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Ucrania es un país grande y pacífico que no tiene muchos elementos con los que impresionar al mundo. Carece del complejo de gran potencia y las armas nucleares de su gigantesco vecino y viene a ser a Rusia como Canadá a Estados Unidos.

Desde luego, la condición de Estado de Ucrania es ya real e irreversible. En los 20 años transcurridos desde su independencia, ha conseguido hacer en dos ocasiones algo en lo que Rusia ha fallado: el traspaso de poder del Gobierno a la oposición.

Sin embargo, no ha sido capaz de producir beneficios materiales y tangibles para la gente corriente. En un reciente sondeo del Pew Research Center en Rusia, Ucrania y Lituania, la actitud más negativa era la de los entrevistados ucranianos. Más de la mitad de ellos dijeron que no estaban de acuerdo con la transición postsoviética a la democracia de partidos y la economía de mercado, una cifra superior a la de Rusia. Casi tres cuartas partes decían que la gente normal no se había beneficiado “demasiado” o “en absoluto” de los cambios producidos desde 1991. La corrupción en las altas esferas es un hecho que dan por descontado. La política ucraniana pasó del valiente activismo cívico de la Revolución Naranja de 2004-2005, cuando las protestas consiguieron anular unas elecciones manipuladas después de que se proclamase sin razón que Víktor Yanukóvich  había derrotado al candidato de la oposición, Víktor Yuschenko, a una presidencia de este último tan decepcionante que, en 2010, los votantes acabaron eligiendo a Yanukóvich de todas formas.

El país parece, en palabras de la especialista Lilia Shevtsova, “perdido en la transición. En el ámbito internacional, en vez de constituir un puente dinámico entre Europa y Rusia, Ucrania se ha convertido, como dice mi colega Olga Shumylo-Tapiola, en una zona gris intermedia. El país está en el atolladero.

Y eso me remite al maravilloso Anton Chéjov, el poeta de lo prosaico. Chéjov, más que cualquier otro autor, transmite el drama que transcurre sin dramatismo. Escribe: “La gente come, no hace otra cosa que comer, y, mientras tanto, está fraguando su felicidad o se está destruyendo su vida”.

Una herencia mezclada, oportunidades desperdiciadas, la victoria del dinero nuevo, una transición sin fin

Muchos de sus personajes tienen la costumbre, encantadora pero fatal, de reflexionar y tener grandes ideas mientras el mundo sigue avanzando al margen de ellos. Quizá podemos entender mejor la decepcionante presidencia de Yuschenko si lo comparamos con el simpático teniente coronel Vershinin de Las tres hemanas, que pasa gran parte de la obra prediciendo como entre sueños que “de aquí a doscientos o trescientos años, la vida en la Tierra será increíblemente bella y maravillosa”, al tiempo que es incapaz de actuar en el presente.

Pero la obra de Chéjov que mejor evoca el dilema de Ucrania es la última que estrenó, El jardín de los cerezos. Ocurre alrededor de 1900. Una aristócrata encantadora pero alocada, Lyubov Ranevskaya, regresa de París a la finca de su familia en el este de Ucrania y se ve obligada a vender la casa y su famoso jardín de cerezos para pagar numerosas deudas. La casa es escenario de un auténtico desfile de retratos sociales de la época: un nuevo y rico hombre de negocios, Yermolai Lopajin, hijo de un siervo que ahora puede permitirse comprar y talar el jardín de los cerezos; un “eterno estudiante” revolucionario que anuncia que está “por encima del amor”; una institutriz alemana desarraigada; varios vecinos aristócratas en dificultades; y unos criados engreídos que se ríen de sus amos.

Todos están en la misma casa y creen que están hablando entre sí cuando, en realidad, hablan sin escucharse. Nosotros lo vemos, pero ellos no.

La obra va en ascenso hasta un dramático final. Se celebra una fiesta mientras se saca la finca a subasta y el antiguo siervo Lopajin resulta triunfador y la compra. Ordena de forma extravagante a los músicos gitanos que toquen y trata de consolar a Ranevskaya: “¡Cómo me gustaría que pasara todo y nuestra vida inconexa y desgraciada cambiara de una vez!” Pero no estalla ninguna revolución, solo sigue habiendo un suave desorden. Todos continúan adelante con su vida; en el caso de Ranevskaya, vuelve a París. Su hermano aristocrático e indolente acepta un trabajo en un banco. Solo Firs, el viejo criado sordo, se queda en la casa abandonada, y no es más que por error.

Una herencia mezclada, oportunidades desperdiciadas, la victoria del dinero nuevo, una transición sin fin. Esa es la historia de Ucrania, un país europeo moderno, de 45 millones de personas, que, la verdad, no va a ninguna parte. A través del velo poético de El jardín de los cerezos, comprendemos que uno de los problemas fundamentales de Ucrania es que los pensadores que sueñan con una nueva vida maravillosa –en su caso, un destino para su país dentro de Europa— no saben cómo hacerla realidad. Pero Chéjov consideraba que El jardín de los Cerezos era una comedia. Quiere que sepamos que nadie sufre una enfermedad terminal. Al menos, la Ucrania de hoy es más comedia que tragedia. ¿Pero son capaces sus ciudadanos de empezar a hablar como es debido, unos con otros, sobre su futuro?

 

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