A veces, ganan los malos.

 

AFP/Getty Images

 

El pasado mes de junio, cuando el presidente yemení Alí Abdalá Saleh  se fue a Arabia Saudí para que le trataran sus heridas, casi todos los observadores pensaron que la crisis política de Yemen iba a resolverse en favor de la oposición y los revolucionarios que ocupaban las calles. Si Saleh –que había sufrido graves quemaduras durante un ataque a su mezquita presidencial— no moría, por lo menos se quedaría como prisionero de los saudíes, que llevaban tiempo intentando que dimitiera. Pocos pensaron que iba a regresar. Y dentro de Yemen, las fuerzas partidarias de Saleh estarían debilitadas sin su presidente, por lo que se despertaron muchas esperanzas entre los opositores. Un Gobierno de transición supervisaría nuevas elecciones que darían paso a una nueva era.

Eso creían.

Durante un verano sangriento, el clan de Saleh demostró que era muy capaz de mantenerse aferrado a su poder político. Los hijos y sobrinos del Presidente, que ocupan cargos fundamentales en los servicios de seguridad y el Ejército, provocaron conflictos de forma agresiva. Estallaron luchas esporádicas en todo el país: en Taíz, Saná, Arhab, Abyán, Adén y otros lugares.

En Saná, la mayoría de las víctimas de los combates fueron civiles. Los seguidores de Saleh parecían casi disfrutar provocando a los desertores del Ejército que se habían pasado al bando de Alí Mohsen al Ahmar, el general que se unió a los revolucionarios en marzo y prometió protegerlos.

Las agresiones a civiles no solo pretendían enviar un mensaje a los rebeldes, sino dejar al descubierto la debilidad de las fuerzas de Ahmar. Ni siquiera la alianza de todos los grupos opuestos a Saleh –la Primera División Acorazada de Ahmar, los revolucionarios callejeros, las fuerzas aliadas con el jefe tribal Sadeq al Ahmar (que no tiene ninguna relación con Alí Mohsen al Ahmar) y los partidos de la oposición política yemení— parecía capaz de inclinar la balanza de poder en su favor. No hubo elecciones, y la oposición no pudo formar un Gobierno de transición, a pesar de intentarlo.

Y Saleh no murió de sus heridas. Como invitado de Arabia Saudí, se recuperó y, a lo largo del verano, empezó a ejercer sus funciones presidenciales y a reunirse en el hospital con algunos otros altos funcionarios yemeníes que también habían resultado heridos en el ataque.
Las autoridades occidentales se apresuraron a tratar de manipular los hechos sobre el terreno y se entrevistaron con el vicepresidente, Abd al Rab Mansur al Hadi, como si el poder real de Yemen estuviera en sus manos. Oficialmente, Hadi era el jefe del Estado en funciones, pero Ahmed Saleh, hijo del dictador y comandante de la Guardia Republicana, le impidió la entrada en el palacio presidencial y le obligó a trabajar en su casa, una clara señal de quién mandaba.

No obstante, Hadi tuvo su utilidad para los estadounidenses. Con su experiencia militar y sus conexiones locales, consiguió agrupar a las fuerzas locales y dar la vuelta a la situación frente al asalto por tierra de Al Qaeda en la provincia de Abyán. Hadi prometió cooperación y aseguró a los estadunidenses que Yemen no permitiría que Al Qaeda se aprovechase de la crisis del país. Las informaciones procedentes de Abyán dicen que los lanzamientos aéreos de Arabia Saudí y EE UU fueron cruciales para mantener con vida la Brigada Mika 25, una fuerza leal sitiada durante tres meses por guerrilleros en Zinjibar, la capital de la provincia de Abyán. (Saleh dio las gracias a estadounidenses y saudíes por su apoyo en la guerra contra Al Qaeda en un discurso pronunciado poco después de regresar a Saná).

Estados Unidos y Europa querían que Hadi fuera más allá y pusiera en práctica el acuerdo del Golfo, que exigía la dimisión de Saleh un mes después de la firma y un Gobierno de transición que convocara nuevas elecciones. Deseaban un pacto político que resolviera la crisis y la consiguiente inestabilidad de Yemen, que estaba impidiendo abordar el problema del grave deterioro de su economía.

Pero el clan de Saleh imposibilitó cualquier acuerdo político y sometió a los manifestantes a disparos de francotiradores o a bombardeos al azar, casi como para probar que podía actuar impunemente contra sus adversarios.

Por fin, a mediados de septiembre, llegó la noticia de que Saleh había autorizado a Hadi a negociar un pacto basado en el acuerdo del Golfo. Parecía que había esperanza de una solución política. Sin embargo, siguiendo una espiral ya demasiado habitual, la violencia estalló casi de inmediato y frustró la perspectiva de acuerdo.

Los orígenes de esta última ola de violencia son confusos. Las tropas leales al Gobierno abrieron fuego contra los manifestantes en Saná. Eso está claro, pero parece que los manifestantes estaban dejando sus posiciones para avanzar hacia el palacio presidencial, y que las tropas de Alí Mohsen al Ahmar estaban aprovechando la marcha para ganar terreno militar. En Yemen, muchos han acusado a Ahmar de haber instigado esta oleada de combates por miedo a quedar fuera de un acuerdo político negociado. Fuera cual fuera la causa del estallido, los feroces combates mataron a más de 100 personas, sobre todo manifestantes, pero también muchos soldados, en los choques entre las unidades leales y las desertoras.

Entonces, en un giro totalmente nuevo, Saleh apereció con el rey Abdulá de Arabia Saudí en lo que parecía una visita de Estado oficial. De pronto daba la impresión de que los saudíes, que habían trabajado para conseguir que Saleh dimitiese en primavera, habían decidido darle su respaldo oficial. Pocos días después, volvió por sorpresa a Saná.

La versión oficial es que Saleh volvió para supervisar un acuerdo político; dijo que el diálogo era la única solución y que volvía con una rama de olivo y una paloma de la paz. Sin embargo, nada más producirse el regreso, estalló una nueva ola de violencia, porque los leales al presidente quisieron dejar claro que cualquier acuerdo político seguiría las condiciones impuestas por él. El distrito de Hasaba, donde vive Sadeq al Ahmar, jefe de la confederación tribal Hashid, volvió a ser blanco de ataques. También asaltaron, al parecer, la casa de su hermano, Himyar al Ahmar, en el lujoso barrio de Hadda, y asimismo el cuartel general de la Primera División Acorazada de Alí Mohsen al Ahmar. En la Plaza del Cambio volvieron a abrir fuego intenso contra los manifestantes pacíficos. O los partidarios de Saleh se sentían envalentonados y capaces de exigir una solución militar, o estaban intentando debilitar a sus adversarios.

da la impresión de que los Arabia Saudí han cambiado su posición y vuelven a apoyarle de manera tácita

En público, Saleh proclama su compromiso de paz. El domingo, 25 de septiembre, renovó su lealtad al acuerdo del Golfo y reiteró que el vicepresidente podía firmarlo en su nombre. Pero, a estas alturas, esas son promesas huecas. La oposición yemení y los revolucionarios en la calle se niegan a aceptar cualquier Gobierno de transición en el que participe Saleh, precisamente porque el presidente lleva mucho tiempo mostrando que sabe ceder a las presiones populares y, al mismo tiempo, hacer realidad sus propios planes en sus propios términos.
Eso es lo que parece estar haciendo ahora. En tres ocasiones ha prometido firmar el acuerdo del Golfo, y en tres ocasiones ha cambiado de opinión en el último minuto (en una de ellas, se echó atrás con el embajador de Estados Unidos sentado a su lado y esperando a ser testigo de la firma). Desde su propio punto de vista, Saleh ha sobrevivido no solo a un intento de asesinato, sino a una campaña de difamación política apoyada por toda la comunidad internacional, incluidos los fundamentales saudíes. Pero da la impresión de que los Arabia Saudí han cambiado su posición y vuelven a apoyarle de manera tácita. ¿Por qué va a dimitir ahora?

Las autoridades estadounidenses están hartas de la insolencia de Saleh y, en los dos primeros días posteriores a su regreso, anunciaron oficialmente que querían que pusiera en marcha un Gobierno de transición y después dimitiera. El rey Abdulá también pidió a Saleh que dimitiera al día siguiente de que dejara el reino para volver a Saná.

La posición de estos dos países resulta cómica ante la realidad política en Yemen. Los responsables estadounidenses, desde luego, reconocerán los hechos consumados de Saleh y le apoyarán, para que complete su mandato y llegue a 2013 e incluso más allá. Saleh no solo ha desbaratado el intento de EE UU de crear unos hechos consumados que consistían en un Gobierno de transición sin él, sino que ha creado otros que le posibilitarán permanecer en el poder sin tener en cuenta los lugares comunes que suelten Estados Unidos y Arabia Saudí, aunque sean sinceros.

Una vez más, Saleh se las ha arreglado para ser la única salida viable. Eso significa que Yemen no va a disfrutar de ningún acuerdo político y que la violencia continuará. Los revolucionarios en las calles no se rendirán, y Alí Mohsen al Ahmar y los hermanos Ahmar se prepararán para soportar un largo conflicto; no tienen otra alternativa.

Mientras tanto, la economía –y, por consiguiente, una crisis humanitaria creciente– seguirá empeorando. En el norte, ya existen campos de refugiados de los años del conflicto con los Houthis; en el sur están apareciendo otros nuevos como consecuencia de los combates en Abyán. Los líderes yemeníes parecen empeñados en conservar el poder a toda costa, incluso aunque su pueblo se muera de hambre, siempre que ellos se salven.

La única esperanza es que se produzca alguna otra sorpresa política inesperada que desemboque en un Gobierno de transición y unas elecciones legítimas. Dada la ventajosa posición de Saleh en un país profundamente resquebrajado y dividido, es una esperanza muy débil.

 

 

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