Revisar este viejo concepto puede proteger a las poblaciones más
vulnerables del mundo.


La soberanía es un concepto anacrónico originario de un tiempo
pasado, cuando la sociedad estaba formada por gobernantes y súbditos,
no por ciudadanos. Se convirtió en la piedra angular de las relaciones
internacionales con el Tratado de Westfalia, en 1648. Durante la Revolución
Francesa, el Rey fue depuesto y el pueblo asumió la soberanía.
Pero pronto el concepto dinástico de soberanía dio paso a un concepto
nacionalista de la misma. Hoy día, aunque no todos

los Estados-nación responden democráticamente ante sus ciudadanos,
el principio de soberanía impide la intervención extranjera en
sus asuntos internos.



Pero la soberanía real pertenece al pueblo, que la delega en sus gobiernos.
Si éstos abusan de la autoridad que les han conferido, y los ciudadanos
no pueden corregir ese abuso, la injerencia extranjera está justificada.
Si la soberanía reside en las personas, la comunidad internacional puede
penetrar en los Estados-nación para proteger los derechos de sus ciudadanos.
En concreto, el principio de soberanía popular puede ayudar a resolver
dos retos contemporáneos: los obstáculos al reparto eficaz de
ayuda humanitaria en Estados soberanos y los que impiden acciones globales contra
los Estados con conflictos internos.



La ayuda exterior no interfiere necesariamente en la soberanía de los
Estados; los gobiernos pueden aceptarla o no. Tras gastarme casi 5.000 millones
de dólares (unos 4.200 millones de euros) en este tipo de ayuda durante
años, he comprobado los escollos a los que se enfrenta la ayuda extranjera.
En 1984, creé la primera fundación nacional en la Hungría
comunista, seguida de otras fundaciones en unos 32 países, que han trabajado
con presupuestos anuales de unos 450 millones de dólares en los últimos
10 años. Aunque las ofertas de ayuda extranjera no socaven la soberanía
del Estado, ésta no debe distribuirse sólo a través de
los gobiernos nacionales; también debe apoyar a gobiernos locales y ONG.
Los gobiernos democráticos no deberían oponerse a la ayuda que
reciben estos colectivos, pero precisamente los gobiernos que no cumplen los
requisitos para recibir ayuda oficial son los que suelen obstaculizar la utilización
de los canales no gubernamentales. Estas objeciones constituyen un argumento
prima facie que apoya la tesis de que esos regímenes vulneran la soberanía
popular. Así, el apoyo a la sociedad civil cobra aún más
fuerza.



Este principio ha guiado mis fundaciones. En todos los países creamos
un consejo local de ciudadanos para canalizar nuestro apoyo. Estos consejos
trabajan con los gobiernos cuando es posible; cuando no lo es, limitan su apoyo
a la sociedad civil y combaten la intromisión del Estado. Por ahora,
las fundaciones han combatido con éxito la represión porque a
los gobiernos no les gusta castigar públicamente a las organizaciones
que sirven a los intereses de los ciudadanos. Recuerden lo que ocurrió
en Yugoslavia a finales de la era Milosevic: aunque Belgrado ilegalizó
mi fundación, nunca hizo cumplir la medida, y la fundación pudo
seguir activa.


Cuando los Estados no protegen a sus ciudadanos, la comunidad
internacional debe asumir esta responsabilidad


Los gobiernos extranjeros y organizaciones humanitarias internacionales pueden
presionar más que las fundaciones privadas contra la intromisión
de los gobiernos en la ayuda a las ONG. Incluso los regímenes más
represivos pretenden guiarse por el interés del pueblo, lo que suele
granjearles la desaprobación diplomática. Aunque la presión
internacional puede ser contraproducente –en Zimbabue la confiscación
de tierras a la minoría blanca hirió la sensibilidad de los africanos,
y el presidente Robert Mugabe consiguó desviar la repulsa internacional
presentándose como un luchador contra la opresión colonial–,
siempre puede encontrarse el punto adecuado de presión. Por ejemplo,
cuando Egipto encarceló al activista demócrata Saad Eddin Ibrahim
en 2000 por –entre otras acusaciones– aceptar contribuciones extranjeras
no autorizadas, EE UU congeló un paquete de ayuda suplementaria a ese
país. El Tribunal Supremo egipcio absolvió a Ibrahim en marzo
de 2003, lo que reafirmaba la libertad de expresión y de recibir fondos
del extranjero.



Ya que los conflictos armados y los regímenes represivos pueden suponer
un peligro fuera de sus países, a todas las naciones democráticas
les interesa superar los problemas de la actuación colectiva para promover
sociedades abiertas en todo el mundo. Cuanto antes comience una acción
preventiva, más económica y eficaz será. En la antigua
Yugoslavia, por ejemplo, una presión exterior más temprana –cuando
se suprimió la autonomía de Kosovo en 1990 o un año después,
cuando la Armada yugoslava bombardeó Dubrovnik– podría haber
evitado la tragedia sufrida en los Balcanes en la siguiente década.


En los Estados bálticos, especialmente Estonia y Letonia, encontramos
ejemplos positivos de la prevención de conflictos. Estos Estados se integraron
forzosamente en la Unión Soviética en 1940, y gran parte de su
población fue deportada y reemplazada por personas de otras nacionalidades.
Al recuperar la independencia en 1991, lucharon con energía para negar
los derechos de ciudadanía a los miembros de estas otras nacionalidades.
La discriminación de la numerosa población rusa ofrecía
a Rusia una excusa creíble para una intervención armada, pero
la Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea (OSCE)
y la Unión Europea presionaron a los Estados bálticos para que
garantizaran los derechos de las minorías. Mis fundaciones, entre otras,
ofrecieron formación lingüística y apoyaron otras vías
de reconciliación étnica. Así se desactivó una crisis
potencial.

Desgraciadamente, una no-crisis no sale en titulares. Actualmente, las condiciones
han de deteriorarse considerablemente antes de que los gobiernos extranjeros
adopten una actitud firme. Pero para cuando las espantosas imágenes de
televisión despierten la indignación del público occidental,
será demasiado tarde para evitar el desastre. Y a medida que las crisis
se multiplican, la opinión pública se vuelve menos sensible, permitiendo
que se enconen situaciones peligrosas. La tardía intervención
estadounidense en Liberia es un caso típico. Es imposible, por supuesto,
predecir qué conflictos degenerarán en derramamiento de sangre;
la prevención más eficaz es la que reduce el riesgo de que las
crisis se desarrollen. La mejor manera de conseguir este objetivo es fomentar
sociedades abiertas y democráticas. Éste ha sido el objetivo de
mis fundaciones desde antes de la desintegración del imperio soviético.
Debe ser perseguido a mayor escala.




Esta aspiración nos lleva a reconsiderar el principio de soberanía.
Como ha afirmado el secretario general de la ONU, Kofi Annan, “la soberanía
nacional (…) está siendo redefinida (…) por las fuerzas de la globalización
y por la cooperación internacional. Los Estados son (…) instrumentos
al servicio de sus pueblos, y no al revés”. En efecto, los gobernantes
de un Estado soberano tienen la obligación de proteger a sus ciudadanos.
Cuando no lo hacen, la comunidad internacional debe asumir su responsabilidad.
La atención global es a menudo la única tabla de salvación
de los oprimidos.

Revisar este viejo concepto puede proteger a las poblaciones más
vulnerables del mundo. George Soros


La soberanía es un concepto anacrónico originario de un tiempo
pasado, cuando la sociedad estaba formada por gobernantes y súbditos,
no por ciudadanos. Se convirtió en la piedra angular de las relaciones
internacionales con el Tratado de Westfalia, en 1648. Durante la Revolución
Francesa, el Rey fue depuesto y el pueblo asumió la soberanía.
Pero pronto el concepto dinástico de soberanía dio paso a un concepto
nacionalista de la misma. Hoy día, aunque no todos

los Estados-nación responden democráticamente ante sus ciudadanos,
el principio de soberanía impide la intervención extranjera en
sus asuntos internos.



Pero la soberanía real pertenece al pueblo, que la delega en sus gobiernos.
Si éstos abusan de la autoridad que les han conferido, y los ciudadanos
no pueden corregir ese abuso, la injerencia extranjera está justificada.
Si la soberanía reside en las personas, la comunidad internacional puede
penetrar en los Estados-nación para proteger los derechos de sus ciudadanos.
En concreto, el principio de soberanía popular puede ayudar a resolver
dos retos contemporáneos: los obstáculos al reparto eficaz de
ayuda humanitaria en Estados soberanos y los que impiden acciones globales contra
los Estados con conflictos internos.



La ayuda exterior no interfiere necesariamente en la soberanía de los
Estados; los gobiernos pueden aceptarla o no. Tras gastarme casi 5.000 millones
de dólares (unos 4.200 millones de euros) en este tipo de ayuda durante
años, he comprobado los escollos a los que se enfrenta la ayuda extranjera.
En 1984, creé la primera fundación nacional en la Hungría
comunista, seguida de otras fundaciones en unos 32 países, que han trabajado
con presupuestos anuales de unos 450 millones de dólares en los últimos
10 años. Aunque las ofertas de ayuda extranjera no socaven la soberanía
del Estado, ésta no debe distribuirse sólo a través de
los gobiernos nacionales; también debe apoyar a gobiernos locales y ONG.
Los gobiernos democráticos no deberían oponerse a la ayuda que
reciben estos colectivos, pero precisamente los gobiernos que no cumplen los
requisitos para recibir ayuda oficial son los que suelen obstaculizar la utilización
de los canales no gubernamentales. Estas objeciones constituyen un argumento
prima facie que apoya la tesis de que esos regímenes vulneran la soberanía
popular. Así, el apoyo a la sociedad civil cobra aún más
fuerza.



Este principio ha guiado mis fundaciones. En todos los países creamos
un consejo local de ciudadanos para canalizar nuestro apoyo. Estos consejos
trabajan con los gobiernos cuando es posible; cuando no lo es, limitan su apoyo
a la sociedad civil y combaten la intromisión del Estado. Por ahora,
las fundaciones han combatido con éxito la represión porque a
los gobiernos no les gusta castigar públicamente a las organizaciones
que sirven a los intereses de los ciudadanos. Recuerden lo que ocurrió
en Yugoslavia a finales de la era Milosevic: aunque Belgrado ilegalizó
mi fundación, nunca hizo cumplir la medida, y la fundación pudo
seguir activa.


Cuando los Estados no protegen a sus ciudadanos, la comunidad
internacional debe asumir esta responsabilidad


Los gobiernos extranjeros y organizaciones humanitarias internacionales pueden
presionar más que las fundaciones privadas contra la intromisión
de los gobiernos en la ayuda a las ONG. Incluso los regímenes más
represivos pretenden guiarse por el interés del pueblo, lo que suele
granjearles la desaprobación diplomática. Aunque la presión
internacional puede ser contraproducente –en Zimbabue la confiscación
de tierras a la minoría blanca hirió la sensibilidad de los africanos,
y el presidente Robert Mugabe consiguó desviar la repulsa internacional
presentándose como un luchador contra la opresión colonial–,
siempre puede encontrarse el punto adecuado de presión. Por ejemplo,
cuando Egipto encarceló al activista demócrata Saad Eddin Ibrahim
en 2000 por –entre otras acusaciones– aceptar contribuciones extranjeras
no autorizadas, EE UU congeló un paquete de ayuda suplementaria a ese
país. El Tribunal Supremo egipcio absolvió a Ibrahim en marzo
de 2003, lo que reafirmaba la libertad de expresión y de recibir fondos
del extranjero.



Ya que los conflictos armados y los regímenes represivos pueden suponer
un peligro fuera de sus países, a todas las naciones democráticas
les interesa superar los problemas de la actuación colectiva para promover
sociedades abiertas en todo el mundo. Cuanto antes comience una acción
preventiva, más económica y eficaz será. En la antigua
Yugoslavia, por ejemplo, una presión exterior más temprana –cuando
se suprimió la autonomía de Kosovo en 1990 o un año después,
cuando la Armada yugoslava bombardeó Dubrovnik– podría haber
evitado la tragedia sufrida en los Balcanes en la siguiente década.


En los Estados bálticos, especialmente Estonia y Letonia, encontramos
ejemplos positivos de la prevención de conflictos. Estos Estados se integraron
forzosamente en la Unión Soviética en 1940, y gran parte de su
población fue deportada y reemplazada por personas de otras nacionalidades.
Al recuperar la independencia en 1991, lucharon con energía para negar
los derechos de ciudadanía a los miembros de estas otras nacionalidades.
La discriminación de la numerosa población rusa ofrecía
a Rusia una excusa creíble para una intervención armada, pero
la Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea (OSCE)
y la Unión Europea presionaron a los Estados bálticos para que
garantizaran los derechos de las minorías. Mis fundaciones, entre otras,
ofrecieron formación lingüística y apoyaron otras vías
de reconciliación étnica. Así se desactivó una crisis
potencial.

Desgraciadamente, una no-crisis no sale en titulares. Actualmente, las condiciones
han de deteriorarse considerablemente antes de que los gobiernos extranjeros
adopten una actitud firme. Pero para cuando las espantosas imágenes de
televisión despierten la indignación del público occidental,
será demasiado tarde para evitar el desastre. Y a medida que las crisis
se multiplican, la opinión pública se vuelve menos sensible, permitiendo
que se enconen situaciones peligrosas. La tardía intervención
estadounidense en Liberia es un caso típico. Es imposible, por supuesto,
predecir qué conflictos degenerarán en derramamiento de sangre;
la prevención más eficaz es la que reduce el riesgo de que las
crisis se desarrollen. La mejor manera de conseguir este objetivo es fomentar
sociedades abiertas y democráticas. Éste ha sido el objetivo de
mis fundaciones desde antes de la desintegración del imperio soviético.
Debe ser perseguido a mayor escala.




Esta aspiración nos lleva a reconsiderar el principio de soberanía.
Como ha afirmado el secretario general de la ONU, Kofi Annan, “la soberanía
nacional (…) está siendo redefinida (…) por las fuerzas de la globalización
y por la cooperación internacional. Los Estados son (…) instrumentos
al servicio de sus pueblos, y no al revés”. En efecto, los gobernantes
de un Estado soberano tienen la obligación de proteger a sus ciudadanos.
Cuando no lo hacen, la comunidad internacional debe asumir su responsabilidad.
La atención global es a menudo la única tabla de salvación
de los oprimidos.






George Soros es financiero, filántropo
y autor del libro The Bubble of American Supremacy (Public Affairs, Nueva York,
2004)[La burbuja de la supremacía americana, que será publicado
en España por la editorial Debate en abril].