El mundo tiene un montón de problemas. Una explosión demográfica no está entre ellos.

Desde que el reverendo Thomas Robert Malthus escribió su ensayo demográfico de 1798, milenaristas y autodenominadas casandras lo sacan a relucir como fundamento para predecir el hambre y la miseria globales. Los argumentos de Malthus resucitaron como best seller de la era moderna en el clásico del pánico a la superpoblación The Population Bomb, de 1968. Más recientemente, el economista de la Universidad de Columbia Jeffrey Sachs ha citado a Malthus para explicar el espantoso estado de África, y el historiador de Harvard Niall Ferguson, para predecir dos décadas de miseria global. La reciente crisis alimentaria –que envió a más de cien millones de personas a la pobreza absoluta– ha elevado la reputación de Malthus como pronosticador hasta los niveles délficos de un Nostradamus o un Al Roker.

Pero a pesar de sus siglos de celebridad y su reciente revival, las predicciones del pastor anglicano eran erróneas desde el principio. Se equivocó sobre el futuro de su Gran Bretaña nativa. Y se equivocó sobre el futuro del resto de lugares.

El argumento de Malthus, expuesto en su Ensayo sobre el principio de la población, comienza con condescendencia absolutista: la cantidad de tierra es el último árbitro de lo que puede producirse, y las ignorantes masas se reproducirán hasta que hayan agotado la capacidad máxima de producción de la tierra. Esto condena a las poblaciones a vivir con rentas de subsistencia, con índices de natalidad igualados a los de mortalidad, a su vez determinados por la dificultad en la adquisición de alimento. La única forma de mejorar sus vidas, concluye Malthus, es reducir el tamaño de las poblaciones. Ofrecer ayuda a los pobres simplemente crea más infelices desheredados.

En vida de Malthus, sin embargo, la cantidad de tierra dejó de determinar la producción de un país. Empezamos a sacar más con mucho menos espacio. En 1820, la producción mundial era menor que el PIB actual de Corea del Sur, según las estadísticas del economista británico Angus Maddison. La producción agrícola global se ha triplicado sólo desde 1950, mientras el PIB global se ha multiplicado por ocho. De las 140 economías estudiadas por Maddison entre 1950 y 2000, todas se expandieron, y sólo cuatro no llegaron a duplicar su tamaño. Un 88% registró aumentos de la renta per cápita (tan importante para la renta de subsistencia), y ninguna perdió población. Esas personas de más no pueden comerse la producción industrial y de servicios responsable de la mayor parte del crecimiento del PIB, por supuesto. Pero con el dinero que ganan, pueden participar en el comercio agrícola global, valorado ahora en 600.000 millones de dólares.

En cuanto a los índices de fecundidad de los pobres, John Stuart Mill señaló a mediados del siglo XIX que las rentas de Europa occidental estaban aumentando mientras la tasa de crecimiento demográfico estaba reduciéndose de forma nada malthusiana. Y ese patrón se ha reproducido en todo el mundo. Entre 1960 y 2000, los índices de fecundidad se redujeron en los 187 países de los que tenemos datos, a excepción de cuatro. La caída media fue del 42%. La mejora de la sanidad infantil ha sido un vector de gran importancia en el descenso de los índices de fecundidad, a pesar del escepticismo de Malthus en cuanto a que una menor mortalidad infantil ayudara de alguna manera a franquear la barrera de la mera subsistencia.

           
Los expertos sostienen que podríamos soportar al menos el doble de población sin sufrir escasez de alimentos
           

Pero ¿qué pasará en el futuro?, ¿será Malthus quien ría el último? No apueste por ello. Los precios de los alimentos han aumentado en los últimos dos años, pero no porque estemos alcanzando los límites de nuestra capacidad productiva para evitar la hambruna global. El factor que más ha contribuido a su subida son las subvenciones estadounidenses por las que cada año se destinan, al menos, 80 millones de toneladas de maíz a la producción de etanol, según ha calculado el economista del Banco Mundial Donald Mitchell. Y aunque la población global actual de 6.800 millones de personas es nueve veces mayor que la existente cuando Malthus nació, los expertos estiman que podríamos soportar al menos el doble de población sin sufrir escasez de alimentos. En realidad, 1.600 millones de personas tienen sobrepeso en todo el mundo –muy por encima de 1.000 sufren desnutrición. Y el incesante descenso de la fecundidad en todo el planeta sugiere, con permiso de Malthus, que dando un poco más de dinero a los pobres se reduciría de forma permanente la incidencia de la malnutrición.

Últimamente, los caballos malthusianos se han enganchado al carro de la sostenibilidad ambiental global. Como dijo Paul Ehllich, autor de Population Bomb, “la razón fundamental para preocuparse por la explosión demográfica es su impacto en los sistemas medioambientales que sostienen la civilización”. El modelo de Malthus sugiere que la solución a los problemas del mundo es impedir que se reproduzcan los pobres. Pero si nos preocupa el hiperconsumismo, no es por ahí por donde hay que empezar. El 10% más pobre del planeta recibe sólo el 0,8% de las rentas mundiales. Y la población del África subsahariana genera el 2% de las emisiones de CO2 globales. Así que si quiere parar el cambio climático mediante el control demográfico, no se fije en Níger o en Malí; Donald Trump y el resto de los ricos de la lista Forbes deberían ser los primeros en hacerse una vasectomía.

Las ideas de Malthus tuvieron su lado constructivo: creía que las libertades civiles y la educación eran claves para mejorar la vidas de los pobres, por ejemplo. Y por muy errada que estuviera su lógica, los malthusianos modernos como Sachs apoyan un buen número de políticas acertadas, entre ellas asegurar el acceso general a un control de natalidad eficaz y seguro (una solución que Malthus consideraba inmoral). Pero el modelo distópico que se encuentra en el núcleo del malthusianismo carece de base. Si lo que nos hace falta para sacarnos del sofá es una desgracia inminente, hay muchas catástrofes urgentes de las que preocuparse. Y las divagaciones de un triste clérigo inglés no deberían estar entre ellas.