Favela de Vidigal (una de las más codiciadas) en Rio de Janeiro. (Antonio Scorza/AFP/GettyImages)
Favela de Vidigal (una de las más codiciadas) en Rio de Janeiro. (Antonio Scorza/AFP/GettyImages)

A pesar de las políticas de subsidios a la vivienda que inició el Gobierno brasileño en 2009, el país se encuentra entre el déficit habitacional, cerca de seis millones de casas, y la burbuja inmobiliaria. Los movimientos sociales por una vivienda digna denuncian que la especulación expulsa a las poblaciones pobres.

Las viviendas brasileñas son ya las más caras por metro cuadrado de toda América Latina y siguen registrando espectaculares aumentos de precio: en torno al 200% desde 2008. Según una investigación de la revista económica Exame, el precio promedio de los pisos nuevos aumentó un 25% sólo en 2011; en Ipanema, uno de los barrios más exclusivos de Rio de Janeiro, el incremento alcanzó el 35% y elevó el precio del metro cuadrado a los 6.400 euros. Y ese desarrollo inmobiliario no sólo afectó a grandes urbes como São Paulo y Rio, sino también a las ciudades del nordeste del país, como Fortaleza, Recife y Salvador de Bahia.

El riesgo a que explote la burbuja es ya una preocupación creciente en Brasil. En una reciente visita al país sudamericano, el premio Nobel de Economía, Robert Shiller, especialista en el tema, sugirió “cautela” frente al alza de los precios. Sin embargo, a diferencia de las burbujas inmobiliarias que registraron en la década pasada países como Estados Unidos, Reino Unido y España, la brasileña es de precios y no de crédito. Debido, tal vez, a las experiencias del pasado, el mercado crediticio brasileño ha sido mucho más prudente: en 2012, la proporción de crédito inmobiliario sobre el PIB no llegaba al 8%, frente al 76% que alcanzó en EE UU en 2011. Por su parte, la patronal del sector minimiza ese riesgo por la fortaleza del sistema financiero y por el hecho de que en torno al 74% de las financiaciones son para la adquisición de una primera vivienda. Aunque también muchos capitales extranjeros están llegando al país para comprar inmuebles con una finalidad meramente especulativa.

Lo que unos ven como un riesgo, para otros es una oportunidad. Las consultoras del sector proponen Brasil como una inversión segura, y señalan entre los incentivos la ausencia de trabas a los extranjeros para la compra de inmuebles, así como el pujante sector turístico. Claro que no son los extranjeros los principales compradores de casas en Brasil: de hecho, algunos estudios aseguran que la mitad de la demanda procede de la llamada “clase C” o “nueva clase media”, que ya supone poco más de la mitad de los 190 millones de brasileños. Aunque el propio término está en discusión: el economista Márcio Pochman, autor de El mito de la gran clase media, sostiene que esa clase C no es una nueva clase media sino una clase trabajadora con más capacidad de consumo, gracias a la combinación de las mejoras salariales, la valorización del real y el mayor acceso al crédito.

Sea como fuere, lo cierto es que millones de personas de esa emergente clase C pueden, por primera vez, comprar una vivienda. Y sin embargo, el déficit habitacional no cede: en 2012 alcanzó las 5.792.000 viviendas, según datos del Ministerio de Ciudades. El 90% de las familias que demandan una vivienda son de bajos ingresos.

Las políticas gubernamentales

Ante esa situación, el Gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva lanzó, en 2009, el programa Minha Casa, Minha Vida (Mi Casa, mi Vida), que fue continuado por su sucesora, Dilma Rousseff. Hasta el momento, en las dos fases del proyecto, se han entregado 1,7 millones de casas y otras tantas están en construcción, según datos oficiales, y la inversión estatal ronda los 220.000 millones de reales (unos 71.000 millones de euros). Rousseff ya ha anunciado una tercera etapa del programa, que supondría la construcción de otros tres millones de unidades habitacionales a partir de 2015. El Gobierno ofrece financiación a las familias con ingresos de hasta 5.000 reales al mes (alrededor de 1.600 euros) y las ayudas varían en función de la renta. Con este programa, la Administración intenta fomentar la compra de la primera vivienda de una franja de la población que, hasta ahora, alquilaba porque no le quedaba otra opción.

Sin embargo, después de casi dos millones de viviendas entregadas por el Estado, el déficit habitacional no ha disminuido en Brasil. Guilherme Boulos, coordinador nacional del Movimiento de Trabajadores Sin Techo (MTST), explica así esta aparente paradoja: “Minha Casa, Minha Vida se concibió, en el contexto de la crisis financiera de 2008, para resolver el problema de liquidez de las grandes constructoras y aumentar su lucro, y no para resolver el déficit habitacional”. Boulos añade que “el problema de la vivienda no se resuelve sólo haciendo casas: hay que cambiar la política urbana y atacar la dinámica de la segregación”. El MTST, como otros movimientos por la vivienda, aboga por una reforma urbana que recupere los espacios y los bienes públicos y que arrebate al capital privado la capacidad para planificar el desarrollo urbano. El Gobierno, por su parte, tiene otra visión del concepto de reforma urbana: la mejora de la movilidad con inversiones en transporte público y carreteras.

Pero, ¿cómo es posible que la construcción de nuevas viviendas no modifique el déficit habitacional? Una clave la dan las viviendas vacías, que superan en número ese déficit. La urbanista Raquel Rolnik, relatora de la ONU por el derecho a una Vivienda Adecuada, denunció recientemente esa realidad, después de la violenta expulsión, a manos de la policía militar, de un grupo de familias sin techo que pretendían ocupar un edificio en el centro de São Paulo. Rolnik asegura que el inmueble llevaba sin ser usado más de diez años y plantea que la legalidad debería poner límites al libre uso de la propiedad privada en sectores que, como la vivienda, atañen a un derecho humano básico, que constituye además “la puerta de entrada a los demás derechos”. De acuerdo con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), una de cada tres familias viven en residencias inadecuadas; y el problema no es exclusivo de Brasil, sino que atañe a toda América Latina.

Especulación en las favelas

La otra cara de la moneda de la burbuja inmobiliaria es la exclusión social: los más pobres son expulsados a áreas cada vez más alejadas del centro, donde hay menos infraestructuras y acceso a los servicios públicos. Un ejemplo esclarecedor es el de la favela de Vidigal, situada en la codiciada zona sur de Rio de Janeiro, a pocos metros del barrio más caro de la ciudad, Leblon. La mayoría de los 10.000 habitantes de la favela cobran en torno al salario mínimo (712 reales mensuales, el equivalente a 235 euros), mientras que el precio de un apartamento en el barrio ronda ya los 500 reales (162 euros). El aumento de los precios ha obligado ya a muchos vecinos a abandonar el barrio y buscar cobijo en favelas de otras zonas de la ciudad, alejadas de las turísticas playas de Ipanema y Copacabana, sin las privilegiadas vistas de Vidigal.

Lo mismo ocurre con otras barriadas de la zona sur, como Santa Marta. No por casualidad, son las favelas de esa área las que han sido pacificadas, esto es, donde las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) expulsaron a las fuerzas del narcotráfico. Para el diputado carioca Marcelo Freixo, veterano activista por los derechos humanos, “las UPP no se emplean para seguir una política de seguridad, sino de viabilidad económica de un área escogida”, aquella que interesa al capital inmobiliario y financiero, y la misma zona que ha concentrado las inversiones del Mundial de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. Freixo cree que así se consolida “un modelo de sociedad dual, en virtual estado de apartheid”.

La situación no es mejor en São Paulo, la ciudad más poblada de Brasil y de toda Sudamérica. Allí, Guilherme Boulos explica que en los últimos tiempos se ha apreciado una oleada de ocupaciones de terrenos por parte de las familias sin techo como consecuencia del aumento desproporcionado del precio de los alquileres. No se trata ya de la clase C, sino de las clases más empobrecidas, llamadas D y E, que tienen cada vez más problemas para pagar un arriendo en una favela. Muchas familias se ven obligadas a iniciar nuevas ocupaciones de territorios cada vez más lejanos -las favelas se originan con la ocupación popular de un terriorio-, o bien quedan literalmente en la calle. Las comunidades de las favelas también han denunciado presiones para expulsarles de sus barrios.

Esas presiones adoptan, a veces, cauces violentos. Las asociaciones vecinales y los movimientos sociales han denunciado a lo largo de los últimos años la supuesta vinculación entre los intereses inmobiliarios y la proliferación de incendios en las barriadas pobres; el último de ellos afectó, el pasado 7 de septiembre, a 600 familias de la favela de Campo Belo, al sur de São Paulo. Se calcula que, en los últimos veinte años, se han registrado más de 1.200 fuegos en las favelas de esta ciudad, y que la mitad de ellos se concentró entre 2008 y 2012. Los movimientos sociales han mapeado estos incendios para mostrar que afectan mayoritariamente a las áreas mejor valorizadas de la ciudad.