Mientras el mundo busca con urgencia un sustitutivo del petróleo, las otras fuentes de energía, como los biocombustibles, la energía solar y la nuclear, pueden parecer la solución mágica. No lo son.

 

“Necesitamos hacer todo lo posible para fomentar la energía alternativa”

No exactamente. Está claro que los combustibles fósiles están deteriorando el clima y que la situación actual es insostenible. Existe un amplio consenso científico de que el mundo debe reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en más de un 25% de aquí a 2020, y en un 80% de aquí a 2050. Aunque el planeta no dependiera de ello, si nos librásemos de nuestra adicción al petróleo y el carbón, reduciríamos la dependencia mundial de los matones del crudo y la vulnerabilidad ante las subidas de los precios energéticos.

Pero, aunque el mundo debe hacer todo lo que sea sensato para fomentar la energía alternativa, no tiene sentido hacer todo lo posible. Existen presiones financieras, políticas y técnicas, además de limitaciones temporales, que obligarán a tomar decisiones difíciles; las soluciones tendrán que lograr las mayores reducciones de emisiones con el mínimo gasto en el menor tiempo. Los coches de hidrógeno, la fusión fría y otras tecnologías que son pura especulación pueden parecer soluciones fantásticas, pero quizá desviarían valiosos recursos de ideas que ya son posibles y rentables. Está bien que alguien haga funcionar su coche con restos de una liposucción, pero eso no significa que haya que subvencionarle.

La gente puede no estar de acuerdo en si los gobiernos deben tratar de escoger con qué soluciones energéticas quedarse. ¿Pero por qué no estar de acuerdo, al menos, en que los gobiernos no deben quedarse con las peores? Por desgracia, eso es exactamente lo que está sucediendo. El mundo está apresurándose a promover fuentes alternativas de energía que en realidad van a acelerar el calentamiento global.

Todavía podemos escoger un camino verdaderamente alternativo. Pero más vale que nos demos prisa.

 

 

 

“Los combustibles renovables son la cura para nuestra adicción al petróleo”

Por desgracia, no. Los combustibles renovables suenan estupendos en teoría, y los representantes de los lobbies agrarios han convencido a los países europeos y a Estados Unidos de que lleven a cabo políticas ambiciosas para promover alternativas de origen agrícola a la gasolina. Sin embargo, hasta ahora, las curas –principalmente el etanol derivado del maíz en EE UU y el biogasóleo de aceites vegetales en Europa– han sido mucho peor que la enfermedad.

Antes, los investigadores estaban de acuerdo en que los combustibles de origen agrícola reducirían las emisiones, pero cometían un error básico. Atribuían a las cosechas para combustible la cualidad de absorber el carbono durante su crecimiento, pero nunca se les ocurrió que podían desplazar otra vegetación que absorbía aún más. Era como si creyeran que los biocombustibles iban a crecer en explanadas de aparcamientos. Como es natural, no ha sido así. Indonesia destruyó tanta proporción de sus bosques para cultivar aceite de palma destinado al biogasóleo europeo, que ocupa el tercer lugar entre los principales emisores de carbono del mundo, en lugar del número 21.

En 2007, los científicos empezaron a tener en cuenta la deforestación y otros cambios del uso de la tierra producidos por los biocombustibles. Un estudio descubrió que harían falta más de 400 años de biocombustible para “recuperar el dinero” que suponía el carbono emitido directamente al limpiar la turba para el aceite de palma. El daño indirecto también puede ser devastador, porque, en un planeta hambriento, las cosechas alimenticias que se dedican a combustible acaban siendo sustituidas en otro lugar. Como ejemplo, los beneficios del etanol están haciendo que los cultivadores de soja en Estados Unidos se pasen al maíz, así que, para compensar esa deficiencia, los cultivadores de soja en Brasil están invadiendo tierras de pastos para el ganado y los rancheros están invadiendo la selva amazónica. Es simple cuestión de economía: las normativas aumentan la demanda de cereal, lo cual impulsa los precios, lo que hace que sea lucrativo destrozar la naturaleza.

La deforestación representa el 20% de las emisiones globales, de modo que, si el mundo no puede eliminar las emisiones de todas las demás fuentes, necesita retirarse de los bosques. Eso significa limitar la huella de la agricultura, un esfuerzo formidable teniendo en cuenta que la población mundial crece sin cesar, y una tarea imposible si vastas superficies de cultivo se transforman para producir pequeñas cantidades de combustible. Aunque EE UU dedicara toda su cosecha de cereal a la obtención de etanol, no serviría más que para sustituir la quinta parte del consumo de gasolina del país.

No se trata sólo de un desastre climático. El cereal necesario para llenar el depósito de un todoterreno con etanol podría alimentar a una persona hambrienta durante un año. Pese a ello, EE UU ha quintuplicado su producción de etanol en un decenio y tiene previsto volver a quintuplicarla en la próxima década. Eso significará más dinero para los cultivadores de cereal, que ya cuentan con buenas subvenciones, pero también más desnutrición, más deforestación y más emisiones. Los dirigentes europeos han prestado un poco más de atención a las alarmantes críticas contra los biocombustibles, pero tampoco se han mostrado muy inclinados a enfriar este sector, que representa 100.000 millones de dólares (unos 69.000 millones de euros) en todo el mundo.

 

“Si los biocombustibles de hoy no son la respuesta, los del mañana sí lo serán”

Es dudoso. Las últimas normas estadounidenses, que mantienen su apoyo al etanol procedente del maíz, incluyen nuevas directrices para desarrollar los biocombustibles de segunda generación, como el derivado de la hierba varilla. En teoría, serían menos destructivos que el etanol de maíz, que necesita tractores, fertilizantes a base de petróleo y destilerías que emiten carbono. Incluso el etanol de caña de azúcar –que proporciona ya la mitad del combustible para transporte de Brasil– es mucho más verde que el etanol de maíz. Pero estudios recientes sugieren que cualquier biocombustible que necesite una buena tierra agrícola seguiría siendo peor que la gasolina para el calentamiento global. Menos desastroso que el etanol de maíz, pero desastroso.

De vuelta al mundo teórico, los biocombustibles derivados de las algas, la basura, los residuos agrarios y otras fuentes podrían ser útiles porque no necesitan tierra, o al menos utilizan unas tierras degradadas sin especificar, pero siempre parecen faltar varios años para su desarrollo comercial a gran escala. Y algunos científicos siguen teniendo esperanzas de que, algún día, plantas de crecimiento rápido, como la hierba elefante, puedan ser utilizadas para convertir la luz solar en energía. Ahora bien, por ahora, las tierras de cultivo están muy bien para producir las materias que necesitamos para alimentarnos y almacenar el carbono que necesitamos para no morir, y no tan bien para generar combustible. De hecho, algunos nuevos estudios indican que, si queremos convertir la biomasa en energía, lo mejor es que la transformemos en electricidad.

Entonces, ¿qué debemos usar en nuestros coches y camiones? A corto plazo… gasolina. Sólo que debemos usar menos. En vez de directrices y subsidios al etanol, los gobiernos necesitan normativas que ayuden a los 1.000 millones de conductores de todo el mundo a gastar menos gasolina, además de subvenciones al transporte colectivo, los carriles-bici, las líneas de ferrocarril o el teletrabajo. Las autoridades deben fomentar un desarrollo denso en las zonas urbanas y limitar las políticas que propician la extensión en una gran área. Nada de esto es tan atractivo como inventar un nuevo combustible mágico, pero son cosas factibles, y reducirían las emisiones.

A medio plazo, el mundo necesita coches eléctricos recargables, pero harán falta decenios. La electricidad produce ya más emisiones incluso que el petróleo. De modo que necesitaremos también una respuesta a la adicción de la humanidad al carbón.

 

“La energía nuclear es el remedio para nuestra dependencia del carbón”

Ni hablar. La energía atómica no produce emisiones, de ahí que muchos políticos e incluso algunos ecologistas la defiendan como una alternativa limpia al carbón y al gas natural. En Estados Unidos –que obtiene ya casi el 20% de su electricidad de plantas nucleares–, se está pensando en construir nuevos reactores por primera vez desde la fusión accidental del Three Mile Island hace 30 años, a pesar de las preocupaciones mundiales por la proliferación nuclear, el temor a los accidentes o a los atentados terroristas y la falta de un lugar en el que eliminar los residuos radiactivos. Francia obtiene casi el 80% de su electricidad de las nucleares, y Rusia, India y China están preparándose para disfrutar de sus propios renacimientos nucleares.

Pero la energía nuclear no puede arreglar la crisis climática. En primer lugar, por motivos de tiempo: Occidente necesita recortar enormemente sus emisiones antes de 10 años, y el primer reactor nuevo en EE UU no estará listo hasta 2017. En otros países desarrollados, se ha hablado mucho de un renacimiento nuclear, pero se ha quedado sobre todo en palabras; no hay ningún país occidental que tenga más de una central
nuclear en construcción, y en las próximas décadas dejarán de funcionar decenas de las existentes, así que no es posible que la energía nuclear pueda hacer la menor mella en las emisiones de la electricidad antes de 2020.

Otro problema más grave es el coste. Se supone que las centrales nucleares son caras de construir pero baratas a la hora de funcionar. Por desgracia, resulta que son increíblemente caras de construir y su coste se ha cuadruplicado en menos de un decenio. El experto en energía Amory Lovins ha calculado que las nuevas centrales costarán casi el triple que la energía eólica, y eso fue antes de que los costes de construcción se disparasen por la crisis crediticia mundial, la atrofia de la mano de obra nuclear y las presiones de los proveedores simbolizadas en el monopolio mundial de la forja de acero para reactores, en manos de una compañía japonesa. Un nuevo reactor en Finlandia que debía ser el modelo de ese renacimiento mundial va muy atrasado y ha superado con creces el presupuesto previsto. Por eso se han aparcado hace poco los planes para construir nuevas plantas en Canadá y varios estados de Estados Unidos –donde Moody’s acaba de advertir a las compañías eléctricas que, si pretenden construir nuevos reactores, se arriesgan a ver rebajada su calificación–. Por esto las energías renovables atrajeron en 2007 71.000 millones de dólares (49.000 millones de euros) de capital privado en todo el mundo, mientras que las nucleares no atrajeron nada.

Ésa es asimismo la razón de que las compañías nucleares estadounidenses estén recurriendo a los políticos para incrementar sus garantías de préstamo, incentivos fiscales, subsidios y otras ventajas ofrecidas por el Gobierno con la nueva generosidad pública. No tiene mucho sentido construir reactores si no los paga algún otro; por eso los países que más presionan en favor de las centrales nucleares son aquellos en los que la energía se financia con fondos públicos. Dejémonos de tanto hablar de sanciones; si el mundo quiere verdaderamente perjudicar la economía iraní, quizá habría que dejar a los mulás que obtengan la energía nuclear.

Sí hay un argumento poderoso con el que cuentan los lobbies nucleares: si el carbón es demasiado sucio y las nucleares demasiado caras, ¿cómo vamos a obtener nuestro combustible? La energía eólica es estupenda, y cada vez se emplea más; el año pasado aportó casi la mitad de la electricidad nueva en EE UU y en 2007 amplió su capacidad mundial en un tercio. Sin embargo, después de haber multiplicado su potencia mundial por 10 en un decenio, todavía produce apenas el 2% de la electricidad del globo. La energía solar y la geotérmica también son tecnologías fantásticas e inagotables, pero siguen representando unas cantidades equivalentes a márgenes de error a escala mundial. El típico hogar estadounidense tiene 26 aparatos que se enchufan, y el resto del mundo está poniéndose rápidamente a su altura; el Departamento de Energía de dicho país calcula que el consumo mundial de electricidad aumentará un 77% de aquí a 2030. ¿Cómo podemos hacer frente a esa demanda sin un inmenso renacimiento nuclear?
No podemos. Así que tendremos que demostrar al Departamento de Energía que se equivoca.

 

“No existe una solución mágica a la crisis de la energía”

Probablemente no. Pero algunas soluciones son mucho mejores que otras; deberíamos intentarlas antes de comprometernos con las que son claramente inferiores. Y hay un recurso energético renovable que es el más limpio, el más barato y el más abundante de todos. No provoca la deforestación ni necesita unas medidas de seguridad complejas. No depende del tiempo, ni va a tardar años en construirse ni en llegar al mercado; está ya a disposición de todos. Se llama “eficacia energética”. Significa malgastar menos energía, o, para ser más exactos, usar menos energía para tener la cerveza igual de fría, la ducha igual de caliente y la fábrica igual de productiva. No se trata de dar lecciones de austeridad y de cambiar toda nuestra conducta para ahorrar energía.

La eficacia energética consiste en hacer lo mismo o más con menos; no requiere un gran esfuerzo ni un gran sacrificio. Y, sin embargo, su aplicación en los electrodomésticos, la iluminación, las fábricas, los edificios y los vehículos podría reducir entre un quinto y un tercio del consumo mundial de energía sin verdaderas privaciones.

La eficacia energética no es sexy, y la idea de que podemos usar menos energía sin muchos inconvenientes encaja mal en nuestra cultura actual. Pero la mejor forma de garantizar que las nuevas centrales eléctricas no nos arruinen, llenen de poder a los petrodictadores ni pongan en peligro el planeta es no construirlas. Los negavatios que ahorran las iniciativas de eficacia energética suelen costar entre 1 y 5 centavos por kilovatio/hora, en contraste con las proyecciones que hablan de entre 12 y 30 centavos por kilovatio/hora para las nuevas centrales nucleares. El motivo es que los seres humanos en general, y los estadounidenses en particular, malgastan volúmenes de energía asombrosos. Las centrales eléctricas norteamericanas derrochan suficiente energía como para abastecer a Japón, y los calentadores de agua, los motores industriales y los edificios estadounidenses son tan poco eficaces como los coches americanos. Se prevé que China construya más metros cuadrados de inmuebles en los próximos 15 años que Estados Unidos en toda su historia, y no dispone de códigos verdes de edificación ni de experiencia en construcción ecológica.

Sabemos que los mandatos sobre eficacia energética pueden lograr maravillas porque ya han reducido los niveles de consumo en EE UU, que han pasado de ser astronómicos a ser meramente elevados. Por ejemplo, gracias a las normas federales, los frigoríficos estadounidenses modernos emplean tres veces menos energía que los modelos de los 70.

Los mayores obstáculos para aplicar la eficacia energética son los incentivos perversos de las compañías eléctricas; ganan más dinero cuando venden más electricidad y tienen que construir nuevas plantas. Pero en California y en el noroeste de Estados Unidos se han desligado los beneficios de las compañías de las ventas de electricidad, de forma que las empresas pueden ayudar a sus clientes a ahorrar energía sin perjudicar a los accionistas. Como consecuencia, en esa parte del país, el uso de energía per cápita no ha crecido desde hace tres décadas, al tiempo que se disparaba un 50% en el resto del país.

 

“Necesitamos una revolución tecnológica para salvar el mundo”

Tal vez. A largo plazo, es difícil imaginar cómo, sin grandes avances, podemos reducir las emisiones en un 80% de aquí a 2050 mientras la población mundial aumenta y los países en vías de desarrollo se desarrollan. Por tanto, tiene sentido crear un programa Apolo de tecnologías limpias copiado del modelo del Proyecto Manhattan. Y necesitamos que el precio del carbono induzca a los innovadores a fomentar las actividades con bajas emisiones; el programa europeo de compra de derechos de emisión parece estar funcionando bien. En algún momento, cuando hayamos obtenido todos los negavatios y negabarriles posibles gracias a la eficacia energética, quizá necesitemos algo nuevo.

Ahora bien, ya disponemos de toda la tecnología que necesitamos para empezar a reducir las emisiones mediante la reducción del consumo. Sólo con que mantengamos la demanda de electricidad al mismo nivel que está ahora, podemos restar un megavatio alimentado por carbón cada vez que añadimos un megavatio alimentado por energía eólica. Y con una red más inteligente, códigos verdes de edificación y normas estrictas de eficacia energética podemos hacer algo más que mantenerla en el mismo nivel. Al Gore tiene un plan bastante convincente para lograr una energía sin emisiones antes de 2020; prevé una disminución del 28% en la demanda gracias a la eficacia energética y al incremento del suministro procedente de la energía eólica, la solar y la geotérmica. Pero ni siquiera tenemos que reducir nuestro uso de combustibles fósiles a cero. Sólo tenemos que usar menos.
Si a alguien se le ocurre una idea mejor de aquí a 2020, ¡estupendo! Por ahora, debemos centrarnos en las soluciones que nos proporcionen la mejor ratio entre dinero y emisiones.

 

“Al final, tendremos que cambiar de conducta para defender el planeta”

Probablemente. Hoy en día es políticamente incorrecto sugerir que, para defender el medio ambiente, haya que hacer el menor ajuste en nuestra forma de vida, pero dejémoslo claro: Jimmy Carter tenía razón. No pasa nada por bajar un poco la calefacción y ponerse un jersey. La eficacia energética es un fármaco milagroso, pero la conservación es todavía mejor; un Prius ahorra gasolina, pero aparcado en casa porque nos hemos ido en bici no gasta nada. Hasta las secadoras más eficaces gastan más que la cuerda de tender la ropa.

Hacer cosas con menos será un buen principio, pero, para reducir un 80% las emisiones, los países desarrollados tendrán que hacer menos cosas con menos. Quizá tengamos que desenchufar unos cuantos marcos digitales de fotos, hacer teleconferencias en vez de viajes de negocios y no emplear tanto el aire acondicionado. Si esa es una verdad incómoda, pues es menos incómoda que los billones de euros que cuestan los nuevos reactores, la dependencia perpetua de petroEstados hostiles o un planeta recalentado.

Al fin y al cabo, los países en vías de desarrollo tienen derecho a desarrollarse. Sus habitantes están, como es comprensible, deseosos de comer más carne, tener más coches y vivir en mejores casas. No parece justo que los países desarrollados digan: haced lo que decimos, no lo que hicimos nosotros. Pero si los países en vías de desarrollo siguen el mismo camino que los países desarrollados hacia la prosperidad, en la Tierra que compartimos no podrá haber sitio para todos. Así que no tenemos más remedio que cambiar nuestra conducta. Entonces, al menos, podremos decir: haced lo que hacemos ahora, no lo que hacíamos antes.