Es posible que pronto seamos lo bastante inteligentes como para comprender lo insignificantes que somos en el cosmos.

Parece inevitable que la próxima década esté llena de sorpresas: conflictos armados inesperados, rediseño de los mapas políticos, choque de religiones, luchas por el medio ambiente y convulsiones económicas que quizá sean más profundas y complejas que las de hoy. Pero los cambios más intensos y poderosos que nos aguardan están aún más lejos, digamos que a mediados de siglo.

Para entonces, es probable que coincidan tres acontecimientos poderosos y aparentemente no relacionados entre sí. El primero es un gran salto hacia adelante en las capacidades del cerebro y del sistema nervioso de los seres humanos, como consecuencia de los avances logrados en los laboratorios de neurología de todo el mundo.

En 2050, el resultado debería consistir en unos seres humanos capaces de abordar cuestiones y de resolver problemas antes fuera de nuestro alcance, lo cual redefinirá cómo imaginamos, trabajamos y pensamos como especie. Las generaciones futuras se sorprenderán ante la estupidez e ingenuidad relativas de los mejores talentos de hoy, y hablo de todo el mundo.

En segundo lugar, como reacción ante cuestiones como las convulsiones económicas y esos profundos avances científicos, es posible que nos encontremos asimismo con un ascenso mundial de religiones hostiles a la ciencia y, como consecuencia, con una desaceleración o con un apagón de la misma en todo el mundo y una disminución de los cambios en general. Ahora bien, si se logra frenar esa guerra, la cantidad de información contenida en el enorme banco de cerebros de los seres humanos, almacenada en redes y ordenadores intercomunicados por todo el mundo, se multiplicará cada vez a más velocidad. De modo que podemos esperar un conocimiento cada vez más profundo de la humanidad y, en general, de otras especies que viven en la Tierra con nosotros.

Pero un tercer aspecto relacionado con el incremento de la base de conocimientos de la humanidad nos llevará todavía más allá. Por impresionante que resulte ese almacén de conocimientos, no se centra más que en un puntito diminuto de la realidad. En el futuro aumentará asimismo enormemente el conocimiento del cosmos en el que vivimos.

Algunos de nuestros científicos más destacados han propuesto nuevas teorías extraordinarias sobre el cosmos, muchas tan extremas que hacen que las novelas de ciencia-ficción resulten creíbles. Por ejemplo, la idea –en otro tiempo considerada una tontería– de que nuestro universo no es más que uno entre muchos universos paralelos es hoy objeto de seria reflexión científica. Una versión sostiene que este universo es uno entre múltiples que coexisten en un montón, sin la posibilidad de saltar de uno a otro. Otros científicos, completamente en serio, sugieren que lo que consideramos universo no es más que una burbuja en medio de una infinidad de universos surgidos de la misma colisión galáctica; lo cual plantea la posibilidad de que nos aguarde otra colisión similar.

A lo largo de la historia, los pensadores nos han transmitido cajas de burdas herramientas precientíficas, principalmente religiosas, con las que trataban de dar sentido al cielo. Mañana, fascinados por los misterios aún por descubrir y armados con las tecnologías más avanzadas, equipos formados por nuestros descendientes ocuparán el sitio de los astrónomos de ayer, sólo que con unos cerebros más brillantes que las mejores mentes del pasado.

Que el cielo les muestre lo que nunca reveló a los demás.