducir la pobreza
crónica.

En tiempos de crisis económica, las remesas son una red de protección
para el consumo privado. A finales de los años 90, cuando Ecuador experimentó
la peor crisis financiera del siglo, más de 250.000 personas abandonaron
el país. Las remesas de dinero pasaron de 643 millones de dólares
en 1997 a más de 1.400 millones de dólares en 2001, hasta representar
el 10% del PIB. En Armenia, las remesas ayudaron a amortiguar la contundente
crisis (el PIB per cápita cayó de 1.590 dólares en 1990
a 173 dólares en 1994) sufrida tras la desintegración de la Unión
Soviética y el bloqueo generado por el conflicto con Azerbaiyán
por el territorio en disputa de Nagorno-Karabaj. Muchos armenios con preparación
emigraron a Rusia y, al cabo de unos años, la población obtenía
tantos ingresos de sus envíos como de los sueldos de sus trabajos legítimos
en el país. Del mismo modo, Cuba tuvo que emprender medidas para atraer
las remesas –por ejemplo, legalizó la posesión de dólares–
cuando los precios mundiales del azúcar cayeron y Moscú interrumpió
la ayuda económica tras la desaparición de la Unión Soviética.
En 1995, coincidiendo con una grave crisis de divisas, durante la que las ayudas
e inversiones extranjeras en la isla fueron sólo de 100 millones de dólares
y las exportaciones sólo de 1.100 millones de dólares, las remesas
sumaron unos 530 millones de dólares, frente a los 50 millones de 1990.
Esto tuvo una consecuencia imprevista: el aumento de las disparidades en un
sistema que basa su legitimidad en su firme compromiso con la igualdad. Las
remesas tienen un claro sesgo racial: la diáspora es esencialmente blanca;
la mayoría de la población de la isla es negra.

 

LA DIPLOMACIA DEL DÓLAR
El viejo axioma político de “seguir la pista del dinero”
ha adquirido un significado nuevo desde que los salarios viajan de un extremo
del mundo a otro. Desde Rusia hasta India, los rendimientos de las remesas han
hecho que los políticos modifiquen sus actitudes frente a los emigrados
y pasen de un olvido benévolo a una búsqueda activa del voto.
Los candidatos presidenciales de República Dominicana (donde las remesas
representan alrededor del 10% del PIB) han hecho campaña entre las comunidades
de expatriados en Estados Unidos. Los emigrantes de El Salvador, Guatemala y
Nicaragua pueden llegar a decidir el resultado de las próximas elecciones
centroamericanas, pues tienden a financiar campañas de políticos
moderados y no las de personas como el sandinista Daniel Ortega, ex candidato
a la presidencia de Nicaragua.

También se está extendiendo en los países en vías
de desarrollo la doble nacionalidad. En Filipinas –donde un abrumador
20% del electorado vive en el extranjero y envía a casa unos 6.400 millones
de dólares al año–, los legisladores han aprobado un nuevo
proyecto de ley que concedería a los emigrantes nacionalizados en el
extranjero el derecho a votar en las próximas elecciones nacionales.
Uno de los patrocinadores del proyecto considera que es un instrumento para
la reforma política, porque a los que trabajan en el extranjero “no
pueden comprarlos, intimidarlos ni engañarlos los políticos sin
escrúpulos”. Colombia permite incluso que haya un representante
elegido de los emigrantes en el Congreso.

En los países que reciben a los expatriados, las remesas han alterado
las políticas de inmigración. Hace poco, el Gobierno mexicano
empezó a distribuir un documento de identidad llamado matrícula
consular a los emigrantes en EE UU, independientemente de su situación
legal. Varios bancos en EE UU aceptan ya esas tarjetas para abrir cuentas. Aunque
las matrículas no legalizan a los extranjeros sin papeles, sí
sirven para integrarlos en la sociedad estadounidense. Más de 800 departamentos
de policía y 400 ciudades aceptan la tarjeta como documento de identidad
válido, y 13 Estados la consideran documentación suficiente para
obtener el carnet de conducir.

Los envíos de dinero de los emigrantes influyen también en la
política internacional. La aparición de “comunidades de
remesas de dinero” crea unas relaciones simbióticas entre los países
de origen y de destino, a veces con consecuencias desagradables. Después
de la Guerra del Golfo de 1991, los países de la zona expulsaron a los
trabajadores de Jordania y Yemen, sobre todo los palestinos, por su apoyo al
presidente iraquí Sadam Hussein. La resistencia de India a apoyar un
ataque dirigido por Washington contra Irak en 2003 se debió, en parte,
a las remesas de dinero. “Nuestro interés concreto en la crisis
actual se deriva de la presencia de millones de expatriados de nuestro país
que viven y trabajan en la región del Golfo”, reconoció,
el pasado febrero, el embajador indio ante la ONU. Ante la grave contracción
económica producida durante la crisis financiera asiática, Malaisia
y Tailandia expulsaron a los trabajadores indonesios, un hecho que exacerbó
los problemas económicos de Indonesia y aumentó las tensiones
políticas entre los miembros de la Asociación de Naciones del
Sureste Asiático.

El control de las remesas como instrumento de guerra ha quedado muy claro en
el conflicto entre Israel y Palestina. En el año 2000, Israel redujo
drásticamente la concesión de permisos de trabajo a los palestinos
por motivos de seguridad y, para sustituirles, importó a unos 250.000
trabajadores extranjeros, sobre todo de Asia oriental y África. Los palestinos
de Gaza y Cisjordania se encontraron con que su PIB per cápita cayó
un 30% entre 2001 y 2002. Por el contrario, las salidas de dinero de Israel
se triplicaron en los 90, hasta casi 3.000 millones de dólares en 2001.

La dinámica de los flujos de dinero cambió por completo después
de los atentados del 11-S. Para Pakistán, un país atrapado en
el torbellino, y en el que las remesas habían ascendido a mil millones
de dólares en 2000, el cambio supuso una bendición económica.
Muchos paquistaníes con ahorros en cuentas en el exterior repatriaron
su dinero, por miedo a salir mal parados en las investigaciones estadounidenses
sobre la financiación de los terroristas; en 2002, las remesas que entraron
en Pakistán sobrepasaron los 3.000 millones de dólares. Sin embargo,
el 11-S tuvo consecuencias desastrosas para Somalia, que dependía cada
vez más de las remesas desde que el país cayó en la anarquía
tras la apresurada salida de las fuerzas de pacificación en 1994. A falta
de un gobierno central y un sistema de banca privada reconocido, los envíos
estaban controlados por una sola empresa, calificada por EE UU como “la
intendencia del terror” y cerrada en 2001, aunque, posteriormente, las
pruebas resultaron poco sólidas. Las remesas de dinero representaban
en Somalia entre el 25% y el 40% del PIB nacional, por lo que las repercusiones
en una economía tan pobre fueron terribles.

Como enseña el caso de Somalia, para la población de Estados en
bancarrota como Congo y Afganistán, y para pueblos sin Estado (palestinos,
kurdos y Eritrea y Timor Oriental antes de la independencia), las remesas del
extranjero son el oxígeno esencial, no sólo para la supervivencia
de los familiares y el consumo doméstico, sino también para financiar
causas políticas. En otros lugares, como Armenia y Croacia, las remesas
han sufragado un nacionalismo a larga distancia que ha respaldado regímenes
autoritarios y ha dificultado los esfuerzos para solucionar conflictos regionales.
Lo habitual ha sido que el dinero lo enviaran los expatriados desde países
industrializados, ya fueran estadounidenses de origen irlandés que hacían
donaciones al IRA o esrilanquenses de Canadá que enviaban dinero al Eelam,
el Ejército de Liberación de los Tigres de Tamil.

 


¿DEVOLVER AL REMITENTE?

Las remesas están transformando calladamente el mundo, en general para
mejorarlo. Sin embargo, corren el peligro de convertirse en víctimas
de la guerra contra el terrorismo. Al imponer sanciones generalizadas contra
gobiernos e intermediarios financieros sospechosos de financiar grupos como
Al Qaeda, Washington y el Grupo de Acción Financiera contra el Blanqueo
de Dinero, con sede en París, están privando de ese dinero a los
países que más lo necesitan. Y, dentro de la labor de vigilancia
de las transacciones sospechosas, los países occidentales están
obligando a las instituciones que realizan transferencias de dinero a otros
países a instalar nuevas y costosas tecnologías que unos Estados
arruinados no pueden permitirse. En vez de utilizar unos instrumentos tan burdos,
la comunidad internacional debería construir, bajo los auspicios de una
organización multilateral del tipo del Programa de Naciones Unidas para
el Desarrollo, una estructura financiera que abarate los costes del envío
de dinero e incremente la transparencia, con el fin de tranquilizar a los gobiernos
inquietos. Probablemente, esta iniciativa costaría mucho menos que vigilar
las transferencias monetarias, y también ahorraría dinero al compensar
la necesidad de enviar ayuda exterior de carácter oficial.

Los países en vías de desarrollo pueden poner su granito de arena
para sacar el máximo provecho de las remesas. Pueden regular más
la actividad de los intermediarios en el mercado de trabajo –por ejemplo,
los contratistas que reclutan agricultores–, para garantizar a los trabajadores
inmigrantes los salarios y las demás formas de compensación que
les corresponden. Ahora bien, los gobiernos no deben intentar aumentar las remesas
de dinero con incentivos como la exención de impuestos; tales políticas
fomentan inevitablemente la evasión fiscal, ya que los residentes sacan
dinero del país y lo vuelven a introducir disfrazado de remesas. Por
el contrario, los países pueden obtener más rendimiento de las
remesas si estimulan un entorno económico favorable, que anime a las
familias a canalizar ese dinero hacia inversiones productivas, y no el mero
consumo esencial. Promover una mayor competencia en el sector financiero y garantizar
una mayor penetración de las instituciones financieras formales, especialmente
los bancos, en zonas con alto grado de emigración, puede ser la mejor
forma de afianzar los efectos en la producción a largo plazo de las remesas
de dinero.

En definitiva, para que las remesas se conviertan en el principal mecanismo
de envío de dinero a los países pobres, las naciones industrializadas
tendrán que adoptar políticas de inmigración más
liberales. Sin embargo, los gobiernos de los países ricos, que ya sufren
una reacción interna contra los emigrantes, a los que se acusa de robar
puestos de trabajo y rebajar los salarios, no parecen muy dispuestos a emprender
una iniciativa tan audaz. Después de los atentados terroristas del 11-S,
las autoridades de EE UU informaron al Gobierno mexicano de que no era probable
que las leyes de inmigración fueran a cambiar a corto plazo. Los defensores
de unas políticas de inmigración más razonables –que
afirman, desde hace mucho, que los trabajadores extranjeros no debilitan la
productividad, sino que la refuerzan– incluyen ahora las remesas entre
sus temas de negociación, e intentan explicar que la autorización
para que más inmigrantes envíen dinero a sus países es
una causa moral similar a la condonación de la deuda. Hay que reconocerles
el mérito de que se esfuerzan por dar un rostro humano a la pobreza en
los países en vías de desarrollo, pese a que los países
industrializados se sienten más cómodos, muchas veces, con programas
de reducción de la pobreza que mantengan esos rostros humanos alejados.

El artículo se basa en la monografía
de los autores Sharing the Spoils: International Human Capital Flows
and Developing Countries, de próxima publicación (Center
for Global Development, Washington, 2004).Para obtener más información sobre los flujos internacionales
de inmigrantes, ver ‘International Migration: Facing the Challenge’
(Population Bulletin, vol. 57, nº 1, marzo, 2002) y Trends
in International Migration (OCDE, Washington, febrero, 2003), disponible
en inglés en la página web de la OCDE (www.oecd.org).
Sobre flujos migratorios en Latinoamérica, ver ‘Localización
y migración internacional: la experiencia latinoamericana’,
de Andrés Solimano, en Revista de la CEPAL (agosto, 2003)
y el informe Migraciones y desplazamientos de población expuesto
en la XVI Conferencia Interparlamentaria Unión Europea/América
Latina por el eurodiputado Fernando Fernández Martín
(abril, 2003).

Sobre las tendencias en la circulación de las remesas de
divisas que salen de Estados Unidos, especialmente hacia Latinoamérica,
ver los estudios de Fomin (Fondo Multilateral de Inversiones, rama
del Banco Interamericano de Desarrollo dedicada al sector privado)
y Diálogo Interamericano, Worker Remittances in an International
Scope (Manuel Orozco, Diálogo Interamericano, Washington,
2003) y Receptores de remesas en Ecuador (Bemdixen & Associates,
Miami, 2003). Sobre las remesas que envían desde España
los inmigrantes latinoamericanos, ver el estudio Las remesas de
emigrantes entre España y Latinoamérica. Resumen ejecutivo,
realizado por la Confederación Española de Cajas de
Ahorro (CECA) y financiado por el BID (noviembre de 2002). Susan
Eckstein estudia las remesas de dinero enviadas a Cuba en Diasporas
and Dollars: Transnational Ties and the Transformation of Cuba (Instituto
de Tecnología de Massachusetts, documento de trabajo de Rosemarie
Rogers nº 6, 2003).

El informe elaborado en 2003 por Nikos Passas Hawala and Other
Informal Value Tranfer Systems: How to Regulate Them? está
disponible en la página web del Departamento de Estado de
EE UU. Cindy Horst y Nick Van Hear estudian el efecto de la lucha
antiterrorista sobre los flujos de remesas en ‘Counting the
Cost: Refugees, Remittances, and the War Against Terrorism’ (Forced
Migration Review, nº 14, julio, 2002).

 

 

Salvados por las remesas

Cada día, los emigrantes que trabajan en los países
ricos envían dinero a sus familias en los países en desarrollo.
Son sólo unos cientos de dólares aquí y allí. Pero
en el año 2002 esas remesas sumaron 80.000 millones de dólares,
una cantidad que supera la de la ayuda exterior y una de las mayores fuentes
de divisas para los países pobres. Desde que comenzó su espectacular
crecimiento en los 90, este flujo de dinero está sacando a países
de la pobreza, creando nuevos cauces financieros y transformando la política
internacional.
Devesh
Kapur y John McHale

Cuál es la fuente de dinero más fiable para los países
pobres? ¿Cuál es la principal fuente de capital extranjero para
las pequeñas empresas familiares en el mundo en vías de desarrollo?
¿Cómo se las arregla para sobrevivir la mayor parte de la gente
en países destruidos como Afganistán, Haití, Liberia y
Somalia? ¿Cuál es el factor común que ha financiado conflictos
internos en escenarios tan distintos como Irlanda del Norte, Sri Lanka y Ruanda?
¿Cómo es posible que países tan débiles económicamente
como Armenia y Eritrea mantengan políticas exteriores beligerantes y
desastrosos conflictos fronterizos?

Foto en la que un cajero de banco entrega dólares a cliente

La respuesta a estas preguntas está en las remesas, el dinero que ganan
los emigrantes trabajando en el extranjero y que envían a las familias
que han dejado atrás, en su país. “Leche materna para las
naciones pobres”, así definió el fenómeno un periódico
asiático. Y no es una exageración. A medida que, en las dos últimas
décadas, las naciones han abierto más sus fronteras a los trabajadores
extranjeros, las remesas enviadas a los países en desarrollo pasaron
de 17.700 millones de dólares (unos 15.000 millones de euros) en 1980
a 30.600 millones de dólares en 1990 y casi 80.000 millones en 2002.
Son ya una importante fuente de divisas para los países pobres. En 2001
sumaron el doble de la ayuda exterior y 10 veces más que las transferencias
de capital privado neto (el balance final después de deducir los gastos
financieros como la repatriación de beneficios y el pago de intereses).
Los principales beneficiarios son los países de rentas medias a bajas
(con un PIB entre 736 dólares y 2.935 dólares per cápita),
que reciben casi la mitad de todas las remesas mundiales.

Las remesas se han convertido en la última cause célèbre
entre los gobiernos, fundaciones e instituciones multilaterales. El Banco Interamericano
de Desarrollo (BID) ha patrocinado un estudio sobre estrategias que faciliten
a los trabajadores residentes en Estados Unidos el envío de sus salarios
a Latinoamérica y el Caribe, donde las remesas, sólo en 2002,
ascendieron a 32.000 millones de dólares (20 veces el volumen de la ayuda
exterior estadounidense para la región). El organismo de ayuda al desarrollo
de EE UU (USAID) ha invertido 500.000 dólares en un programa similar
para los 20 millones de trabajadores mexicanos que en 2002 enviaron casi 10.000
millones de dólares a su país de origen, el doble del valor de
las exportaciones agrarias anuales de México y un tercio más que
los ingresos mexicanos por turismo.

Los gobiernos de los países pobres también están haciendo
lo posible para mantener las entradas de dinero. En Pakistán, el Gobierno
reveló en julio un plan para exportar otros 200.000 trabajadores. “Esta
‘exportación’ de mano de obra ayudaría a 200.000 familias
del mismo modo que la construcción de cuatro presas y dos carreteras
daría trabajo y respiro a 500.000 familias”, observó su
ministro de Trabajo.

A los gobiernos y organizaciones multilaterales no les entusiasma sólo
el volumen de dinero: las remesas son la fuente más estable de flujos
financieros. A diferencia de la ayuda exterior, éstas no están
sujetas a los caprichos de los gobiernos donantes ni a las duras condiciones
de las instituciones multilaterales de préstamo. Y, al contrario que
las inversiones o los préstamos extranjeros, no dependen del comportamiento
gregario de los inversores privados y los gestores de dinero. Durante las crisis
económicas, cuando más necesitan el dinero, los países
en vías de desarrollo no pueden confiar en los países ricos ni
en los mercados financieros, sino en millones de emigrantes de clase obrera
y sin poder. En términos financieros, las remesas son un regalo. Mientras
que otras fuentes de capital tienen un coste para el receptor –pagos de
intereses en los préstamos, repatriación de beneficios en las
inversiones–, las remesas no exigen honorarios.

En los grupos dedicados a políticas de desarrollo estas remesas son bien
acogidas. Se ajustan a una visión comunitaria, propia de la tercera vía
–ni el socialismo ineficaz ni el capitalismo salvaje–, y ejemplifican
el principio de la autosuficiencia. El dinero que envían los emigrantes
no sólo ayuda a sus familias, sino también a la economía
nacional. De esa forma, son los inmigrantes –y no los gobiernos–
los principales proveedores de ayuda exterior. En el país de acogida
las remesas no suponen una costosa burocracia oficial y en el país receptor
se reduce el riesgo de que funcionarios corruptos desvíen el dinero.

En un primer nivel, las remesas de dinero sirven para ayudar a cada familia:
200 dólares al mes pueden suponer la diferencia entre vivir en la pobreza
más abyecta y tener para comer. En un plano más general, esas
pequeñas transacciones, repetidas miles de veces cada día en todo
el mundo, están sellando discretamente el destino de naciones enteras.
El aumento de personas que trabajan fuera de su país está transformando
el debate sobre la inmigración en los países industrializados
y obligando a los países pobres a aceptar la doble nacionalidad, que
ayuda a sus ciudadanos a encontrar mejores puestos de trabajo y enviar a casa
más dinero. Los políticos que buscan financiación para
sus campañas electorales deben escuchar más las necesidades de
los expatriados de sus países, cada vez más numerosos. Y los políticos
que pretenden cortar el flujo de dinero hacia grupos terroristas se están
esforzando por aprender a distinguir el buen dinero del malo en el oscuro sistema
de transferencias financieras que ha evitado que los habitantes de Estados en
bancarrota como Somalia sucumbieran por completo. Como sucede con otros motores
de la integración mundial, las remesas suponen el doble desafío
de controlar los grandes beneficios de las fuerzas informales y a la vez minimizar
los efectos indeseados.

CONECTADOS POR EL DINERO
La explicación más clara del crecimiento de las remesas en los
últimos años es el constante aumento de la emigración.
Naciones Unidas calcula que en 2000 unos 175 millones de personas vivían
fuera de su país de origen, frente a 154 millones en 1990. De ellos,
el 60% reside en regiones desarrolladas. En EE UU, donde casi la mitad de la
población extranjera lleva en el país 10 años o menos,
el número de inmigrantes ilegales pasó de 2,5 millones en 1989
a 8,5 millones en 2000. En 17 países europeos, la población extranjera
pasó de 15,8 millones en 1988 a 21,7 millones en 1998. Los trabajadores
extranjeros siguen siendo más del 50% de la mano de obra en los países
exportadores de petróleo del Golfo Pérsico.

Otra razón del crecimiento relativamente repentino de las remesas en
los 90 es que muchos países pobres, bajo los auspicios del FMI, relajaron
los controles sobre la compraventa de moneda extranjera. Esta política
redujo enormemente el mercado negro de divisas extranjeras y alivió las
restricciones a los bancos y otros intermediarios. Por consiguiente, el aumento
en las cifras oficiales de las remesas es un reflejo parcial del paso de canales
informales a canales formales.

Otro factor menos visible impulsa el aumento de las remesas: una infraestructura
pujante que ha facilitado el movimiento de dinero a través de las fronteras.
La manifestación más conocida es Western Union, una empresa estadounidense
cuyos ingresos anuales ascienden a unos 2.000 millones de dólares, que
permite enviar giros a cualquiera de sus sucursales. En 1996, la empresa disponía
de 35.000 agencias en todo el mundo, de las cuales sólo 10.000 estaban
fuera de Norteamérica. En 2002 los clientes ya podían enviar giros
a 151.000 sucursales, 95.000 de ellas situadas fuera de Norteamérica.

Las transferencias de dinero son caras. Enviar 200 dólares de EE UU a
Filipinas a través de una empresa como Western Union cuesta unos 17 dólares,
más gastos adicionales, y casi todos los bancos cobran tarifas similares.
Los altos costes de las remesas (alrededor del 12% de los 25.000 millones que
se calcula que se envían desde EE UU) y la promesa de grandes beneficios
han atraído a nuevos jugadores. Hace poco, el Consejo Mundial de Cooperativas
de Crédito, que representa a más de 40.000 entidades crediticias
regionales y nacionales, con miembros y afiliados en 79 países, puso
en marcha la Red Internacional de Remesas (Irnet), con el fin de facilitar las
transferencias desde EE UU. Irnet no cobra tasas y ofrece mejores tipos de cambio,
pero, por ahora, sólo presta servicio a sus miembros. El BID está
ayudando a crear una plataforma electrónica común en toda Latinoamérica
y el Caribe para realizar las transacciones entre los diversos intermediarios
que gestionan las remesas.


En la calle.

A pesar del crecimiento de los mecanismos formales de transferencia como
Western Union y los cajeros automáticos, todavía circula
mucho dinero a través de cauces informales (a veces, clandestinos),
sin regulación del gobierno. Estos mecanismos –conocidos
con el nombre de Sistemas informales de transferencia de valores (SITV)–
datan de hace siglos, sobre todo en Asia. Entre ellos están los
hawala (Oriente Medio, Afganistán, Pakistán), hundi (India),
fei ch’ien (China), phoe kuan (Tailandia), hui (Vietnam) y los encomenderos
y el mercado negro de cambio de pesos (Suramérica). Estas redes,
basadas en tecnologías rudimentarias y baratas, pueden transferir
decenas de miles de millones de dólares anuales en todo el mundo
y ofrecen rapidez, facilidad de acceso, bajo coste y anonimato. Se calcula
que en el año 2000 se remitieron entre 200 y 500 millones de dólares
a Somalia a través de los SITV (frente a 60 millones de dólares
de la ayuda exterior). Para explicar el proceso brevemente, el remitente
entrega el dinero a un agente de SITV (normalmente, en un barrio étnico),
que da instrucciones, por fax o teléfono a su homólogo en
la región de destino, quien efectúa el pago en horas. Las
liquidaciones se hacen mediante una transferencia en la dirección
opuesta, mensajeros privados o giros. Otro modo de cuadrar las cuentas
es facturar por menos del valor real de mercancías enviadas al
extranjero que el receptor puede revender a un precio de mercado mayor.

Tras los atentados del 11-S en 2001, los gobiernos y los medios occidentales
calificaron estos mecanismos informales como redes siniestras de financiación
del terrorismo. Es cierto que, en ocasiones, estos servicios están
relacionados con actividades delictivas, entre ellas sobornos, tráfico
de drogas, evasión fiscal, contrabando de inmigrantes ilegales
y el mercado negro de órganos humanos. Sin embargo, como decía
en su conclusión un estudio del Ministerio de Justicia holandés,
"los SITV no están invadidos ni controlados por criminales,
(…) [muchos] recurren a los STIV para enviar dinero a sus familias porque
siguen tradiciones culturales o porque son más rápidos,
más baratos y más cómodos que ninguna otra alternativa".
¿Y qué hicieron los que perpetraron los atentados del 11-S?
Recibieron la mayoría de sus fondos a través de cauces normales,
como tarjetas de crédito, cajeros automáticos y giros telegráficos.
–D.K. y J.M.

También los grandes bancos comerciales persiguen el oro que representan
las remesas. Los de Portugal se adaptaron muy pronto, al ver, desde los 80,
las oportunidades de beneficiarse de las grandes cantidades de dinero que enviaban
los trabajadores portugueses en el extranjero. Abrieron sucursales en países
con mucha emigración portuguesa, como Francia; ofrecieron servicios de
transferencia gratuitos, y se encargaron de que las agencias locales entregaran
el dinero a los familiares en los lugares de origen. A finales de los años
90, los depósitos de los emigrantes eran alrededor del 20% del total
del sistema bancario portugués. Cuando los grandes bancos españoles
y estadounidenses empezaron a comprar bancos mexicanos observaron que podían
conseguir que los emigrantes se convirtieran en verdaderos clientes, lo que
causó una gran expansión de sucursales a ambos lados de la frontera
de México y EE UU. El negocio de las transferencias ya rinde dividendos.
En el Bank of America, el 33% de los clientes que enviaban remesas entre EE
UU y México ha abierto una cuenta.

Los nuevos productos bancarios basados en nuevas tecnologías también
han impulsado las remesas. Los bancos estadounidenses han empezado a dar a los
inmigrantes tarjetas de crédito para enviar dinero a sus familiares en
México, aunque no tengan una cuenta bancaria. Los inmigrantes pagan con
la tarjeta como si hicieran depósitos en una cuenta corriente. Luego,
sus familias pueden sacar el dinero en los cajeros automáticos o utilizar
la tarjeta en grandes superficies. Se prevé que los cajeros automáticos,
que en 2002 sólo obtuvieron un diminuto 0,2% del mercado de las remesas,
se hagan con el 11% de aquí a 2006. La competencia de estos servicios
ha hecho descender los costes de los giros bancarios a menos de la mitad en
los últimos años.

Una consecuencia a largo plazo imprevista es el fortalecimiento de la débil
red de sucursales bancarias en México. Sólo uno de cada cinco
mexicanos posee una cuenta bancaria, y gran parte de la región central
del país –la que más trabajadores envía a EE UU–
carece de sucursales. La falta de crédito formal en México ha
perjudicado especialmente a las microempresas de las ciudades pequeñas,
que no han podido financiar sus actividades a traves de los bancos. El desarrollo
de una red fuerte de sucursales en zonas donde hasta ahora casi no había,
construida sobre una sólida base de remesas, puede llegar a producir
un resultado institucional muy positivo.

Foto en la que personas queman una pancarta.
El poder de los emigrantes: activistas
filipinos exigen a sus emigrantes que dejen de enviar remesas a casa, en
protesta contra el presidente Estrada en 2000.

ECONOMÍA ASCENDENTE
La ayuda exterior a los países en desarrollo se transmite a través
de organismos burocráticos y organizaciones no gubernamentales, mientras
que las remesas de dinero de los emigrantes van directamente a sus hogares.
Después de cubrir necesidades básicas como el vestido, los alimentos
y la asistencia sanitaria, ese dinero se dedica, muchas veces, a comprar tierras,
herramientas agrícolas y ganado, o incluso a pagar los gastos de viaje
para que otro miembro más de la familia vaya a trabajar al extranjero.

Últimamente, los inmigrantes han empezado a reunir sus remesas de dinero
y emplearlas en fines de uso público. En todo EE UU, durante los últimos
10 años, los mexicanos han creado asociaciones con arreglo a sus lugares
de origen para financiar proyectos de obras públicas y pequeñas
empresas en esas ciudades. El Gobierno mexicano concede subvenciones equivalentes
para completar los envíos. No está claro hasta qué punto
estas iniciativas crean puestos de trabajo y hacen menos necesario emigrar.
Tal vez, el mayor beneficio es que esas asociaciones permiten a los inmigrantes
conservar los lazos con sus ciudades natales, una relación que es cada
vez más importante a medida que nacen las segundas y terceras generaciones
de las familias. Sin ese vínculo, los hijos de los trabajadores emigrados,
que han crecido con privaciones y han visto cómo sus padres enviaban
parte de sus salarios al extranjero, podrían verse menos inclinados a
compartir sus ganancias.

Los tipos de comunidades que reciben las remesas de dinero pueden variar de
un país a otro. En México y Centroamérica, suelen ir a
parar a hogares pobres en el medio rural. En otros países, como Filipinas,
Vietnam y Pakistán, las más beneficiadas son familias relativamente
más acomodadas. En parte, esta diferencia es producto de la geografía.
Las regiones que limitan con países ricos (por ejemplo, Centroamérica,
que está cerca de EE UU, y el norte de África, que está
cerca de Europa occidental) tienen más emigrantes pobres, porque los
gastos de viaje son mucho menores. Las familias pobres que viven en el África
subsahariana tienen menos opciones, porque los países vecinos padecen
seguramente las mismas luchas civiles y problemas económicos que el suyo.
Un puesto de trabajo con un sueldo decente en el extranjero puede ser una inversión
muy buena. En Somalia, un billete de avión y un visado para ir a trabajar
al Golfo Pérsico cuesta unos 3.000 dólares. Si el destino es Europa
o Norteamérica, el precio puede llegar a 5.000.

Las remesas de dinero de los emigrantes
están sacando a comunidades y, en algunos casos,
a países enteros de la pobreza

El número de hogares acomodados que envían a alguno de sus miembros
al extranjero se refleja en el nivel educativo de los emigrantes. El 80% de
los emigrantes indios mayores de 25 años que viven en países industrializados
tiene un título universitario, frente al 2,5% de ese grupo de edad en
India. Ahora bien, tener un título superior no garantiza un empleo mejor
remunerado. En Hong Kong, el 61% de los trabajadores filipinos tiene el título
de bachillerato y casi el 32% un título universitario, pero más
del 94% desempeña trabajos mal pagados, como limpiar casas.

El predominio de personas con estudios entre los emigrantes despierta la preocupación
de que los países en vías de desarrollo estén renunciando
a su capital humano más valioso a cambio de los envíos de dinero.
Pero no se trata de un verdadero quid pro quo. La fuga de cerebros que sí
tiene consecuencias negativas para los países en vías de desarrollo
es la emigración de quienes ocupan el peldaño profesional más
alto; no los que tienen un título de bachillerato o universidad, sino
los ingenieros, médicos y profesores que tienen una importancia fundamental
para la construcción de las instituciones. Este grupo ocupa el 10% superior
de renta en los países pobres y, cuando emigran, en general, sus familias
no necesitan que les envíen dinero.

Lo más importante es que las remesas ayudan a sacar a comunidades y,
a veces, a países enteros de la pobreza. Las remesas no se suman automáticamente
a los recursos presupuestarios de un gobierno, pero elevan el nivel de ahorro
y el acceso a las divisas. En República Dominicana, a finales de los
años 90, el gran volumen de remesas no sólo contribuyó
al rápido crecimiento económico del país –el más
alto de la región–, sino que ayudó a reducir la pobreza
crónica.

En tiempos de crisis económica, las remesas son una red de protección
para el consumo privado. A finales de los años 90, cuando Ecuador experimentó
la peor crisis financiera del siglo, más de 250.000 personas abandonaron
el país. Las remesas de dinero pasaron de 643 millones de dólares
en 1997 a más de 1.400 millones de dólares en 2001, hasta representar
el 10% del PIB. En Armenia, las remesas ayudaron a amortiguar la contundente
crisis (el PIB per cápita cayó de 1.590 dólares en 1990
a 173 dólares en 1994) sufrida tras la desintegración de la Unión
Soviética y el bloqueo generado por el conflicto con Azerbaiyán
por el territorio en disputa de Nagorno-Karabaj. Muchos armenios con preparación
emigraron a Rusia y, al cabo de unos años, la población obtenía
tantos ingresos de sus envíos como de los sueldos de sus trabajos legítimos
en el país. Del mismo modo, Cuba tuvo que emprender medidas para atraer
las remesas –por ejemplo, legalizó la posesión de dólares–
cuando los precios mundiales del azúcar cayeron y Moscú interrumpió
la ayuda económica tras la desaparición de la Unión Soviética.
En 1995, coincidiendo con una grave crisis de divisas, durante la que las ayudas
e inversiones extranjeras en la isla fueron sólo de 100 millones de dólares
y las exportaciones sólo de 1.100 millones de dólares, las remesas
sumaron unos 530 millones de dólares, frente a los 50 millones de 1990.
Esto tuvo una consecuencia imprevista: el aumento de las disparidades en un
sistema que basa su legitimidad en su firme compromiso con la igualdad. Las
remesas tienen un claro sesgo racial: la diáspora es esencialmente blanca;
la mayoría de la población de la isla es negra.

LA DIPLOMACIA DEL DOLAR
El viejo axioma político de “seguir la pista del dinero”
ha adquirido un significado nuevo desde que los salarios viajan de un extremo
del mundo a otro. Desde Rusia hasta India, los rendimientos de las remesas han
hecho que los políticos modifiquen sus actitudes frente a los emigrados
y pasen de un olvido benévolo a una búsqueda activa del voto.
Los candidatos presidenciales de República Dominicana (donde las remesas
representan alrededor del 10% del PIB) han hecho campaña entre las comunidades
de expatriados en Estados Unidos. Los emigrantes de El Salvador, Guatemala y
Nicaragua pueden llegar a decidir el resultado de las próximas elecciones
centroamericanas, pues tienden a financiar campañas de políticos
moderados y no las de personas como el sandinista Daniel Ortega, ex candidato
a la presidencia de Nicaragua.

También se está extendiendo en los países en vías
de desarrollo la doble nacionalidad. En Filipinas –donde un abrumador
20% del electorado vive en el extranjero y envía a casa unos 6.400 millones
de dólares al año–, los legisladores han aprobado un nuevo
proyecto de ley que concedería a los emigrantes nacionalizados en el
extranjero el derecho a votar en las próximas elecciones nacionales.
Uno de los patrocinadores del proyecto considera que es un instrumento para
la reforma política, porque a los que trabajan en el extranjero “no
pueden comprarlos, intimidarlos ni engañarlos los políticos sin
escrúpulos”. Colombia permite incluso que haya un representante
elegido de los emigrantes en el Congreso.

En los países que reciben a los expatriados, las remesas han alterado
las políticas de inmigración. Hace poco, el Gobierno mexicano
empezó a distribuir un documento de identidad llamado matrícula
consular a los emigrantes en EE UU, independientemente de su situación
legal. Varios bancos en EE UU aceptan ya esas tarjetas para abrir cuentas. Aunque
las matrículas no legalizan a los extranjeros sin papeles, sí
sirven para integrarlos en la sociedad estadounidense. Más de 800 departamentos
de policía y 400 ciudades aceptan la tarjeta como documento de identidad
válido, y 13 Estados la consideran documentación suficiente para
obtener el carnet de conducir.

Los envíos de dinero de los emigrantes influyen también en la
política internacional. La aparición de “comunidades de
remesas de dinero” crea unas relaciones simbióticas entre los países
de origen y de destino, a veces con consecuencias desagradables. Después
de la Guerra del Golfo de 1991, los países de la zona expulsaron a los
trabajadores de Jordania y Yemen, sobre todo los palestinos, por su apoyo al
presidente iraquí Sadam Hussein. La resistencia de India a apoyar un
ataque dirigido por Washington contra Irak en 2003 se debió, en parte,
a las remesas de dinero. “Nuestro interés concreto en la crisis
actual se deriva de la presencia de millones de expatriados de nuestro país
que viven y trabajan en la región del Golfo”, reconoció,
el pasado febrero, el embajador indio ante la ONU. Ante la grave contracción
económica producida durante la crisis financiera asiática, Malaisia
y Tailandia expulsaron a los trabajadores indonesios, un hecho que exacerbó
los problemas económicos de Indonesia y aumentó las tensiones
políticas entre los miembros de la Asociación de Naciones del
Sureste Asiático.

El control de las remesas como instrumento de guerra ha quedado muy claro en
el conflicto entre Israel y Palestina. En el año 2000, Israel redujo
drásticamente la concesión de permisos de trabajo a los palestinos
por motivos de seguridad y, para sustituirles, importó a unos 250.000
trabajadores extranjeros, sobre todo de Asia oriental y África. Los palestinos
de Gaza y Cisjordania se encontraron con que su PIB per cápita cayó
un 30% entre 2001 y 2002. Por el contrario, las salidas de dinero de Israel
se triplicaron en los 90, hasta casi 3.000 millones de dólares en 2001.

La dinámica de los flujos de dinero cambió por completo después
de los atentados del 11-S. Para Pakistán, un país atrapado en
el torbellino, y en el que las remesas habían ascendido a mil millones
de dólares en 2000, el cambio supuso una bendición económica.
Muchos paquistaníes con ahorros en cuentas en el exterior repatriaron
su dinero, por miedo a salir mal parados en las investigaciones estadounidenses
sobre la financiación de los terroristas; en 2002, las remesas que entraron
en Pakistán sobrepasaron los 3.000 millones de dólares. Sin embargo,
el 11-S tuvo consecuencias desastrosas para Somalia, que dependía cada
vez más de las remesas desde que el país cayó en la anarquía
tras la apresurada salida de las fuerzas de pacificación en 1994. A falta
de un gobierno central y un sistema de banca privada reconocido, los envíos
estaban controlados por una sola empresa, calificada por EE UU como “la
intendencia del terror” y cerrada en 2001, aunque, posteriormente, las
pruebas resultaron poco sólidas. Las remesas de dinero representaban
en Somalia entre el 25% y el 40% del PIB nacional, por lo que las repercusiones
en una economía tan pobre fueron terribles.

Como enseña el caso de Somalia, para la población de Estados en
bancarrota como Congo y Afganistán, y para pueblos sin Estado (palestinos,
kurdos y Eritrea y Timor Oriental antes de la independencia), las remesas del
extranjero son el oxígeno esencial, no sólo para la supervivencia
de los familiares y el consumo doméstico, sino también para financiar
causas políticas. En otros lugares, como Armenia y Croacia, las remesas
han sufragado un nacionalismo a larga distancia que ha respaldado regímenes
autoritarios y ha dificultado los esfuerzos para solucionar conflictos regionales.
Lo habitual ha sido que el dinero lo enviaran los expatriados desde países
industrializados, ya fueran estadounidenses de origen irlandés que hacían
donaciones al IRA o esrilanquenses de Canadá que enviaban dinero al Eelam,
el Ejército de Liberación de los Tigres de Tamil.


¿DEVOLVER AL REMITENTE?

Las remesas están transformando calladamente el mundo, en general para
mejorarlo. Sin embargo, corren el peligro de convertirse en víctimas
de la guerra contra el terrorismo. Al imponer sanciones generalizadas contra
gobiernos e intermediarios financieros sospechosos de financiar grupos como
Al Qaeda, Washington y el Grupo de Acción Financiera contra el Blanqueo
de Dinero, con sede en París, están privando de ese dinero a los
países que más lo necesitan. Y, dentro de la labor de vigilancia
de las transacciones sospechosas, los países occidentales están
obligando a las instituciones que realizan transferencias de dinero a otros
países a instalar nuevas y costosas tecnologías que unos Estados
arruinados no pueden permitirse. En vez de utilizar unos instrumentos tan burdos,
la comunidad internacional debería construir, bajo los auspicios de una
organización multilateral del tipo del Programa de Naciones Unidas para
el Desarrollo, una estructura financiera que abarate los costes del envío
de dinero e incremente la transparencia, con el fin de tranquilizar a los gobiernos
inquietos. Probablemente, esta iniciativa costaría mucho menos que vigilar
las transferencias monetarias, y también ahorraría dinero al compensar
la necesidad de enviar ayuda exterior de carácter oficial.

Los países en vías de desarrollo pueden poner su granito de arena
para sacar el máximo provecho de las remesas. Pueden regular más
la actividad de los intermediarios en el mercado de trabajo –por ejemplo,
los contratistas que reclutan agricultores–, para garantizar a los trabajadores
inmigrantes los salarios y las demás formas de compensación que
les corresponden. Ahora bien, los gobiernos no deben intentar aumentar las remesas
de dinero con incentivos como la exención de impuestos; tales políticas
fomentan inevitablemente la evasión fiscal, ya que los residentes sacan
dinero del país y lo vuelven a introducir disfrazado de remesas. Por
el contrario, los países pueden obtener más rendimiento de las
remesas si estimulan un entorno económico favorable, que anime a las
familias a canalizar ese dinero hacia inversiones productivas, y no el mero
consumo esencial. Promover una mayor competencia en el sector financiero y garantizar
una mayor penetración de las instituciones financieras formales, especialmente
los bancos, en zonas con alto grado de emigración, puede ser la mejor
forma de afianzar los efectos en la producción a largo plazo de las remesas
de dinero.

En definitiva, para que las remesas se conviertan en el principal mecanismo
de envío de dinero a los países pobres, las naciones industrializadas
tendrán que adoptar políticas de inmigración más
liberales. Sin embargo, los gobiernos de los países ricos, que ya sufren
una reacción interna contra los emigrantes, a los que se acusa de robar
puestos de trabajo y rebajar los salarios, no parecen muy dispuestos a emprender
una iniciativa tan audaz. Después de los atentados terroristas del 11-S,
las autoridades de EE UU informaron al Gobierno mexicano de que no era probable
que las leyes de inmigración fueran a cambiar a corto plazo. Los defensores
de unas políticas de inmigración más razonables –que
afirman, desde hace mucho, que los trabajadores extranjeros no debilitan la
productividad, sino que la refuerzan– incluyen ahora las remesas entre
sus temas de negociación, e intentan explicar que la autorización
para que más inmigrantes envíen dinero a sus países es
una causa moral similar a la condonación de la deuda. Hay que reconocerles
el mérito de que se esfuerzan por dar un rostro humano a la pobreza en
los países en vías de desarrollo, pese a que los países
industrializados se sienten más cómodos, muchas veces, con programas
de reducción de la pobreza que mantengan esos rostros humanos alejados.

El artículo se basa en la monografía
de los autores Sharing the Spoils: International Human Capital Flows
and Developing Countries, de próxima publicación (Center
for Global Development, Washington, 2004).Para obtener más información sobre los flujos internacionales
de inmigrantes, ver ‘International Migration: Facing the Challenge’
(Population Bulletin, vol. 57, nº 1, marzo, 2002) y Trends
in International Migration (OCDE, Washington, febrero, 2003), disponible
en inglés en la página web de la OCDE (www.oecd.org).
Sobre flujos migratorios en Latinoamérica, ver ‘Localización
y migración internacional: la experiencia latinoamericana’,
de Andrés Solimano, en Revista de la CEPAL (agosto, 2003)
y el informe Migraciones y desplazamientos de población expuesto
en la XVI Conferencia Interparlamentaria Unión Europea/América
Latina por el eurodiputado Fernando Fernández Martín
(abril, 2003).

Sobre las tendencias en la circulación de las remesas de
divisas que salen de Estados Unidos, especialmente hacia Latinoamérica,
ver los estudios de Fomin (Fondo Multilateral de Inversiones, rama
del Banco Interamericano de Desarrollo dedicada al sector privado)
y Diálogo Interamericano, Worker Remittances in an International
Scope (Manuel Orozco, Diálogo Interamericano, Washington,
2003) y Receptores de remesas en Ecuador (Bemdixen & Associates,
Miami, 2003). Sobre las remesas que envían desde España
los inmigrantes latinoamericanos, ver el estudio Las remesas de
emigrantes entre España y Latinoamérica. Resumen ejecutivo,
realizado por la Confederación Española de Cajas de
Ahorro (CECA) y financiado por el BID (noviembre de 2002). Susan
Eckstein estudia las remesas de dinero enviadas a Cuba en Diasporas
and Dollars: Transnational Ties and the Transformation of Cuba (Instituto
de Tecnología de Massachusetts, documento de trabajo de Rosemarie
Rogers nº 6, 2003).

El informe elaborado en 2003 por Nikos Passas Hawala and Other
Informal Value Tranfer Systems: How to Regulate Them? está
disponible en la página web del Departamento de Estado de
EE UU. Cindy Horst y Nick Van Hear estudian el efecto de la lucha
antiterrorista sobre los flujos de remesas en ‘Counting the
Cost: Refugees, Remittances, and the War Against Terrorism’ (Forced
Migration Review, nº 14, julio, 2002).

 

 

Devesh Kapur es profesor asociado
de la cátedra Frederick S. Danziger de Gobierno en la universidad de
Harvard, y miembro de número, no residente, del Center for Global Development.
John McHale es profesor asociado en la Queen’s School of Business en Ontario,
Canadá.