La privatización de las semillas avanza sobre América Latina. Compañías y campesinos enfrentados por su control.

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LUIS ACOSTA/AFP/Getty Images

El campo colombiano inició, recientemente, un paro masivo que pronto se ganó el apoyo de la opinión pública urbana. Una de sus reclamaciones era acabar con la Resolución 970, que obligaba a los campesinos a utilizar exclusivamente las semillas certificadas, esto es, las patentadas por las empresas del sector del agronegocio. Paralelamente, el documental 970, de Victoria Solano, denunciaba la injusticia cometida contra unos pequeños agricultores del departamento del Huila, en el interior del país, a quienes se requisaron 70 toneladas de semillas de arroz no certificadas. Los campesinos, algunos de ellos judicializados, reclaman que nadie les avisó de la norma. Muchos colombianos se enteraron a través de esa película de que, en Colombia, regalar o intercambiar semillas es un delito.

La ya famosa Resolución 970 -hoy suspendida debido a la presión social- es la reglamentación de una ley, aprobada en 2012, por la que Colombia suscribe el último acuerdo de la Unión para la Protección de Obtenciones Vegetales (UPOV). Las organizaciones sociales y campesinas aseguran que esta legislación llegó como imposición del Tratado de Libre Comercio (TLC) firmado con Estados Unidos, pero las autoridades del Instituto Colombiano de Agricultura (ICA) han tachado de “tendenciosa” esa información.

La UPOV es una organización internacional con sede en Ginebra que asume como misión “proporcionar y fomentar un sistema eficaz para la protección de las variedades vegetales, con miras al desarrollo de nuevas variedades vegetales para beneficio de la sociedad”. El esfuerzo de esta entidad se ha encaminado en este medio siglo a salvaguardar los derechos de propiedad intelectual sobre las llamadas obtenciones vegetales -esto es, las semillas- a través de un sistema de registro similar a las patentes. La UPOV ha impulsado tres acuerdos desde su creación de 1961, pero es la versión de 1991 -que han aprobado ya los países de la Unión Europea- la más restrictiva en este sentido.

Los movimientos sociales y campesinos de América Latina, muchos de ellos englobados bajo el paraguas internacional de la vía campesina, cuestionan el avance en la región de normativas que limitan el libre acceso a las semillas, obligando a los productores a comprarlas en el mercado formal. Brasil y Paraguay ya han adoptado legislaciones que obligan a los agricultores a pagar regalías a las empresas por el uso de sus semillas; en Argentina y Chile, sendos proyectos de ley se encuentran en trámite parlamentario. En Chile, como en Colombia, la aprobación del UPOV 91 fue una condición del TLC firmado con Estados Unidos. Gracias a la movilización social, los trámites están parados y 21 de los 38 senadores chilenos se han comprometido a no aprobar la ley que, aunque todavía desconocida, es profundamente impopular por los desequilibrios que crea entre los derechos de los agricultores y los de los llamados obtentores. Algo muy similar ocurre en Argentina, donde la Campaña NO a la Privatización de las Semillas ha reunido más de diez mil firmas contra la llamada Ley Monsanto, que se encuentra también en trámite parlamentario.

Propiedad intelectual

El argumento principal de los defensores de este tipo de leyes -como la Asociación de Semilleros de Argentina, ASA– es que el mundo requiere innovaciones tecnológicas que garanticen un mayor rendimiento por hectárea de los cultivos, para satisfacer una demanda creciente de alimentos. Las empresas consideran sustancial una normativa que controle el mercado de semillas a fin de garantizar la recuperación de las inversiones por parte de las compañías. Similares argumentos arguyen los gobiernos: los avances tecnológicos redundan en el bien común y para ello es necesario respectar la propiedad intelectual: “Lo lógico es que todo el desarrollo que hacen tanto el Estado como empresas privadas tengan un respaldo en el resguardo de esa propiedad intelectual”, en palabras del ministro de Agricultura argentino, Norberto Yauhar.

El problema es qué derechos se están salvaguardando en detrimento de cuáles no. El artículo primero del Convenio UPOV 91 define como obtentor a quien descubra una nueva variedad vegetal, esto es, una nueva semilla. Pero los pequeños agricultores llevan siglos, milenios seleccionando semillas; es ese saber ancestral el que ha garantizado la diversidad, calidad y resistencia frente a las plagas de las semillas actuales. Para la ley, sin embargo, nueva es cualquier especie que no se haya registrado hasta la fecha. Camila Montecinos, de la organización Grain, concluye que “registrar (una variedad) como propia equivale a un robo, a la apropiación de una obra ajena”; o, en palabras del investigador Juan Fal, “la privatización de un patrimonio colectivo”.

Según las leyes en trámite en Argentina y Chile, una empresa o bien puede registrar una variedad ya existente -pero no inscrita en el registro-; o bien hacer una ligera mejora a esa semilla para poder registrarla. El activista Esteban Bruna, miembro de la Red Semillas Libres de Chile, señala que otro defecto de la ley es que se habla de estabilidad, novedad y homogeneidad como requisito para el registro de nuevas variedades, pero no se plantean criterios de calidad. Nada asegura en la normativa que se vaya a velar por la selección de las semillas más apropiadas para la alimentación humana.

Amenazas sobre la vida

El mercado global de semillas implica además un peligro para la biodiversidad, pese a las advertencias de la FAO: aunque las sociedades humanas conocen 10.000 especies vegetales para producir alimentos, en la actualidad apenas doce cultivos proporcionan el 80% de la energía alimentaria; el 60% procede exclusivamente del trigo, el arroz, el maíz y las patatas. La pérdida de biodiversidad no implica sólo una pérdida de riqueza nutritiva, gastronómica y cultural, sino también un grave riesgo sobre la seguridad alimentaria. “La biodiversidad es un seguro frente al cambio climático, en un contexto de incertidumbre en que no podemos saber qué especies reaccionarán peor o mejor en un futuro”, explica Esteban Bruna.

A esto se añaden los riesgos sobre la salud y el medio ambiente que implican los agrotóxicos utilizados en los pesticidas que las multinacionales venden en un paquete junto a sus semillas. Es el caso de la célebre soja Roundoup Ready, resistente al glifosato, que avanza sobre los campos de Argentina, Paraguay, Brasil y Bolivia. Un juicio pionero sentó en el banquillo en 2012 a los responsables de las fumigaciones, tras la intensa movilización de las Madres de Ituzaingó, un barrio de la periferia de Córdoba (Argentina) que experimentó un aumento de los casos de cáncer y malformaciones genéticas atribuido al glifosato.

“Queremos libertad para decidir qué producimos y qué queremos comer”, defiende la Asociación para el Desarrollo Campesino (ADC) de Pasto (Colombia). Porque quien tenga el control de las semillas, controlará la alimentación y, en definitiva, la vida humana. Los riesgos se tornan amenazas mientras se consolida el oligopolio: según un reciente estudio del Grupo ETC, seis firmas transnacionales (Monsanto, DuPont, Syngenta, Bayer, Dow y BASF) controlan el 60% del mercado comercial de semillas y el 100% de las semillas transgénicas; ostentan además el 76% de las ventas globales de agroquímicos y el 75% de toda la investigación del sector privado sobre la agricultura. Son empresas que ya venden sus semillas al doble o el triple del precio de las variedades tradicionales, por lo que los agricultores anticipan un incremento generalizado en el precio de los alimentos.

En Chile, Colombia y Argentina aumenta la oposición contra un marco legal que se entiende como un intento de apropiación de un patrimonio colectivo y vital para la vida humana. “Tenemos que mirar hacia formas de vida que no se basen exclusivamente en la maximización de la ganancia a cualquier precio”, dicen las Madres de Ituzaingó. Seguramente, un importante paso adelante será comprender que la vida -el agua, las semillas- no tienen un precio en dólares.

 

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