Los tunecinos se vuelven a levantar contra la minoría salafista que amenaza la consecución de un régimen democrático. Hay que mirar a Túnez para ver qué pasará en el resto de países de la zona.

 

FETHI BELAID/ AFP/Gettyimag es

 

Desde que la llamada Revolución de los Jazmines pusiera en marcha el proceso de cambios, que ha llegado a agitar a todo el mundo árabe, ha pasado año y medio. Tanto los dramáticos escenarios de Libia y Siria, como las elecciones egipcias, han restado atención a la evolución de Túnez. Sin embargo, la revuelta tunecina ha seguido y sigue en marcha. Desplazar el centro de interés fuera de lo que está sucediendo en este país significa ignorar las claves del futuro al que se enfrentarán cada una de las sociedades árabes en los años venideros.

En un momento en el que en los análisis políticos se debate sobre cuál será el modelo de gobernanza que regirá a los Estados árabes, Túnez busca su fórmula particular. Mientras surgen las disquisiciones sobre la conveniencia o posibilidad del modelo turco o del iraní, los tunecinos están definiendo su Constitución en medio de un contexto de enormes tensiones sociales y políticas. Este país, de extensión y población reducidas, tiene muchas posibilidades de convertir el resultado de su transición en un modelo concreto: el árabe.

Desde que se inició la andadura revolucionaria, esta sociedad magrebí ha tenido que superar importantes desafíos internos que se repetirán, con mucha probabilidad, en el resto de países árabes. Aunque cada uno de ellos sujeto a sus peculiaridades. Los tiempos que han seguido al cambio de régimen han sido de enorme confusión para los tunecinos. Este ha sido el resultado de una revolución con consecuencias difíciles de calcular.

Los tunecinos tratan de evitar la quiebra del entendimiento interno y la moderación que les caracteriza

La revolución, que se llevó por delante a más de trescientas personas, permitió el esperado regreso de los exiliados. Entre ellos, Moncef Marzuki, reconocido activista a favor de los derechos humanos -hoy presidente provisional de la República de Túnez-, representa una de las garantías para que este proceso alcance los fines para los que se movilizaron los tunecinos. Igualmente reapareció en escena Rashid al Gannushi, líder del partido islamista Al Nahda, quien, si en un principio, aceptó sumarse al sistema democrático, a raíz del abrumador respaldo social obtenido en las elecciones constituyentes, avivó la polémica al declarar la posibilidad de restaurar un Califato fundamentado en la sharia. A partir de ese momento, la labor legislativa se focalizó en el debate de la aplicación de la ley islámica como principio inspirador de la futura Carta Magna.

El control parlamentario del islamismo cambió el horizonte tunecino. Para una inmensa mayoría ésta ha sido la gran sorpresa. No tanto por el esperado ascenso de este movimiento, sino por lo que ha destapado y ha traído consigo. Así pues, de todos los retos que tienen que afrontar los tunecinos en este periodo de transición, el que suscita mayores temores no es el de sacar a flote esa economía resentida, ni es el de solventar el problema de más de un millón de parados, ni el de crear las nuevas asociaciones y partidos políticos fruto de esa explosión social renovadora, sino el de evitar la quiebra del entendimiento interno y la moderación que les caracteriza. La mayor amenaza para que esto ocurra no ha sido la promoción de la verdadera democracia, sino precisamente lo contrario, la lucha contra aquellos que, valiéndose de ella, se aprovechan para secuestrarla. Esta sociedad, pacífica y consensuada, se ve sumida en el temor a la pérdida del pluralismo democrático.

Los islamistas han ocupado el centro de la actividad política, mientras que los sectores seculares han permanecido prácticamente paralizados sin ser capaces de asumir su propia responsabilidad en las circunstancias actuales. El resultado de las elecciones no sólo respondió al ascenso del islamismo, sino que además, los partidos de izquierdas, divididos y confiados en su victoria, no supieron granjearse los votos de miles de ciudadanos que siguieron viendo en su campaña las mismas consignas de siempre. Por el contrario, muchos vieron en Al Nahda la recuperación de unos valores tradicionales hacia los que se sintieron atraídos, no sólo por su fondo religioso, sino por lo que suponen como vuelta a la moral del islam frente a la corrupción endémica del panorama político durante años.

Al Nahda ha sido una opción tan legítima como el resto de las fuerzas políticas, pero también detrás de esa amalgama de seguidores, se atrincheran minorías que amenazan la consecución de un régimen democrático: los salafistas. Este movimiento es un elemento completamente nuevo en este país, en donde además, adquiere unas connotaciones políticas muy esenciales. En Túnez se insiste en distinguir los verdaderos de los falsos salafistas. Estos últimos son aquellos que supuestamente están dirigidos por Ben Alí desde su exilio saudí, con el objetivo de arruinar el proceso de transición. Esta teoría de la conspiración ocupa el quehacer político cotidiano, exasperando y desesperando a los tunecinos. Se multiplican las acusaciones contra los gestores del islamismo salido de las urnas, por haber traicionado la confianza democrática otorgada por una sociedad que se había mantenido prácticamente ajena a la ola de islamización que en las dos últimas décadas ha cambiado el perfil del mundo árabe.

En Túnez no van a desaparecer aquellos que ejercen su coacción moral azuzada por los elementos más radicales del salafismo

Desde las elecciones, la sociedad tunecina, en su mayoría, se ha visto sumida en un agobio social que se respiraba en las calles hasta que se produjo una segunda primavera, que ha llevado a una nueva reacción nacional. Las nuevas movilizaciones han demostrado que quienes emprendieron la revolución no se la van a dejar arrebatar, pero tendrán difícil la creación de su nuevo modelo de gobernanza. No se trata del rechazo a quienes ganaron las elecciones, sino que se espera la actuación política de un Ejecutivo que esté dispuesto a garantizar los valores democráticos. En Túnez no van a desaparecer aquellos que ejercen su coacción moral azuzada por los elementos más radicales del salafismo. El partido Al Nahda se encuentra atrapado entre unos y otros.

Estas serias dificultades por las que atraviesa la sociedad para mantener sus aspiraciones de libertad han suscitado un encarnizado debate social transparente y sin ambigüedades. Por ello, no hay ningún otro pueblo árabe que tenga más posibilidades que éste de encaminarse hacia un modelo auténtico surgido desde la base, en el que los valores del islam no colapsen la promoción de un sistema representativo, pluralista y basado en el respeto de los derechos humanos. Se trata de la lucha angustiosa de una sociedad que se enfrenta a una minoría que no la representa, pero cuyo adoctrinamiento e instrucción la convierten en su mayor enemigo en esa batalla por la dignidad.

El escaso reflejo mediático de lo que ocurre en el interior de Túnez mantiene a la opinión pública internacional ajena a esta configuración del nuevo modelo de gobernanza árabe, que es en lo que se centra su esencia. Sin enfrentamientos armados, los tunecinos están defendiendo el progreso y la modernidad. Hay que hacer justicia a esa sociedad con la atención que se merece.

 

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