Los países del Sureste Asiático infrautilizan la cooperación regional frente a los desastres naturales, lo que los hace vulnerables.

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Locales de Myasein Kan, Myanmar, reciben ayuda tras un ciclón (Uriel Sinai/Getty Images)

 

Desde que cesaron las devastadoras inundaciones que sufrió Tailandia el año pasado, las autoridades del país llevan meses trabajando por evitar las siguientes. Ante la recién estrenada temporada de lluvias, los tailandeses se consuelan con la promesa oficial de que, en 2012, el agua no llegará a Bangkok, aunque sí a otras zonas bañadas por el río Chao Phraya. En Yakarta, los sismólogos advierten de que la capital indonesia es una de las peor preparadas para absorber las consecuencias de los frecuentes terremotos que azotan el archipiélago, pero sus avisos parecen ser desoídos. Por su parte, un centro de mitigación de catástrofes de Filipinas mantiene que el año pasado la ira de los elementos se llevó por delante el 1,5% del presupuesto nacional. Y en una maniobra poco conocida de la nueva Myanmar, el Gobierno acaba de autorizar el establecimiento de aseguradoras públicas y privadas, en anticipación de los daños que podrían provocar distintos desastres naturales. Ahora que las inversiones aterrizan en el país, el régimen recuerda los efectos del ciclón Nargis de 2008, que desbordó la capacidad y la voluntad de las autoridades y dejó cerca de 80.000 muertos y 60.000 desaparecidos.

Se trata solo de ejemplos puntuales de una tendencia compartida por todos los países de la zona, cada vez más vulnerables frente a la violencia de los elementos. Hace pocos años, coincidiendo con el reconocimiento general del problema del cambio climático, la capacidad de prevención de estas catástrofes se convirtió en un mantra azuzado fundamentalmente por gobiernos occidentales, organizaciones internacionales y donantes. Sin embargo, estas advertencias y consejos no acaban de calar en muchos países asiáticos, donde las acciones nacionales y regionales necesarias para la prevención se ven a veces frenadas por la falta de voluntad política y de recursos.

Estos países se encuentran precisamente entre los que más necesitan fortalecer sus capacidades preventivas. Según un informe de la Comisión Económica y Social de Naciones Unidas para Asia-Pacífico, los habitantes de esa región tienen cuatro veces más posibilidades de ser víctimas de un desastre natural que los africanos y hasta 25 veces más que los europeos y norteamericanos. El 85% de las muertes provocadas por estas causas en el mundo entre 1980 y 2009 tuvieron lugar en esa zona, que sufrió además el 38% de las pérdidas económicas globales ocasionadas por estas catástrofes. Los países de ingresos medios, abundantes  en la región, son también los que más desproporcionadamente padecen las consecuencias de los desastres naturales. Según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, este tipo de accidentes cercenó un 1% del PIB de estos Estados entre 2001 y 2006, mientras que en los de ingresos bajos y altos la pérdida ascendió a un 0,3 y un 0,1%, respectivamente. Los riesgos siguen aumentando a causa del crecimiento de la población y la cada vez más frecuente incidencia de los desastres naturales, ensañándose particularmente con las poblaciones más pobres.

El último informe para Asia-Pacífico del Hyogo Framework for Action, una iniciativa de Naciones Unidas para la mitigación de los desastres naturales, advierte de que los países de la región carecen de una institucionalización suficiente de los esfuerzos de reducción de sus efectos y no disponen de todos los recursos y capacidades necesarias para hacer frente al problema, sobre todo en la esfera subnacional. Tampoco aplican con celo los instrumentos destinados a la prevención, que normalmente no cuentan con provisiones presupuestarias fijas. Además, la cooperación regional requerida para aunar esfuerzos mitigadores y compartir informaciones sobre la inminencia de catástrofes está infradesarrollada. Fuentes de la unidad de reducción de desastres de la Agencia Europea de Ayuda Humanitaria (ECHO) en Bangkok sostienen que, durante las emergencias, los países de la región tienden a no solicitar asistencia a sus vecinos. A su vez, y a pesar de los sufrimientos que estos desastres provocan en la población, estos Estados se caracterizan también por la ausencia de concienciación pública sobre la necesidad de contribuir a la resistencia y a la prevención. Esta carencia es especialmente grave, ya que el conocimiento de los protocolos de actuación y prevención por parte de la población es esencial para mitigar las consecuencias de los desastres.

Algunas organizaciones internacionales y regionales están tratando de compensar con financiación e iniciativas la insuficiente disposición de estos países a cooperar para fortalecer sus defensas frente a los desastres. En ECHO, que acaba de destinar once millones de euros a la región del Sureste Asiático para programas de preparación contra estas catástrofes, aseguran que cada euro invertido en prevención permitirá ahorrar siete el día que surja la emergencia. Pero la iniciativa no debería estar solo en manos de agentes externos, sino también en las de los propios países afectados, que cuentan en algunos casos con economías pujantes y recursos crecientes para tomar ellos mismos las riendas de los esfuerzos de prevención.

El panorama no es totalmente desolador. Según las mismas fuentes de ECHO, los intentos de reducción del riesgo y el impacto de los desastres naturales han tomado un cierto impulso en los últimos cinco años, lo que ha permitido el desarrollo de algunos instrumentos regionales de cooperación. Entre éstos figura un mecanismo legalmente vinculante para que los países del Sureste Asiático promuevan la colaboración en la mitigación de los efectos de las catástrofes, así como un centro regional de asistencia humanitaria para hacerlas frente. Iniciativas como éstas evidencian un todavía reticente despertar a la necesidad de aunar esfuerzos frente a problemas compartidos. La cooperación mutua tarda en despegar entre países con un grado aún incipiente de integración regional, que mantienen relaciones complejas, competitivas y, en ocasiones, enturbiadas por disputas conflictivas. Las múltiples catástrofes naturales que sacuden la región son, desafortunadamente, mucho más rápidas que la maquinaria diplomática que permite que los países se beneficien de la ayuda de sus vecinos. Y, al prescindir de ésta, el ansiado objetivo de la preparación frente a estos desastres sigue lejos de alcanzar su plenitud.

 

 

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