Fuerzas leales al Gobierno apoyado por la ONU en Sirte, bastión de Daesh en Libia. (Mahmud Turkia/AFP/Getty Images)
Fuerzas leales al Gobierno apoyado por la ONU en Sirte, bastión de Daesh en Libia. (Mahmud Turkia/AFP/Getty Images)

EE UU ha abierto un nuevo frente contra Daesh en Libia. Sus ataques aéreos contra los yihadistas en apoyo del Gobierno de Unidad pueden acabar inclinando la balanza del lado de los grupos armados que están retomando el control.

Cuatro meses y medio después de la llegada del primer ministro, Fayez Serraj, a Libia, el país ha vuelto al punto cero: aún sin Ejército, sin dinero, rendido a la autoridad aleatoria de milicias por toda su geografía y sediento de un petróleo cuya producción no se reactiva. Ese ha sido el escenario elegido por el presidente estadounidense, Barack Obama, para enmendar el “mayor error” de sus ocho años de mandato, como él mismo definió en una entrevista al tortuoso proceso de construcción nacional tras el derrocamiento de Muamar Gadafi en 2011, intervención de la OTAN mediante.

El intento consiste en haber lanzado una campaña de ataques aéreos contra objetivos de Daesh en Sirte, convertida desde 2015 en bastión mediterráneo de los yihadistas. Los bombardeos “a petición del Gobierno de Unidad Nacional (GNA, en siglas en inglés)” han inaugurado el mes de agosto con una mezcla agridulce de recelos, bienvenida y críticas amargas ante la posibilidad de que EE UU esté metiendo la pata de nuevo y no sepa muy bien de lado de quién se coloca. Porque Libia se resquebraja otra vez, si es que llegaron a fundirse los pedazos que dejó el capítulo guerracivilista de 2014.

El país norafricano presenta un tercer frente de la guerra contra Daesh (tras Siria e Irak) dividido y anárquico, donde los títulos de “Unidad” o “Nacional” se los disputan aún varios jugadores. El discurso con el que Serraj anunciaba por televisión lo que en Sirte se veía como una columna de humo negro en el horizonte deja pistas de hasta qué punto el primer ministro designado, legitimado por el Consejo de la ONU y aún no ratificado en su puesto, se debe aún a unas fuerzas milicianas que escapan de su control.

Serraj solicitó el apoyo de EE UU “en respuesta al mando del centro de operaciones de Bonyan al Marsus (Estructura Sólida, nombre del operativo contra Daesh en Sirte)” y en nombre del Consejo Presidencial “como comandante supremo del Ejército libio”. El Pentágono traduciría las expresiones por el ya manido sintagma “fuerzas alineadas con el GNA”.

Otra entidad se disputa la corona del “Ejército libio”. La facción que lidera el general renegado Jalifa Haftar en el este del país (apoyado en el extremo occidental por milicias de Zintán y Washarfana) es leal, todavía y en exclusiva, a la Casa de Representantes con sede en Tobruk. Igual que establece la autoridad Ejecutiva del GNA de Serraj, el Acuerdo Político Libio (firmado en diciembre de 2015 tras más de un año de negociaciones mediadas por Naciones Unidas) reconoce el Parlamento en Tobruk como brazo legislativo.

Tobruk debe ratificar al GNA, según establece el pacto. Es un absurdo intentar contar siete meses después cuántas veces se ha anulado la votación por falta de quorum o simplemente se ha sacado del orden del día. El Consejo de Seguridad de la ONU utilizó en febrero una carta firmada por una mayoría de diputados como documento vinculante para saltarse el bloqueo.

La Casa de Representantes ha solicitado la comparecencia del embajador estadounidense por lo que considera una “violación del espacio aéreo” a petición de una institución (el GNA) “ilegítima e inconstitucional”. Es un juego de tira y afloja trasladado a un hipotético plano diplomático (todas las embajadas occidentales permanecen exiliadas en Túnez ante la falta de estabilidad en Libia). Unas semanas antes era Serraj quien llamaba al embajador francés para pedir explicaciones por la colaboración del Ejército galo con Haftar en Bengasi, ciudad destruida hasta los cimientos tras más de dos años de guerra.

Y si en los despachos se representa una política vodevilesca, sobre el terreno la situación no pinta más ordenada. La operación Bonyan al Marsus (Estructura Sólida) arrancó en mayo con el objetivo de presentar al mundo el primer esfuerzo militar unificado en torno al GNA. De sus éxitos (en tres semanas los combatientes ganaron a Daesh casi 100 kilómetros hasta el centro de Sirte, en su mayoría desérticos) debía desprenderse la capacidad del nuevo Ejecutivo para aglutinar una fuerza sobre la que refundar un Ejército nacional. Pero la empresa nació coja.

El pistoletazo de salida a la ofensiva en Sirte no fue tanto la iniciativa del GNA como la posibilidad de rentabilizar el cerco más o menos estrecho que han mantenido las fuerzas de Misrata desde que Daesh empezara a dictar sentencia antes incluso de izar la bandera negra.

Sirte es un asunto de Misrata, o así lo ven los ciudadanos de la plaza fuerte libia, que rivaliza con la capitalina Trípoli y con Bengasi, la ‘meca’ petrolífera. En enero de 2015 eran las brigadas de Misrata, integrantes de la alianza Fayer Libia (brazo miliciano del ‘segundo’ Gobierno libio, en Trípoli), las que se apostaban a las puertas de infraestructuras clave como la central eléctrica a las afueras o la base aérea de Ghardabiya. Dos meses después fueron los combatientes misratíes quienes emprendieron una avanzada unilateral contra los yihadistas ya instalados. Se acabaron retirando ante la falta de apoyo del Ejecutivo no reconocido por la comunidad internacional y dominado por los Hermanos Musulmanes.

Esas mismas unidades, integradas tanto por civiles sin entrenamiento militar como por soldados con mayor o menor experiencia en combate, son las que ahora se definen como “aliadas” del GNA. En el inicio de la intervención estadounidense tachan de “débil” a Serraj y su Gabinete.

La otra mandíbula de la pinza la conforma la Guardia de Instalaciones Petrolíferas (GIP), milicia comandada por Ibrahim Yadran y desplazada desde su base en Ras Lanuf, a otros 300 kilómetros más o menos de Sirte, pero hacia el este. De hecho, fue la incorporación del ‘Ejército’ de Yadran lo que selló la ofensiva, impidiendo la huida de los yihadistas hacia la cuenca petrolífera del Golfo de Bengasi.

Los términos de aquel acuerdo se han revelado hace pocos días, cuando se hacía público que el GNA aceptaba pagar a la milicia una cantidad aún no especificada en concepto de salarios atrasados para reabrir unas instalaciones petrolíferas de las que depende el grueso de la producción nacional. El grifo se cortó en 2013, cuando el mismo Yadran impuso un bloqueo que secó al país con las novenas reservas de crudo del mundo y las primeras de África.

El pacto ha despertado la indignación de la Compañía Nacional de Petróleo (NOC, en siglas en inglés). Sus dos cabezas, las nombradas respectivamente por las autoridades rivales de Trípoli y Tobruk, cedieron en julio a las presiones para reunificar la dirección de la empresa pública. El paso fue celebrado en Europa y EE UU. Ahora, la confrontación entre Haftar y la GIP amenaza con reproducir enfrentamientos en torno a las instalaciones que ya lamentan los enviados británico y estadounidense, además del representante de la Misión de Naciones Unidas para Libia (UNSMIL).

La estrategia en Sirte viene a consolidar el nuevo régimen de milicias que se han impuesto también en Trípoli y que remite a aquella Libia sin capitán que naufragaba en 2013 tras la dimisión del ex primer ministro Alí Zeidan, el único que llegó al poder respaldado por el resultado de unos comicios no contestados.

Cuatro años después de aquellas primeras elecciones democráticas en 2012, Serraj ha confiado la seguridad de la capital a tres fuerzas que se reparten barrios y tareas. Ante la falta de avances políticos, cada una de ellas ha empezado a actuar de nuevo por su cuenta, practicando detenciones arbitrarias que se parecen mucho a secuestros y protagonizando enfrentamientos en las calles.

La “fase final” de la batalla contra Daesh en Sirte no puede ensombrecer un contexto que requiere una mirada mucho más amplia si no se quieren repetir los mismos errores que en 2011. La misión de la OTAN dejó una Libia carente de todo sostén institucional donde las luchas intestinas por el poder permitieron el enraizamiento y expansión de Daesh. Ahora, EE UU y Europa ven esa eclosión como un problema propio que, además, amenaza la seguridad de todo el Magreb.

Dos escenarios se dibujan como resultado más probable del éxito ahora de la intervención extranjera para erradicar el cáncer yihadista: que el GNA salga reforzado y consiga apaciguar a las fuerzas centrípetas que se repelen en Libia, o que acaben por estallar en un nuevo conflicto los intereses enfrentados de unas milicias empoderadas. La segunda opción se presenta como favorita en las apuestas.